Chico Che y la crisis
Para Víctor Rangel
La música evoca la parte más vívida de nuestro pasado que de otro modo el tiempo nos devolvería muerto. Cuando mi familia se reúne para celebrar los cumpleaños sube el volumen a la cumbia para animarse. Escuchamos aquello que nos exija estar presentes, sentirnos vivos, mantener una sonrisa obligada y, aunque prefiera apartarme de la algarabía familiar, es imposible abstraerme de su afán por aparentar que todo está bien. En realidad, las celebraciones han sido siempre un pretexto para tratar de que la muerte de la abuela —que ocurrió cuando todos éramos más niños— cada vez duela menos.
Bailar, reírse, comer y pararse nuevamente a bailar, como si la vida se tratara únicamente de esto, es otra manera de hacer frente al dolor. En toda familia existe el tío conciliador que para a bailar a todos y les pide —casi les ruega— que se alegren, que disfruten de la fiesta, de lo que tienen, del amor que nos inunda. El mío parece exigirnos que permitamos a la música aliviar la tristeza. Él mismo, cierta noche fría como pocas, tuvo que acercarse al rostro aún tibio de su madre para cerrar sus ojos con la palma temblorosa de la mano que ahora mismo me invita a improvisar el regocijo.
Mi tío sería igualito a Chico Che si el cantante no hubiera muerto hace treinta años de un derrame cerebral. Tiene lo que tienen los viejos que alguna vez fueron tan jóvenes para creerse inmortales: la robustez de un cuerpo avejentado, el bigote canoso, una incipiente joroba y la voz aniquilada por sus vicios.
Entre las semejanzas destaca también la pérdida de sus padres cuando era chico y que, al igual que el hombre de overol, mi tío cree que con la música se esfuman los problemas, como lo haría una moneda en las manos de un prestidigitador. Solo quiere vernos sonreír y armar una rueda en el centro del jardín. Yo también quiero ver feliz a mi familia, manos en los hombros y dando vueltas alrededor de lo que se forma al centro. Entonces me pregunto quién vive allí para que todos canten y bailen a su alrededor, a la manera de un sacrificio a la alegría. Quizás el eterno hijo huérfano que crece con una mueca de tristeza debajo de los pelos de la madurez.
Debido al accidente automovilístico que sufrieron sus padres y por la que perdieron la vida casi de manera instantánea, la hermana mayor de la familia Hernández Mandujano tuvo que hacerse cargo de su hermano menor, ambos sobrevivientes del accidente que ocasionó no solo secuelas físicas en él, como la cojera de una pierna, lo que años después, sin embargo, no le impediría bailar en el escenario tras al alcanzar la fama como cantante. La pérdida de sus padres fue sin duda la secuela más dolorosa. El chico («Chico de Francisco y Che de José») terminaría por recelar del futuro, pues su pasado estaba incompleto.
Su historia es la del niño que nunca deja de serlo y halla en el canto un refugio donde se comunica con sus muertos. Años después la criatura eligió componer música alegre para eximirse de una búsqueda inconsolable: la de quien usa su voz para pedir el amor que no tuvo de pequeño. Me gusta creer que Chico Che no escondía esa tristeza primitiva y muy suya detrás de su atuendo, sino que aprovechaba para infiltrar su desconsuelo, camuflar sus penas a través de esa arma blanca que es la música.
Busco y encuentro en YouTube la última presentación en vivo del Ciclón del Sureste, como también apodaban al cantautor tabasqueño. Chico Che luce agitado luego de una extenuante presentación que involucra machincuepas. El esfuerzo físico, o quizá la muerte que ya se manifestaba en su cuerpo, lo adelgazó sin paciencia. En los últimos meses de su vida el overol le quedaba grande.
La anécdota que persiste acerca de su atuendo es reveladora. Según sus pocos biógrafos, en su primera presentación Chico Che optó por conservar la ropa que lo mantenía a medio camino entre el rock (su verdadera pasión) y la desfachatez de la música tropical (un gusto que adquirió tras conseguir nada en la escena rocanrolera de los años setenta).
Desde entonces su vestuario cautivó a la audiencia, y Chico Che nació por primera vez en el cuerpo vigoroso de Francisco José Hernández Mandujano, el hijo sobreviviente de una familia rota. A partir de ese momento en cada concierto que se presentaba imponía moda con su personaje. Pronto nació el niño greñudo y con bigote que años más tarde se reencontraría con sus muertos a través de la música.
Chico Che ha unido a las familias mexicanas a costa de la suya. Me pregunto por qué la pachanga funciona como un antídoto para aquellos que sufren. La fiesta es un imán para quienes huyen del dolor. Quien lo vive a expensas de un divorcio, un engaño o la muerte, sabe que el fracaso desencadena la risa contra uno mismo, una burla dolorosa de lo que ingenuamente creímos posible.
La carcajada puede durar toda una vida, sin embargo, reírse de sí mismo no siempre resulta alentador. Muchas veces termina por minar el amor propio. Subir el volumen de la música hasta el tope es una forma efectista de robarle espacio al silencio, que nos hace recordar. Cuando se acaba el casette volvemos entonces a pensar en aquello que perdimos.
Estoy a punto de llegar a los áridos treinta años. Hace unos meses comencé a tomar terapia por primera vez, ahora que vivo los mayores exabruptos desde que tengo memoria. Generalmente escucho lo que tiene que decirme el analista por morbo más que por sosiego, aunque lo cierto es que en otras épocas habría sido menos consciente del daño que me inflijo desde chico. Entre la vorágine de emociones que emergen en cada sesión he aprendido a reconocer la culpa, que me acompaña desde que mis padres me engendraron y a los tres años decidieron divorciarse.
Por mucho tiempo creí ser el motivo de su separación.
En mi vida, la presencia de mi padre se reduce solo a estas cinco letras; en cambio, lamento decir que mamá ha sido menos una escanciadora de cariño que la proveedora de dinero que en verdad fue. Excusada la tercera persona, en medio de los dos se encuentra el niño a quien una mañana despertaron para darle malas noticias.
Quienes han salido ilesos de los veinte años cuentan que al final de la recta se abre un nuevo camino. Que la crisis no aminora, solo muta, que te endurece hasta volverte un hombre cansado de ti mismo, pero con ganas de seguir siéndolo. Si por algo recordaran a mi generación sería por el destino de quien, vencido antes de tiempo, vuelve de noche a la ciudad porque sabe que no son suyas las fanfarrias. Los que rozamos la triple década volvemos al pasado con la nostalgia del que cree que fue feliz. Incluso, ya nos hemos creado un epitafio desde ahora: «Éramos felices y no lo sabíamos», nosotros, los hijos perpetuos.
Hace unos meses Chico Che volvió a la vida por medio de las redes sociales. La mayoría de las personas que participaron en su resurgimiento tienen más o menos la misma edad que el internet, por esta razón la apropiación del cantante se dio mediante memes. A primera vista pareciera que Chico Che tuvo cierta popularidad después de treinta años de muerto, debido, entre otras cosas, a su facha que hoy podríamos asociar a la de un hipster.
Hace falta ver la algarabía que levantaba en los conciertos para saber que Chico Che era un hombre que disfrutaba lo que hacía. Jugaba a organizar formaciones con los asistentes a sus conciertos. Ruedas y víboras de la mar eran las figuras hechas de seres humanos con las que se divertía el bebote de patillas largas. Sin embargo, si su regreso no sucedió únicamente gracias a la moda, ¿de qué otra manera trajimos de los bulliciosos setentas a un hombre evidentemente anacrónico?
La identificación por parte de mi generación con Chico Che no radica en su atuendo vintage, sino en la soledad que sentimos quienes debemos paliar la falta de amor con la alegría artificial de la vida cotidiana.
En Chico Che, por ejemplo, el lenguaje no abandona las primeras etapas. Sus palabras no son más que balbuceos articulados que conservan, es cierto, el arte genuino de los niños. Esto se nota en el uso excesivo del fonema /ch/ en sus canciones, aunado al ingenio de sus juegos de palabras («No le hace que le aunque») y su alteración naíf («Quen pompó», «De quen chon»); pero también en su bravura imberbe («Huy, qué miedo», «Chido Chido», «Catalina le pegó») y en la apelación frecuente a una mujer que bien podría ser su madre («Rosalbita», «Tons qué mami»), así como en los pasajes oscuros asociados al fracaso, la duda y el rechazo a la autoridad («Qué culpa tiene la estaca», «Que no me quiso el Ejército»). Todos estos casos revelan que detrás de su influencia actual, los que pronto aterrizaremos en la treintena nos reflejamos en él como los niños que maduraron a la brava.
La muerte fue una guasa más para el rey choco de la fiesta. Esta llegó de la forma que más duele: sin avisar. No obstante, la paradoja reside en su muerte, un 29 de marzo de 1989. Chico Che estaba a punto de lanzar su álbum Chi como ño, cuyo tema homónimo retrata las ilusiones rotas de una pareja que creyó —como muchos cuyo amor creen que alcanzará para pagar la renta— que permanecerían juntos después de todo.
Me pregunto si para cantar primero hay que sufrir. Quizá no, y exista una melodía de origen, una tonada primitiva que forme parte de nuestra naturaleza, como lo hace el amor y la melancolía. Lo cierto es que Chico Che entona estrofas dedicadas a lo que no debería terminar, pero termina, como la vida con la muerte. En este sentido, el duelo se mantiene a raya, solo abona al ánimo solitario de quien lo padece.
Habría que preguntarnos también si actualmente lo guapachoso tiene lugar en un presente cada vez más lastimado; si somos capaces de hacer mofa de nuestro sufrimiento mediante el libertinaje y la fiesta, como lo hiciera Chico Che, ese niño que se pitorreaba de todo porque ya no tenía nada más que perder.