Chávez Ravine. Cielo despejado sobre el estadio de los Dodgers
En 1957, Walter O’Malley, propietario de los Dodgers, anunció que el equipo se mudaría a Los Ángeles. Atrás, en el viejo estadio de Brooklyn, dejarían las nevadas y gruesas capas de hielo a cambio del calor y el follaje de las palmeras californianas. Su próximo estadio duplicaría al anterior en asientos disponibles. Esta es la crónica de los barrios donde se construyó ese estadio.
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Hasta la primera mitad del siglo xx, Chávez Ravine fue un área semi rural cercana al centro de Los Ángeles. Un área mayor a treinta y tres hectáreas, repartida en tres barrios de mexicanos: Bishop, La Loma y Palo Verde. De acuerdo con el arquitecto Richard Neutra, Chávez Ravine era una «carismática» comunidad, habitada por personas plenamente identificadas con sus orígenes.
Si es un conjunto de fotografías el que orienta nuestros pasos, sabemos que Chávez Ravine era una comunidad católica y festiva, cuya advocación o, mejor dicho, tutela y cuidado, encomendaron a la virgen de Guadalupe. Cenovia Gamboa, exhabitante del sitio, asegura que uno de sus más memorables recuerdos es éste: «Las procesiones, la luz de las velas […] cruzando por la colina».
Gran parte de los habitantes de Chávez Ravine se dedicaba a la agricultura de autoconsumo. Si somos cuidadosos para observar el clima, podríamos especular un poco sobre lo que ahí sembraban. Quizá tomate, lechuga, frijol y calabaza, pero quizá también quelites y aguacate. En sus jardines criaban pollos.
Como hicieron otros, Richard Neutra reconoció la belleza del paisaje y de la gran variedad de árboles que procuraban su sombra. Habló sobre ellos. Sobre esos árboles que crecieron muy «alto alrededor de una extraña zona en ruinas». Aquel paisaje, y aquella relación con el paisaje, eran eventos inusitados. No vistos en otra parte, aseguró Neutra.
Aunque no son pocas las fotografías de la época, en ninguna de las que conozco se distinguen las variedades botánicas comprendidas en el comentario del arquitecto austriaco; pero sí se distingue en ellas a personas que, dándole la espalda al pueblo, no metafórica sino literalmente, sonríen y posan frente a la cámara. Y de esa forma, sonriendo solas o abrazadas con otras, cierran el comentario del arquitecto que se estableció en Los Ángeles en 1925: quienes vivían en Chávez Ravine, en esa pequeña y «carismática» comunidad, eran «felices».
Sin embargo, Neutra no sólo dijo que se trataba de una «feliz» y «carismática» comunidad cercana al centro de Los Ángeles, sino que se trataba acaso, sobre todo, de una comunidad «pobre». Una por la que se extendían varias centenas de casas substandard, muy por debajo de los parámetros de la arquitectura y del urbanismo del siglo XX.
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Para 1949, cuando ya sonaba el Pachuco Boogie de Don Tosti, casi dos millones de habitantes compartían el complejo territorio angelino. Si los censos de internet son confiables, para entonces el 90% de la población era blanca, y el 10% restante: negra, asiática y latina. La ciudad de Los Ángeles se sabía diversa, y así seguiría siendo en los próximos años. Pero tal diversidad siempre resultó problemática.
En la década de 1940 no fueron pocos los conciertos interrumpidos por las autoridades locales. Benny Goodman estaba en la lista negra. Y como Goodman, Jimmie Lunceford. Cuando irrumpió en el concierto de éste —del saxofonista negro que quizá murió envenenado en Oregón— la policía del condado manoseó un poco el lenguaje para revestir su objetivo: «sí, irrumpió en el concierto pero sólo para contener una manifestación violenta». No para «violentar» un pacífico concierto lleno. Atascado. Desbordado por seis mil personas juntas que bailaban swing, jazz y jitterbug.
En fiestas como esas, las pistas de baile se convertían en efímeras plazas públicas, plenas de cuerpos que, mientras bailaban e interactuaban con otros, se sacudían el malestar de las convenciones sociales.
De acuerdo al historiador Anthony Macías, lo temido por las elites blancas y urbanas era el sentido social y comunitario de la música negra. Al fin y al cabo: «La fiesta —escribió Gadamer— es comunidad, es la presentación de la comunidad en su forma más completa».
Entonces, si en esos años hubo una tragedia para las elites de Los Ángeles, esa tragedia era que muchas personas —personas de procedencia muy distinta— bailaran e interactuaran con otras. Que respiraran juntas.
Al «experimentar» la música, sigo con Gadamer, todas esas personas rechazaban el mundo tal como les era impuesto y, así, sin duda, disfrutaban de otro «más leve y luminoso».
En la década de 1940 hubo muchos otros enfrentamientos, como aquellos entre pachucos y militares, conocidos como Zoot Suit Riots; sin embargo, se trate de enfrentamientos entre militares blancos y pachucos o entre policías y músicos negros, todos estos conflictos evidenciaron el racismo y la reconfiguración radical en los patrones demográficos de la ciudad californiana. En esos años ya se sabía que la ciudad de Los Ángeles sería la segunda más grande de los Estados Unidos, actualmente casa de personas procedentes de ciento cuarenta países distintos, y de doscientos cuarenta y cuatro lenguas.
Simplificando un poco, el racismo y la diversidad explican la segregación urbana. No se necesitaba recorrer la ciudad para darse cuenta de ello; bastaba con entrar en el Meadowbrook Lounge, el mismo lugar donde Count Basie, enojado, se quejó con el gerente: ni él ni sus compañeros seguirían tocando en el fondo. Y es que en algunos lugares esos músicos —los músicos negros, asiáticos o latinos— sólo eran tolerados mientras se encontraran, física y literalmente, en una posición marginal, lejos de los espectadores.
Guardando las distancias y proporciones, es muy probable que un razonamiento parecido —involuntario incluso— guiara futuros proyectos cuyo único objetivo fuera reordenar el espacio urbano.
3
Una gran extensión de «terreno a cielo abierto», eso era, en 1949, Chávez Ravine. Un espacio poco y mal utilizado que podría corregirse.
En ese año el condado de Los Ángeles aprobó once proyectos de vivienda pública con fondos federales. Para modernizar la zona se utilizarían ciento diez millones de dólares. De acuerdo al profesor e historiador Thomas S. Hines, el más prominente de esos proyectos era en Chávez Ravine. Frank Wilkinson, funcionario del departamento de vivienda pública, sugirió a Richard Neutra para convertir ese terreno en un importante símbolo del urbanismo contemporáneo.
Neutra ya era un arquitecto conocido por sus edificios de departamentos y por sus proyectos de casas, como la famosa Casa Kauffman en el desierto de California. Fue con esos proyectos que el arquitecto austriaco adquirió el reconocimiento y la solvencia necesaria para encargarse del encomendado por la ciudad de Los Ángeles. Neutra aceptó de inmediato. Elysian Park fue el nombre que dio a aquel proyecto; el mismo proyecto que contemplaba la construcción de «residencias» y otras instalaciones de servicios para diecisiete mil personas; tres mil trescientas sesenta y cuatro familias beneficiadas.
Con el apoyo de bocetos y maquetas, Neutra y su joven socio, el arquitecto Robert Alexander, decidieron que en ese terreno construirían veinticuatro estructuras de trece pisos y ciento sesenta y tres de dos. Habría casas de una habitación pero también de cinco. Y también en ese polígono, asegura Thomas S. Hines, sumarían espacios para ir de compras, centros culturales para exposiciones o conciertos, otros espacios destinados a ceremonias y eventos públicos; escuelas, iglesias, centros de atención médica y algunos parques.
En sus planos, los arquitectos subrayaron algunas características de su conjunto arquitectónico. Me refiero a algunas palabras utilizadas para describir los edificios y para distinguir su trabajo: a los sustantivos los sucedían adjetivos que servían como referentes de prestigio: centros comerciales bien diseñados, estacionamientos públicos adecuados, etcétera.
Convencido, como estaba, del proyecto, Neutra reconocía que su único objetivo era «revitalizar la zona». Para hacerlo, requería derrumbar las estructuras existentes y reubicar a los colonos. Las primeras críticas aparecieron formuladas como preguntas: ¿por qué hacerlo?, ¿por qué no revitalizarla sin destruir las casas? Para los arquitectos sólo se trataba de preguntas «románticas», y por eso respondían con un tajante no, «la zona no puede ser desarrollada con bungalows suburbanos».
Otras críticas aseguraron que un proyecto con tales características sólo tendría como nefasta consecuencia un mayor crecimiento demográfico y cambios mucho más radicales en el tejido social e histórico de la ciudad californiana. En este caso, la respuesta se amparaba completamente en los números: el proyecto que le había sido encomendado sólo tendría cambios positivos en la ciudad y en la vida de los usuarios. Elysian Park sería una colonia alejada del mundanal tráfico y del ruido de la gran ciudad americana gracias a un complejo sistema de callejones. Un lugar hermoso. Utópico casi. Punto.
El arquitecto que fue aprendiz de Erich Mendelsohn, en Berlín, y de Frank Lloyd Wright, en Wisconsin, no intentaba reproducir la lógica de las ciudades de grandes edificios y rascacielos; intentaba, en todo caso, evitar la saturación y mantener una escala distinta, mucho más humana y pequeña, y así conservar —o no conservar sino construir— un paisaje nuevo sobre ese mismo.
4
«A las familias de Palo Verde y [de otras] áreas de Chávez Ravine: Esta carta es para informarle que un proyecto de vivienda pública para familias de bajos recursos se construirá en este sitio. El mapa adjunto muestra las propiedades que ser utilizarán. La casa en la que vive está incluida».
Fue durante el verano de 1950 cuando el gobierno de Los Ángeles informó a los habitantes de Bishop, La Loma y Palo Verde sobre el moderno conjunto arquitectónico y sobre las condiciones para hacerlo.
«En poco tiempo topógrafos trabajarán en su barrio. Después será visitado por representantes del departamento de vivienda, quienes le pedirán permiso para inspeccionar su casa y calcular su precio».
El siguiente párrafo de la carta es ambiguo. Alguien, con un plumón de color negro, enmarcó los párrafos que cito arriba y, al enmarcarlos, tachó parte del texto. Esforzándose un poco es posible distinguir, en ese conjunto de palabras involuntariamente censuradas, la palabra «desarrollo». Esforzándose un poco más, es posible adivinar el significado de una de esas líneas: «Después de que la propiedad sea comprada, el departamento de vivienda pública le dará todas las facilidades para adquirir otra casa».
Más abajo, la misma carta ofrece, entre un montón de fechas posibles, que iban del 24 al 29 de julio de 1950, tres módulos para responder las preguntas generadas. Hasta entonces nadie, por ningún medio conocido, había informado a los colonos sobre este proyecto. Y hasta entonces, creían los colonos, todo transcurría con su habitual calma. Los árboles meciéndose un poco con el viento. Los atardeceres del verano. La hojarasca.
Aunque la carta parece amable y respetuosa, no ofrece opciones. O quizá sólo una, lógica y esperada por el gobierno: vender las casas a muy bajo costo y marcharse del sitio. Sólo esa opción y ninguna otra. Establecerse en una posición marginal como Count Basie y sus compañeros músicos. La carta —correctamente— orillaba y empujaba a los colonos más allá de los lindes de su barrio.
Algunas personas aceptaron aquello que el departamento de vivienda pública consideró un precio justo. En algunos casos, como el del papá de Beto Elías, otro exhabitante del barrio, el gobierno de Los Ángeles ofreció nueve mil seiscientos dólares por su casa, cuando una nueva costaba el doble: catorce, quince o dieciséis mil, por lo menos.
A la promesa de los números, se sumaron otras mentiras: los antiguos pobladores de Chávez Ravine tendrían un trato preferencial para adquirir una casa en el conjunto arquitectónico de Neutra. Entonces muchas personas más vendieron sus casas para que, ahí, justo en ese sitio, se construyeran las estructuras modulares, de finísimas líneas rectas, diseñadas por el arquitecto austriaco. Estructuras cuyo único adjetivo posible era moderno.
Thomas S. Hines, quien aparenta conocer bien los bocetos y maquetas, asegura que todo tenía «esa elegancia crispada de la estética minimalista de Neutra». Esa racionalidad arquitectónica que poco o nada tenía que ver con el hogar de Cenovia Gamboa —la exhabitante que, con la voz entrecortada por tantos recuerdos, asegura que aquellos tiempos, los tiempos que vivió en la casa que construyó su padre, fueron maravillosos, «tiempos hermosos» en esa casa de rosales blancos. «Nunca sentí por ninguna otra casa lo que sentí por ésta», dice Cenovia en Chavez Ravine: A Los Angeles Story, el documental dirigido por Jordan Mechner y musicalizado por Ry Cooder.
A la vez, sus palabras fueron hogar y mojonera: las palabras de Cenovia sirven para nombrar y separar su experiencia de aquella que asocia la modernidad y el progreso con una arquitectura como la de Richard Neutra, y la pobreza con la construcción de su padre.
Pero las mojoneras también se utilizan para señalar caminos. Uno de ellos parecía oculto. Algunas personas, como Aurora Vargas y su familia, decidieron quedarse. Ésa era la segunda opción que, aunque no dicha, se encontraba en la carta escrita por el departamento de vivienda pública de la ciudad de Los Ángeles: quedarse y exigir respeto.
Quizá por las convenciones de la época, dicha carta es cuidadosa al ofrecer teléfonos y direcciones para solicitar más información sobre el proyecto anunciado y sobre las fechas contempladas. No sin cierta ironía, la carta concluye respetuosa: «queremos asegurarle que nuestra intención es ayudar y trabajar con usted en todo lo que sea posible».
Firmaba: «Sinceramente, Sydney Green».
5
Parece que en muy pocos momentos de la historia se han tenido tantas oportunidades para escribir sobre el color, esa traducción que de los rayos de luz hace la retina. La Guerra Fría fue uno de ellos.
What’s that sound? What’s that light
Streaking down through the night?
What’s it mean? It’s a red cloud over Chavez Ravine.
—Ry Cooder
En 1952, cuando Chávez Ravine estaba completamente abandonado, y los constructores preparaban el terreno, aparecieron nuevas e inesperadas críticas. Si para Neutra las únicas preguntas válidas eran sobre la utilidad y la forma pero también sobre la composición o, mejor dicho, la unidad y el orden del conjunto arquitectónico; para personas como Frederick Dockweiler, de Ciudadanos Contra la Vivienda Socialista (CASH, por sus siglas en inglés) sólo había una pregunta válida posible: ¿el proyecto de Elysian Park era o no era un proyecto socialista? Uno de color rojo. No bermellón, sino rojo. Frank Wilkinson, funcionario del departamento de vivienda pública y líder del proyecto, se negó a responder una pregunta como ésa. «Es inadecuada», dijo.
En televisión nacional, el republicano Gordon H. Scherer, sentado atrás de un sobrio escritorio sobre el cual se leía su nombre, acusó a Wilkinson. Sherer no tenía ninguna duda: ése era un proyecto socialista y su silencio implicaba al funcionario público.
Wilkinson nació el 16 de agosto de 1914, en el estado de Michigan. En 1925, su familia se mudó a Los Ángeles, lugar donde se graduó de la Universidad de California (UCLA). Después de eso viajó a África y a Europa del este. En esos viajes, conoció la degradación y la pobreza. La intemperie. A su regreso, un sacerdote lo guió por los barrios pobres y marginados de la ciudad. La transformación de Wilkinson —del hijo de un médico militar, de clase media, a un agnóstico convencido de la inequidad y de la urgencia de reformas sociales— llamó la atención del FBI —el organismo federal que, durante los siguientes cuarenta años, se dedicó a seguirlo y registrar su pasos, un periodo en el que su expediente sumó ciento treinta y dos mil páginas.
Confiando en los números utilizados por Neutra y en la sinceridad de Wilkinson, algunos sindicatos locales pertenecientes a la Federación Americana del Trabajo y la Liga de Mujeres Votantes apoyaron el proyecto.
Para Wilkinson la palabra «no» —«no responderé ninguna pregunta que me implique»— adquirió el peso de una piedra.
Don’t call me red, don’t turn me down.
—Ry Cooder
Wilkinson dijo «no» en repetidas ocasiones. Le dijo «no» a Frederick Dockweiler, le dijo «no» a Gordon H. Scherer y a William Parker, jefe de la policía de Los Ángeles. No, no era un proyecto socialista; era un proyecto que, sin recurrir a maqueta, boceto o testimonio alguno, tenía como único objetivo —aseguraba el funcionario— modificar la apariencia y los usos del espacio. Revitalizar la zona. Se trataba de un proyecto bienintencionado: tres mil trescientas sesenta y cuatro familias, diecisiete mil personas, veinticuatro torres de doce pisos, ciento sesenta y tres de dos, de cinco, dos y una habitación.
Con la convicción del reformista, Neutra continuó dibujando y planeando la mejor ubicación para el conjunto arquitectónico. Entonces, Wilkinson fue despedido. El verdugo de muchos se convirtió en víctima.
El 26 de diciembre de 1953, el ayuntamiento de Los Ángeles, con siete votos a favor y uno en contra, decidió cancelar el proyecto de vivienda pública. Por lo menos ése, el más prominente de todos. Y si en ese año, 1953, la ciudad de Los Ángeles tomó una decisión muy americana —cancelar un proyecto de vivienda socialista— en 1957 tomó la decisión más americana posible: destinar una parte del terreno de Chávez Ravine a la academia de policía y, otra parte, al estadio de los Dodgers. El béisbol, «el deporte para caballeros», llegaría a Los Ángeles.
Mientras unos eran despedidos a punta de batazos, a otros se les daba la bienvenida con pancartas: Welcome, Dodgers.
And if you want to know where a local boy like me is coming from:
Third base, Dodger Stadium.
—Ry Cooder
6
En las fotografías de 1959 algo se trasmina. Quizá la humedad de las casas o el polvo que levantaron quienes eran expulsados.
La mañana del 9 de mayo de 1959, policías y funcionarios del gobierno de Los Ángeles llegaron a Chávez Ravine para desalojar a los últimos habitantes.
Entre las personas desalojadas se encontraba Aurora Vargas, la mujer que, de acuerdo a una pequeña fotografía en blanco y negro, fue cargada y expulsada por las escaleras. Cuatro policías, sosteniéndola de cada una de sus extremidades, la sacaron del sitio. Y como Aurora, hay muchas otras personas de las que desconozco sus nombres: una mujer completamente vestida de blanco, en cuyos pantalones hay flores bordadas; una adolescente vestida con una falda a cuadros, cabello ondulado y piel morena; una anciana con un bonito suéter negro y un bebé en sus brazos; otra mujer con un niño, vestida con una blusa de manga corta, pantalón de mezclilla y zapatos bajos. A todas esas personas les arrebataron sus hogares.
Cuando escribo la palabra hogar, la escribo pensando en John Berger. En «Eso que no se pregunta», el viejo escritor inglés asegura que un hogar es hogar, y no residencia, por su capacidad para construir vínculos, no muros: la capacidad evocativa de ambos espacios es distinta. Un hogar es tal porque nos recuerda los cumpleaños que celebramos con nuestros abuelos o las sobremesas con nuestros padres. Pero eso es algo que jamás entienden los reformistas de ninguna época. Ellos ponderan la ganancia y la asepsia de las finas y delicadas líneas rectas. El piso firme. Los acabados de concreto. Las cocinas integrales. Etcétera. Por eso los reformistas no comprendieron a las personas que decidieron quedarse y defender las calles que eran las mismas calles de su juventud y de su infancia. En Chávez Ravine había hogares; en Elysian Park habría, si los hubiese habido, residencias.
Los hogares, continúa John Berger, son tan importantes como quienes viven en ellos: «tienen vidas propias que vivir y no esperan, como las residencias, la llegada de los otros».
Quizá por eso son tan impactantes las fotografías del 9 de mayo, porque en ellas no sólo hay personas violentadas, sino un montón de relatos sepultados entre tablas de lámina, de cartón y de madera. Esa mañana la policía derribó fiestas de cumpleaños, preparativos de bodas y nacimientos, partidos de futbol en la colina, conversaciones en la sobremesa y nombres propios. La ciudad de Los Ángeles destruyó todo. Para esas personas eso era todo. Después de eso, como dice Michel de Certeau, no quedó «nada señalado, o abierto por medio de un recuerdo o un cuento». Sólo lugares «donde uno ya no puede creer en nada». Lugares en donde ya no hay «nada firmado por el otro».
En total trescientas familias fueron expulsadas de esa carismática pero pobre comunidad cercana al centro de Los Ángeles: Chávez Ravine.
EPÍLOGO
Cuatro meses más tarde, el 27 de septiembre de 1959, comenzaron las obras para la construcción del estadio. Éste, con un costo de veintitrés millones de dólares, contaría con cincuenta y seis mil asientos. Es muy probable que en esa fecha ya se supiera que Frank Sinatra sería una de las personas que cantarían en la apertura.
El estadio fue inaugurado el 10 de abril de 1962 con un juego muy poco favorable para los Dodgers, quienes perdieron frente a los nuevamente Rojos de Cincinnati. No bermellones, sino rojos. El marcador final fue de seis carreras contra tres.