Tierra Adentro

Textos, encuentros, simposios y numerosas discusiones se han dedicado a lo largo de las últimas décadas al debate sobre el denominado «arte público». Se ha señalado su origen y se ha cuestionado su relevancia y alcances; sin embargo, este tema parece no agotarse. El concepto de arte público se ha transformado a través del tiempo y continúa renovándose en cada muestra y festival. Lo cierto es que aquello que entendemos como «público» varía según el contexto histórico y social. El término ya no alcanza para abarcar el gran abanico de prácticas y productos artísticos que se producen bajo esta categoría.

¿Qué significa que la obra de arte salga del museo y se sitúe en las calles? Ya sea que se trate de un objeto escultórico cuya fina­lidad es la contemplación o si profundiza en lo social a partir de procesos de interacción e intercambio, lo que supone el arte pú­blico es un acercamiento a lo social, hacia aquello que escapa al muro blanco y estéril de un museo o al interior del estudio de un artista. A pesar de esto, es innegable que existe un abismo entre el primero como objeto artístico y el segundo como proceso. De este último existen diversos ejemplos; uno es el Colectivo TRES, encargado de analizar la basura en distintas zonas de la Ciudad de México, buscando concentraciones de población en la urbe y rastreando hábitos que dejan huella en el espacio público.

En 2008, Lorena Wolffer instaló en distintos sitios de la Ciudad de México un módulo donde las mujeres que transitaban por la calle podían llenar una encuesta e identificarse con un botón si alguna vez habían sido víctimas de violencia de género: rojo si la respuesta era positiva y verde si era negativa. Al portar el botón en un lugar visible, Wolffer buscaba concientizar y volver público un tema que comúnmente es confinado a lo privado. Hay mucha distancia entre este tipo de prácticas y la producción de escul­turas en los lugares públicos, como el controvertido «Guerrero Chimalli» del escultor Sebastián, ubicado en el centro de Chimal­huacán, una de las zonas marginales del Estado de México. El costo de la escultura ascendió a los treinta y cinco millones de pesos, gasto asumido por el gobierno municipal. En su inaugura­ción, Aquiles Córdova Morán, líder del Movimiento Antorchista, señaló la importancia de esta obra «pública» y exhortó a los chi­malhuaquenses a disfrutar de la escultura porque «es suya»,[1] alu­diendo a la falacia según la cual el espacio público «es de todos».

Es clara la distancia que existe entre una práctica y otra. A pe­sar de esto, ubican a ambas dentro del arte público. Valdría la pena preguntarnos ¿qué es lo que hoy se entiende por público? ¿Es éste un concepto estable? ¿Es válido reproducirlo?

En fechas recientes dos exposiciones han puesto, una vez más, el tema a discusión e invitan a analizarlo. Por un lado, El derrumbe de la estatua: hacia una crítica del arte público (1952-2014), curada por José Luis Barrios y Alesha Mercado, que actualmente se exhi­be en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC). La exposición está muy bien lograda y consigue, a través de réplicas de las esculturas originales y testimonios fotográficos y en video, hacer una revisión de lo que se ha entendido como arte público en México, desde sus orígenes con el muralismo de Diego Rivera en los años cincuenta, hasta las intervenciones de Teresa Margo­lles o Francis Alÿs en espacios públicos. La exposición atraviesa diversos momentos de la historia de México y exhibe bocetos de murales de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, maquetas de esculturas de Mathias Goeritz y registros fotográficos de eventos recientes como el ahora extinto Festival inSITE, llevado a cabo en la frontera entre México y Estados Unidos, pasando por el pro­yecto de la Ciudad Universitaria como ejemplo de la llamada «in­tegración plástica».

En la muestra observamos que la concepción escultórica y nacionalista predominante en los años cincuenta y sesenta evo­luciona hasta abrir paso a nuevas formas de entender lo públi­co, que tiene que ver con la apropiación del espacio en aras del reclamo político y social. Tal es el caso de la serie de acciones artísticas que fueron detonadas en la década de los setenta a partir de la matanza de estudiantes en Tlatelolco en 1968. Desde entonces, el arte contemporáneo dio un giro importante e ini­ció la era del «arte público», más cercano a lo social que a lo escultórico, cerca del activismo político y no sólo a lo estético. Por último, la exposición resalta aquellos proyectos que bus­caron llevar el arte a las calles, a la esfera de lo público por excelencia.

Como se ha señalado, el arte público adquiere diversas formas; sin embargo, su aspecto más interesante es su carácter como sín­toma de la sociedad de la que se desprende, es decir, porque pone en manifiesto algo específico de ella. Llevar el arte a la calle resul­ta una transgresión al orden público, ya sea a favor o en contra de un discurso hegemónico. Como señala Michel De Certeau, el espacio público —o la ciudad, en su caso— no es un lugar neutro. Implica un espacio de construcción de subjetividades y de luchas de poder. En este sentido, el arte público jamás es neutral, pues ningún espacio, aun cuando se trate de la calle, se halla exento de transmitir valores o un orden del mundo, o bien, de reflejar aspectos sociales que le otorgan relevancia o valor.

Tomando esto en cuenta, y después de resaltar el énfasis so­cial y activista que tuvo el arte público a finales del siglo XX, vale la pena mirar un ejemplo de lo que, hasta hace unos meses, era entendido como tal. Resulta imposible ignorar el éxito que tuvo recientemente el Visual Art Week Mexico 2015, que se llevó a cabo del 3 al 8 de febrero en diversos espacios públicos de la Ciudad de México: la exhibición tenía como objetivo mostrar proyectos de arte y tecnología internacionales. Se eligieron sitios como la explanada del Palacio de Bellas Artes, la Alameda Central, Glorieta de la Palma en el Paseo de la Reforma, el Hemiciclo a Juá­rez y la fachada del Templo de San Francisco. Estos espacios son simbólicos o representativos del Distrito Federal, ya sea para el arte, la economía, la cultura o como sitios de encuentro, es decir, espacios que, pese a ser públicos, no son neutros, ya que represen­tan un poder y un orden. Las piezas hacían uso de la tecnología y la luz como elementos principales, ponían énfasis en su espec­tacularidad y, en su mayoría, en la interactividad de las mismas. Está de más señalar el éxito que tuvo su periodo de exhibición, al mismo tiempo que se llevaron a cabo talleres y conferencias en torno a cada una de las obras, al arte y la tecnología. No es la pri­mera vez que la Ciudad de México ve este tipo de proyectos en sus calles. Quizá el ejemplo más representativo de arte y tecnología en los últimos años fue la instalación realizada por Rafael Lozano Hemmer en el Zócalo en 1999, titulada «Elevación Vectorial». Es­tos son algunos ejemplos de arte público por excelencia en el siglo XXI, en el cual la interactividad, el arte y la tecnología se unen en un espectáculo de luz y sonido. Sin embargo, más allá de lo lúdico, cabe preguntarse: ¿de qué son síntoma estas muestras?

Este afán por la espectacularidad, la luz, la tecnología y la inte­ractividad son el síntoma de una sociedad del espectáculo, exacer­bada en el sentido que Debord anticipaba ya a finales de la década de los sesenta. Exposiciones como Visual Art Week Mexico 2015 muestran lo más vanguardista en el ámbito del arte y la tecnología e instalan piezas lúdicas y espectaculares, cuyo sentido se agota en la interacción momentánea del transeúnte. Si durante las décadas de los sesenta y setenta lo que había era un reclamo social y polí­tico a través de la apropiación del espacio público, hoy día parece ser que poco a poco estas prácticas van mudando de escenarios y el arte se confina al espacio del entretenimiento. Pareciera que las primeras toman la etiqueta de arte únicamente como una licen­cia para utilizar un espacio de acción previamente legitimado; sin embargo, sus prácticas se distancian cada vez más de aquello que en general se asocia con lo «artístico» y que observamos en cada muestra de arte público que parece aportar más a lo decorativo que a la apropiación del espacio social. Quizá es precisamente en esta polarización de prácticas donde encontramos el síntoma que el «arte público» contemporáneo deja en evidencia: la contradic­ción entre la búsqueda por reapropiarse de espacios públicos para un reclamo social y la necesidad de una válvula de escape de luz y sonido que calme el escenario de la desgracia política y social contemporánea.

[1] Sonia Sierra, «El polémico guerrero de los $35 millones», El Universal, <http:// www.eluniversal.com.mx/cultura/2014/el-polemico-guerrero-de-los-35-millo¬nes-1063506.html>. Fecha de consulta: 20 de febrero de 2015.