Cd. de México, lo que sea que eso signifique
Leo Canciones Mexicanas de Gonçalo M. Tavares, un texto escrito a partir de la estancia de este escritor portugués en la Ciudad de México, el lugar monstruo desde donde yo también escribo y observo, pero del que no logro una disección tan pulcra.
A través de su microscópica prosa, uno ve distinto este lugar. Un sitio donde la catedral se está hundiendo y Tavares se pregunta: ¿hacia qué lado se hunde? “Hacia la derecha” le responde su guía. Todo es metáfora para el portugués y yo quisiera ver también esas metáforas porque sé que ahí está la clave, aunque no sé de qué.
Al tratar de mostrarle la chilanguería, una suerte de mexicanidad centralizada, sus acompañantes le hablan del respeto −la sumisión, la obediencia, la admiración diría yo− que se le tiene al mezcal. No hay ciudad sin él, como no hay ya ciudad sin el torito y el tipo al que lo delata su perico en las noticias de la tarde. Cuidado con el mezcal, una gota y hueles, una gota y caes.
Al mismo tiempo le advierten, por cierto, que se cuide de los tremendos hoyos que conforman nuestro suelo. Otra forma de caer, dicen. “Hay agujeros por todos lados, te caes y desapareces, pero nadie te ve; desapareces y vas a dar a la alcantarilla, te cortan el cuello, mandan venir los ratones mexicanos, que son gorditos pero que también tienen mucha hambre, tienen las dos cosas, son gordos y están hambrientos…” El primer dolor es que nosotros estamos gorditos y con tanta hambre. Tanta que hemos hechos de la comida nuestra patria. Tal parece que no queda más. Cuando me piden referencias turísticas −si me las hubiera pedido a mí Tavares, por ejemplo− indicaría dos lugares: tienes que visitar sus tacos y sus piedras. La comida aquí es un lugar, le digo a mi imaginario escritor portugués, quizás el único sitio donde, de vez en cuando, nos encontramos sin ignorarnos o rompernos el hocico los que tenemos pasaporte mexicano. No conozco un solo chilango que aguante mucho tiempo en el extranjero sin lamentar la pérdida de su territorio culinario. No conozco alguien que no baje del avión pensando en unos tacos al pastor. La mayoría de los expatriados extrañan más las tortillas, los limones y el cerdo axiotado (o cualquier otra carne taquera) que a su propia madre. La mayoría se duele de los bobos sucedáneos: la tortilla en bolsita, el maldito chile que no pica, el limón que no hace sus milagros.
Más allá de buscarme como chilanga en el libro de Tavares, hay revelaciones con las que me duele este lugar: la escenificación de una pelea, como de gallos, pero con niñas de siete años (quizás una alegoría de la prostitución infantil) donde el presentador en tono de payaso de circo (o así lo imagino yo) grita: “…esto no es un espectáculo para quien no conoce México, es un espectáculo para quien conoce la maldad. ¿Tú conoces la maldad? Si es así, puedes entrar.”
El segundo dolor es la escena de Tavares cuando alguien le explica lo que ocurre el día de la Independencia en el Zócalo (que él confunde con el día de la Revolución): Alguien grita ¡Viva México! y el portugués se pregunta qué sería del país si desde el balcón de Palacio Nacional, el presidente se atreviera a gritar ¡Viva la ciencia! ¿Qué pediría yo que gritara el presidente −si me importara lo que dice ese señor− en lugar de ese espantoso ¡Viva México!? Quizás algo que no me alejara tanto del poder de lo pequeño. México, quién sabe qué será eso.