Carne de los dioses
insolada o tener el sol adentro
Atravesamos el cementerio para llegar a casa de John, mi piel ardiendo bajo la licra y la licra humedad y sudor, mi visera inútil coronándome una tonsura de rayos ultravioleta mientras tragaba un pedazo de hongo psilocibe de la bolsa ziploc que rotaba. La nostalgia premeditada de los que se iban del pueblo porque se casaban, porque se iban a cortar marihuana a california, porque ya estuvo bueno, y un largo etcétera tocándome la sien, el pueblo tocándome la sien, insolada o con el sol adentro, el calor envasando mis ojos al vacío del verano, y el letargo de haber tomado cerveza recalentada por la temperatura más allá de la sombra durante el partido de fin de curso.
Cuando llegamos, Abby sacó unas bocinas y algo que no sabría nombrar ni ahora ni entonces comenzó a sonar en medio de la luna irregular que formábamos sobre el pasto. Puse un nuevo fragmento en mi boca y mientras lo balanceaba, cautelosa en mi lengua, vi a John y a todos los demás masticar con parsimonia, pero con convicción, como si uvas de año nuevo; encima el verano, masticándonos, y nosotros esperando sentir algo, masticando los hongos, masticando el verano y su nostalgia de los dioses. En eso, Hannah dijo que necesitaba un abrazo y olvidé si lo que acababa de pasarme por la garganta sabía o no a algo.
la que sabe, sabe
Pero yo no sabía. Esto se trata, me digo, cuando acepto escribir sobre María Sabina y su canto chamánico “Soy la mujer remolino,”— un canto al que me aproximo a través de las traducciones del mazateco al español— del lenguaje, no de los hongos, pero no anticipo que el lenguaje de Sabina condense lo que en su momento, y en retrospectiva, considero una peculiaridad del psilocibe: su afección por el lenguaje, la disrupción lingüística, una salida de emergencia de la estructura que habitamos diariamente, de las expresiones mercantiles que usamos para no deshacernos en interjecciones, balbuceos guturales, una eyección al lenguaje ubicuo, su avistamiento como un exoesqueleto que sostiene hasta las ramas más inmensas.
La palabra chamán significa persona que sabe, y el canto “Soy la mujer remolino” da cuenta de una sabiduría tanto singular como adquirida. Con ecos del andamiaje poético de la letanía, el canto de Sabina posee una dicción que escapa de la tradición en tanto que afirma lo que, en ámbitos académicos, nos han coercionado a llamar “yo” lírico:
Soy mujer que está parada en la arena
porque la sabiduría viene desde el lugar donde nace la arena
Soy la mujer que escribe.
Curiosamente, ese fragmento del canto de Sabina condensa el jeroglífico designado para la palabra escribir o escritura en Egipto: la figura del cangrejo, ya que su rastro sobre la arena era, y es, una forma de escritura. La voz lírica de Sabina es el viento, ese pilar retórico que le otorga una pluralidad cardinal y metafórica a la primera persona del singular. A través de imágenes y palabras que se reiteran, como si en una villanela, el canto de Sabina concatena un ritmo que toma las riendas de la experiencia temporal y, dentro del marco de ritual, los sintagmas cobran el efecto que todos quisiéramos las palabras tuvieran sobre nosotros: que nos curaran de sí mismas.
Que las palabras hieran es, tal vez, parte de nuestra composición. En mandarín, la palabra “yo”, wǒ 我 , encierra en sus trazos su propia caída. El carácter se compone de 手 a la izquierda, que significa mano, y 戈 a la derecha, una herramienta parecida a una daga. Una mano que empuña. El yo, se sugiere, necesita defenderse, presuponiendo un asalto bidireccional: del mundo allá afuera, y de sí mismo. El yo está armado: como si la escritura del caracter, o palabra, siguiera el corte, o la cicatriz, escrita, el yo entonces algo tallado, cóncavo, su enunciado autoinfligido.
La virtud de la mujer remolino es el desarme de las expectativas rítmicas y metafóricas que las letanías anticipan. Su canto invierte la perspectiva de la voz: de la primera persona del plural a primera persona singular: la deidad femenina toma la palabra y canta: “Soy mujer águila/ Soy mujer tlacuache/ Soy mujer que truena/”. La voluntad reiterativa de los versos— “Soy mujer que mira hacia adentro/ Soy mujer luz de día”— también enuncia su origen lírico: la misma palabra “mujer” es eje y núcleo de sus versos: y mientras enuncia, abre trechos: su verticalidad de lista como hábito poético arremedando la iteración incesante e incisiva del viento cuando se arremolina.
La repetición en el canto de Sabina también es una forma de ritual. Su propósito, pareciera, es dilatar las posibilidades de lo que se puede ser, aunque sea en el dominio inasible de las palabras y su brevedad. El canto también registra una dimensión lírica en la que la “economía” del lenguaje obedece a la simplificación de un lenguaje que nos precede:
Porque hay lenguaje
porque hay saliva
porque el lenguaje es medicina
El canto es un mapa que expira mientras sucede. Como comienza Robert Hass su poema “Meditation at Lagunitas”, “All the new thinking is about loss”, todo nuevo pensamiento trata de la pérdida: las palabras del canto una elegía para su volatilidad.
En su libro In the Valley of Novelty (1998), Terrence McKenna observa cómo el hongo psilocibe tiene una incidencia peculiar en el lenguaje. En dosis “heróicas”, McKenna describe la invocación de una voz, el Logos, la cual, para el etnobotánico, se trata de una voz que se puede interpelar, cuestionar. En 1957, el banquero R. Gordon Wasson escribió el artículo, “Seeking the Magic Mushroom” (Buscando al hongo mágico) publicado en la revista Life, convirtiendo a Sabina en un hito para la peregrinación de celebridades norteamericanas interesadas en las visiones narradas por Wasson. Cuatro siglos antes, Fray Bernardino de Sahagún, misionero franciscano, menciona hongos utilizados en ceremonias especiales por los náhuatl, quienes apelaban al hongo con la palabra teononácatl, o “cuerpo de Dios”. Los españoles consiguieron que el hábito de consumir hongos se perdiera en muchos lugares excepto en lugares montañosos y remotos. No obstante, el ritual se preservó, como si en ámbar, en algunos lugares.
documental inacabado, 1972
“María Sabina vivía en una casa y las tortillas si eran gruesas se llamaban niochi, y si eran delgadas se llamaban miochi. Sabina vivía con sus hijas, y su nieto Gregorio, doce años y a las ocho de la mañana tomaba cañita, un alcohol ubicuo y barato. Vivía en Huautla de Jiménez, un pueblo controlado por el ejército en donde el presidente municipal no valía nada, y para llegar había que tomar un camino de terracería que desembocaba en el pueblo, los niños de la escuela fumaban como nosotros, y la ceremonia de los hongos se había convertido en un negocio oficiado por cualquiera en el pueblo, pero con hongos falsos, porque su temporada era la lluvia, y entonces no llovía, los seis soldados que el teniente tenía portaban la swastika nazi sin saber lo que significaba, y cuando Audirac se acercó a preguntarles si sabían lo que eso significaba, el teniente nos sacó la pistola, y mejor nos fuimos”.
post-it sobre mi refrigerador
“¿Es nuestra vulnerabilidad ante el lenguaje una consecuencia de estar constituidos dentro de sus términos?”
Judith Butler
algo apostasía
El calor había cedido un poco, y yo disfrutaba de su nombre en inglés, shrooms, porque la doble “o” imita la moción expansiva del reino— la palabra implosiona. John decía que estaba triste, mientras Hannah notaba lo verde del pasto, pero soy así, decía John; yo había caído en el confort del silencio, como si una forma de vida en el concreto de la acera, recorriendo los ojos sobre sus rostros igual de tentativos, premeditados a la luz inversa al canto urgente de las cicadas. El menguar del calor trajo melancolía, y cuando el frío se volvió una afrenta, migramos al interior de la casa, un atelier aletargado instalado en el living. Me quedé fumando con Abby bajo el alero, el atardecer lacerado. Abby se casaba el mes entrante. Había algo que procurábamos, ahí, todos esa tarde y para siempre memoria íntima. Eso fue antes de que el yo se me cayera a pedazos, la voz de ella un timbre alentador cuando prefirió cuidarnos, darnos cigarros, y más tarde preparar té verde con arroz tostado. El tiempo no pasaba.
Tino se levantó del sillón y dijo vámonos a casa de Sallie, pero yo lo que quería era irme hacía adentro, hacerme involuta, disgregarme en remolino, volverme crisálida en reversa y, mientras, inmóvil en un sillón amarillo, hablaba con Abby, hablábamos fresco, mi yo comenzó a resquebrajarse, aunado de un hipo terrible que en su momento juré era un mal de por vida. Salimos de casa de John, y Willow, su gata crepuscular echó a correr por la acera, y mientras John corría hacia ella, apresuré el paso y me perdí en la siguiente intersección, una calle desierta y oscura en la que solo las luciérnagas iluminaban expectantes y el lodo se había decantado a la acera; el pueblo perdía definición, incrustado como si musgo en un deshacerse de pino madera, el lenguaje también difuminado y desdefinido en algo igual de minúsculo y titánico y ubicuo y las cosas ya no eran cosas, eran ululaciones inventadas, oblicuas, palabras tépidas de suave gravedad que invitaban a imantarme a ese césped sospechosamente uniforme; mi paso titubeante y las chicharras con sus cantos de limbo recordándome volver a casa porque estaba a solas, titilante con el lenguaje, y encima el verano y su nostalgia de los dioses. Sin darme cuenta llegué al departamento. A veces se me olvida cómo funcionan los ojos, le marqué a mi hermana y comencé a llorar porque las palabras me herían sin querer, porque compartíamos un lenguaje, el lenguaje de minúsculas astillas, voces que se persiguen, y la simple aleatoriedad de hablar con alguien parecía una singularidad enmudecedora. Eso era lo que, tirada horas antes sobre el pasto en casa de John, le añadía algo mundano y sobrecogedor a la tarde, el lenguaje en todas sus modalidades, un pharmakon que hería y curaba simultáneamente, un avistamiento por entre las rendijas, palabras que tachaban el cielo como si radicales chinos por el virar de las avionetas, y todo lo que yo podía decir era una aproximación, un decir algo porque la voz existía.
para John,