Borgman y Birdman o el inesperado vicio de la complejidad
Borgman (van Warmerdam, 2013) y Birdman (Iñárritu, 2014) son las caras de una moneda. Ambas son buenas historias. Una se decanta por la fatalidad del destino y la destrucción de la familia por parte de un extrañísimo clan de vagabundos; la otra, cuenta la vida de un actor venido a menos que quiere recuperar el mundo que rellene, otra vez, su ego.
La diferencia más radical está en la estructura.
En Borgman, no hay posibilidad de dudar que todo lo que sale en pantalla efectivamente sucede en ella. El registro no es onírico, por más que los eventos y los personajes estén alejados de lo que se conoce en la vida diaria. Hay un vagabundo, casi metafísico, que no hace ruido cuando camina, y que es líder de otros dos vagabundos y un par de mujeres que asesinan según sus intereses (nunca dichos en la película). La película es fantástica y, por lo tanto, necesita que el pacto con el espectador sea total (sería necio criticar Borgman aduciendo que no existen personas así).
La ecuación: entre más fantástica una película menos niveles de realidad se proponen dentro de ella.
Es entendible que al proponer un mundo o personajes que se parecen muy poco a los que se conocen en el día a día, sea complicado para el espectador identificarlos o saber hacia dónde van si se maneja la atmósfera en distintos niveles de presentación. Es decir, si se introducen sueños, alucinaciones, éxtasis o predicciones del futuro, será difícil distinguir qué pasa en la interioridad de los personajes y qué es compartido.
Es intencional que Borgman —que opta por el minimalismo— esté filmada según convenciones realistas y conservadoras: no hay grandes vericuetos técnicos, no hay escenas de sueños (bueno, un par, pero muy cortas y bien identificadas) o despliegue de “imágenes metafóricas” (es decir, secuencias que, más que abonar a la continuación de la historia, son un adorno o un eco de otros elementos), la edición y la narrativa es económica (sólo planos necesarios para la trama, sin historias divergentes), y el espacio de los hechos es delimitado (principalmente la casa y pocas partes de ella).
Birdman cuenta una historia de lo más común: un actor quiere regresar a sus glorias pasadas y quema las naves en el último intento de regresar al reflector. Tan es una “historia de la vida real” que el protagonista, Riggan, interpretado por Michael Keaton, es una versión de Michael Keaton: el actor que en los noventas era rey de Hollywood gracias a la interpretación de un superhéroe. El éxito lo encasilla en un papel del que no puede deshacerse y cae en el olvido.
Birdman es una película compleja y llena de detalles: muestra cómo el protagonista puede mover objetos con la mente y vuela; está hecha en una sola secuencia (aunque no un plano secuencia en sentido estricto, gracias al trucaje digital); hay personajes secundarios muy importantes, diversas líneas de la trama, el diseño sonoro es abigarrado, las actuaciones (sobre todo la de Keaton) sobresalen, etcétera.
A veces se deja al aire la pregunta de si en realidad la cosas suceden tal y como se muestran (si Riggan destruyó con telepatía su cuarto); en otras, la “fantasía” es desmontada por los personajes (el vuelo hasta el estudio, que se revela como un común y corriente viaje en taxi); en otras, se afirma equivalencia entre fantasía y realidad (la escena final de Sam, hija de Riggan, que ve volar a su padre).
Este barroquismo visual es multinivel: toda la película es una sola toma a pesar de los saltos temporales; la música se mezcla con el universo de la película (un baterista toca, al mismo tiempo, el soundtrack de la película en la calle, mientras Riggan y Shiner lo ven); hay historias divergentes que no cierran (la del hijo nonato de Riggan, la relación entre Shiner y Lesley, el romance entre Shiner y la hija de Riggan, la reconciliación entre Riggan y su esposa).
Esos malabares narrativos son posibles porque la historia ya se conoce, es decir, se entiende bastante bien porque responde a lo que podría pasar cualquier día de la semana.
Es la otra cara de la moneda: la historia del mundo real, con una presentación y formato complicados (Birdman), versus la historia rara, con formato económico y simple (Borgman). No es una regla que las historias fantásticas pueden ser contadas en un esquema complejo e historias cercanas al mundo real pueden ser contadas de manera simple.
El caso es que la simpleza es la clave del éxito de Borgman y el barroco la perdición de Birdman.
Las películas corren paralelas: cuando empieza Borgman, es confusa y, al final (sin resolver las preguntas de quiénes son los personajes, de dónde vienen y a dónde van), se aclara: la historia cuenta con efectividad. Birdman es luminosa al empezar y, en el último tercio (a pesar de que el conflicto principal y la epifanía del protagonista sí suceden), su complicada estructura la manda al traste.
En la de Iñárritu, los últimos sucesos pasan, pero son edulcoraciones, falsos en cierto sentido. Shiner y Sam se enamoran de la nada —dos secuencias en la azotea no dan suficiente material para su relación—; Riggan se suicida en el escenario, pero no, sólo se vuela la nariz; Riggan y su pareja, Laura, van a tener un bebé y, al final, nada de niño, sólo así, sin mediar más que un posible error por parte del médico que anunció el embarazo, esa derivación de la trama se cancela.
La tercera parte de Birdman es una serie de tensiones falsas, construidas sólo hasta cierto punto, que van a parar a ningún lado y su solución sólo se enuncia (sin trabajarse). La mejor muestra es la secuencia final: el espectador se tensa durante el camino en pendiente que lleva al suicidio a Riggan… y no se suicida. Al final, el actor tiene el reconocimiento que estaba buscando: ser de nuevo una luminaria de la farándula. Se reconcilia con su hija, con su exesposa; con la vida. La contraparte de “lo real” de Riggan, Shiner —un actor hecho y derecho, que lleva hasta sus últimas consecuencias el personificar—, no tiene mayor relevancia, aunque desde el principio se los había propuesto como antagonistas complementarios.
La cotidianidad de la historia de Birdman exige que sus elementos estén cuidados obsesivamente. Sí, se sabe que las coordenadas de reacción de los personajes de la película de Iñárritu podrían ser las del vecino, pero es necesario (más que en el universo extraño de Borgman) que los personajes y sus cambios, sus aprendizajes y sus conflictos, sean construidos con estricto escalpelo. De no ser así, una “historia de la vida real” palidece. Si ya se vive en el mundo, ¿por qué interesaría una narración de éste? Por los niveles, por la “profundidad humana”, por un descenso a la consciencia de otro ser humano y descubrir la forma y marcos desde los que decide. Verse a uno mismo en otro, de manera que en el mundo real nunca podría. Ésta es el arma de la “ficción realista”.
Birdman amenazaba con ser una historia inolvidable, pero al edulcorar, al hacer que las cosas sucedan y a la vez no, pierde fuerza. Y si un buen final puede salvar una mala historia, un mal final borra las bondades del desarrollo.