Tierra Adentro
Imagen del especial El joven Paz, Tierra Adentro.

En un país y un tiempo que a muchos les parecen, hoy, sencillamente prehistóricos, José Joaquín Blanco señaló en Crónica de la poesía mexicana (libro de prosa rápida, siempre perentoria, no siempre atinada, cuya primera edición apareció en 1977) que José Emilio Pacheco había recorrido un camino comparable al que Pacheco mismo, en La poesía mexicana del siglo XIX, había observado en Amado Nervo. Según este curioso paralelo, Nervo se habría deslizado, en los últimos diez o quince años de su vida, desde un fastuoso perfeccionismo hasta una modesta especie de poesía confesional, poco ambiciosa en el plano técnico, tendiente a la sentencia y la máxima, empeñada en mostrarse no tanto bella como sabia, mientras que Pacheco, a partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), habría renunciado al cultismo de sus primeros dos libros para entregarse a un lenguaje sencillo, epigramático de cuando en cuando, y —cuestión más interesante aún— para describir los horrores de la historia, la maldad recurrente de la especie humana y los desastres ecológicos del mundo contemporáneo desde la culpa y el remordimiento. Como ya sucedía en la obra de Nervo, en la de Pacheco el esfuerzo por expresar la verdad terminaba eclipsando el esfuerzo por descubrir o elaborar la belleza.

Blanco no juzgó necesario añadir que la tensión entre belleza y verdad era más antigua que Nervo y Pacheco juntos, al punto de haber originado importantes rupturas estéticas en la historia del arte. Nervo, por su parte, no debió ir demasiado lejos: aprendió ese menosprecio por la técnica literaria en el “Arte poética” de Paul Verlaine, mentor simultáneo de preciosistas y enemigos del preciosismo, según se lea. En ese poema, Verlaine llamaba nada menos que a rebelarse contra la elocuencia y “torcerle el cuello”, se ponía en guardia contra la seducción de la rima, enaltecía la música por sobre todas las cosas, descartaba el color para quedarse con el matiz y propugnaba un estilo inmaterial, etéreo y libre, dictaminando que “todo lo demás” era, malamente, “literatura”.

Ahora bien, ¿es posible rendirse ante la poesía y menospreciar, al mismo tiempo, la literatura? En otras palabras, ¿puede atribuirse a la palabra “poesía” un contenido trascendente o sublime, ajeno a impurezas y maniobras técnicas, caricaturizando al mismo tiempo la retórica, desdeñando la preceptiva y arrumbando en la noción de “literatura” los excesos del verbo y la palabrería innecesaria? ¿Sólo es “poesía” lo que se juzga buena poesía y apenas “literatura” la poesía que parece mala?

Responder afirmativa o negativamente a las preguntas del párrafo anterior es tanto como tomar partido por la verdad o por la belleza. Esta última, en realidad, es menos la belleza en general que la belleza de artificio en particular, y la supuesta verdad tan sólo es otro nombre de la belleza natural. En última instancia, la querella entre verdad y belleza esconde un conflicto entre dos formas de belleza: la espontánea, resultado de un hallazgo, y la creada, resultado de un trabajo.

Por eso, en el enfrentamiento que opone a la belleza con la verdad, algunos autores clásicos interpusieron un tercer elemento: la bondad. Que lo escrito sea verdadero y bello, en el mejor de los casos, depende básicamente de una cosa: que su autor sea bueno, en el sentido de bondadoso. De ahí que Catón el Viejo haya caracterizado al orador ideal como un “buen hombre que sabe hablar” (vir bonus peritus dicendi), definición que luego avalarían Cicerón y Quintiliano.

“No quiero nada para mí. / Sólo anhelo / lo posible imposible: / un mundo sin víctimas…” Tanto los aciertos como las imperfecciones de la poesía de Pacheco llevan la firma del vir bonus. Al introducir esa figura en la poesía mexicana de finales del siglo xx, desgarrada entre vanguardia y clasicismo, entre be- lleza natural y belleza de artificio, Pacheco aportó un elemento que desestabilizó aquel precario equilibrio de fuerzas y, al desestabilizarlo, terminó transformándolo y enriqueciéndolo.

 


Autores
La redacción de Tierra Adentro trabaja para estimular, apoyar y difundir la obra de los escritores y artistas jóvenes de México.
(Guadalajara, Jalisco, 1971) es poeta, ensayista y traductor. Autor de varios libros. Ha recibido los premios Nacional de Poesía Efraín Huerta, Nacional de Poesía Aguascalientes, Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos.