
¿Qué o quién me guiaba? No buscaba a nadie, buscaba todo y a todos: vegetación de cúpulas azules y campanarios blancos, muros color de sangre seca, arquitecturas: festín de formas, danza petrificada bajo las nubes que se hacen y se deshacen y no acaban de hacerse, siempre en tránsito hacia su forma venidera, piedras ocres tatuadas por un astro colérico, piedras lavadas por el agua de la luna; los parques y las plazuelas, las graves poblaciones de álamos cantantes y lacónicos olmos, niños y gorriones y cenzontles, los corros de ancianos, ahuehuetes cuchicheantes, y los otros, apeñuscados en los bancos, costales de huesos, tiritando bajo el gran sol del altiplano, patena incandescente; calles que no se acaban nunca, calles caminadas como se lee un libro o se recorre un cuerpo; patios mínimos, con madreselvas y geranios generosos colgando de los barandales, ropa tendida, fantasma inocuo que el viento echa a volar entre las verdes interjecciones del loro de ojo sulfúreo y, de pronto, un delgado chorro de luz: el canto del canario; los figones celeste y las cantinas solferino, el olor del aserrín sobre el piso de ladrillo, el mostrador espejeante, equívoco altar en donde los genios de insidiosos poderes duermen encerrados en botellas multicolores; la carpa, el ventrílocuo y sus muñecos procaces, la bailarina anémica, la tiple jamona, el galán carrasposo; la feria y los puestos de fritangas donde hierofantas de ojos canela celebran, entre brasas y sahumerios, las nupcias de las substancias y la transfiguración de los olores y los sabores mientras destazan carnes, espolvorean sal y queso cándido sobre nopales verdeantes, asperjan lechugas donadoras del sueño sosegado, muelen maíz solar, bendicen manojos de chiles tornasoles; las frutas y los dulces, montones dorados de mandarinas y tejocotes, plátanos áureos, tunas sangrientas, ocres colinas de nueces y.