Tierra Adentro
Foto de UNC Sea Grant College Program

En la noche había soñado con insectos, con esos escarabajos pequeños y pálidos que salían en temporada de lluvias en la casa de Cuernavaca. Sentía uno caminándole por la cabeza y, cuando se llevaba la mano al pelo, ya no era uno solo sino cientos de ellos. Los sentía crujir entre sus dedos mientras trataba de arrancárselos. Despertó. Al poco tiempo sonó la alarma del reloj de pulsera, guardado en el cajón del escritorio de la habitación del fondo. Sonaba cada hora y estaba informando que eran las tres de la mañana. Se paró de la cama y, después de respirar como le habían aconsejado, inflando grande el estómago y tratando de relajar los músculos, abrió la puerta de la habitación y le quitó las baterías al reloj. Llevaba tres semanas queriendo hacerlo sin haberse decidido. No pudo volver a dormir.

Así que ahora tenía sueño y le dolían un poco las piernas. Todavía no llegaba nadie a la fuente del parque; pensó en irse y regresar a la cama, pero una parte fundamental del plan era hacer este tipo de cosas. La fecha estaba cercana y no quería sentir que había dejado alguna carta sin voltear sobre la mesa. Atravesó el parque y compró un café en el Oxxo de la esquina. Cruzó de nuevo y, cuando regresó, ya estaba una pareja de extranjeros sesentones esperando al resto del grupo. Se sentó ella también a esperar, mientras escuchaba cómo la pareja discutía, en inglés, sobre azulejos para el baño. Le pareció que esa conversación llevaba ocurriendo años y que cada uno ya tenía ensayada su parte. Sintió una coz en el pecho, dio un trago a su café y, para distraerse, sacó el folleto de la excursión. Eran unas treinta páginas con mapas y fotografías. La parte del recorrido que ella haría solo ocupaba dos páginas, un día de los quince que duraba el viaje entero. Tampoco era para tanto. Y tampoco tenía el dinero de esos extranjeros jubilados que huían, como bestias migratorias, de los inviernos oscurísimos de sus países para refugiarse en sunny latinamerica, beber margaritas, usar sombreros tejidos y conectarse con la naturaleza.

En esas dos páginas que le concernían había alguna información general sobre Lerma, las ciénagas y varias fotografías con aves de la región. Debajo de cada fotografía aparecía el nombre científico, un nombre en inglés y otro en español y una pequeña explicación sobre cada animal. También, en la orilla de las imágenes, había un recuadro para que los exploradores tacharan las especies que iban encontrando. Vio con detenimiento las fotografías: garzas, patos, águilas, búhos. Las descripciones eran escuetas pero buscaban entusiasmar. Le llamó la atención una en particular. Debajo de un pajarito de pecho amarillo y cabeza negra se leía:

Mascarita transvolcánica / Black-polled Yellowthroat (Geothlypis speciosa): esta pequeña ave endémica se alimenta de insectos y se le suele encontrar sola o en pareja. Se calcula que solo hay cinco mil ejemplares vivos por lo que es muy difícil de ver. Las ciénagas del Lerma es uno de los poquísimos lugares donde podrás avistarla. Si ves una, pide un deseo: es una rareza.

La verdad es que no había nada que le pareciera asombroso en esa ave. De hecho, parecía idéntico al de la siguiente fotografía, la mascarita común que, como su nombre indicaba, era extremadamente fácil de avistar. Aunque era una tontería asumir que un animal difícil de ver debe, en consecuencia, ser vistoso, era inevitable pensarlo. Ese mismo pensamiento, se le ocurrió, era el que estaba detrás de varios críptidos: asumir que lo desconocido debe ser completamente diferente a lo que hemos visto. En lugar de pensar en osos, parecidísimos a los que conocemos, pero con una pequeña variación de color en el pelaje, deseamos al sasquatch. La mascarita transvolcánica no era, para nada, un sasquatch.

Variedades de la especie Geothlypis. Foto de Wikipedia.

Variedades de la especie Geothlypis. Foto de Wikipedia.

Para las seis y media ya estaba el grupo completo. Se subieron a la combi que manejaba Humberto, el guía, y salieron camino a Lerma. Ella se sentó en el asiento del copiloto.

—¿Y de dónde conoces a Mónica?

—Somos amigas desde la preparatoria.

Y la verdad es que, si desde entonces se habían visto media decena de veces, era mucho. Pero se la había encontrado hacía dos semanas, en el lobby del hospital.

—¿Qué haces aquí?, qué gusto verte, pero en qué lugar nos fuimos a encontrar.

—Vine a recoger unos estudios para el seguro —mintió doblando la receta garabateada con nombres de ansiolíticos y antidepresivos— ¿Y tú?

—Visitando a mi sobrina. Apendicitis.

Mónica le había pedido que se tomara un café con ella, aunque fuera ahí, en la cafetería del hospital. Tenían cuánto sin verse, ándale, aunque sea un ratito. Le faltó ingenio y le sobró culpa para inventar un pretexto. Además, pensó, el tiempo seguía pasando y ahí estaba esa cruz que había puesto, hacía casi cuarenta días en el calendario. En algún lugar había leído —ya no recordaba dónde, tantos libros, tantas listas en internet, tantos folletos en salas de espera— que era importante proyectar fechas a futuro, como puntos de relevo para volver a evaluarlo todo y alegrarse por los avances.  Y, a decir verdad, no había avanzado mucho. Se sentó una hora y cuarto en la cafetería, el cuerpo pesando como plomo y la cabeza puesta en otro lado: en la habitación del fondo, en cómo el vacío que salía de ese cuarto iba succionando, poco a poco, toda la vida de su casa. Un cuarto paradójicamente tan lleno de objetos que apenas se atrevía a tocar —porque, aunque ahora eran suyos, seguían siendo ajenos. Mónica no parecía notarlo porque monopolizaba la conversación. Y aunque después no pudo —ni intentó— recordar mucho de lo que le contó, se le había quedado lo que había dicho sobre Humberto, su vecino, un biólogo que un día se hartó de dar clases y empezó a pasear gringos que querían hacer birdwatching.

En el camino, Humberto dio algunas indicaciones en inglés y, comparando los binoculares con las cañas de pescar y con cómo mientras mejor sea el equipo habrá mejor pesca, les recordó que tenía tres Nikon que podía rentarles por 20 dólares. Seguramente ganaba mejor haciendo esto que dando clases. Ella llevaba unos binoculares viejos que encontró entre las cosas de su padre. No eran buenos pero tampoco le interesaba pescar todos los peces del mar. No por 20 dólares.

Cuando llegaron a las ciénagas, el sol ya estaba bien acomodado y hacía frío. El grupo comenzó a caminar y a detenerse señalando aves. Cada que Humberto apuntaba a algún lugar, se hacía el silencio y todos se agazapaban como un montón de predadores seniles. Los binoculares subían a los ojos y, por un par de minutos, se concentraban en los detalles de los animales que veían. De pronto, alguien rompía el silencio aventurando un nombre que Humberto confirmaba o rectificaba. Y, aunque nunca antes había puesto mucha atención a las aves y probablemente dejaría de hacerlo después de este día, encontraba alguna belleza en el ritual de la observación.

Tras un puñado de avistamientos, el grupo se fue desgranando. Los observadores más experimentados se adelantaban o se detenían; un grupo de abuelas holandesas se sentó a comer galletas y la pareja de los azulejos tomaba fotografías del paisaje. Ella caminó siguiendo la orilla de un pantano lleno de garzas; de vez en cuando se detenía a verlas tras los binoculares. Tampoco era que la estuviera pasando mal. Las garzas eran aves muy bellas: se quedaban quietas y largas, como plantas creciendo en la búsqueda del sol.

El día estaba despejado y lo único que se escuchaba eran trinos y el viento. Ese silencio le gustaba, parecía salir de ella en lugar de intentar metérsele al cuerpo para sofocarla. Era distinto de aquel otro silencio que reptaba como una serpiente por las superficies de su casa.

Estaba ya bastante lejos de los demás, sola entre el agua y las hierbas que le llegaban hasta los muslos. Llevaba toda la mañana esforzándose, arrojándole a su cerebro una pelota de viento y sol para que la persiguiera y se cansara. Pero su cabeza volvió a la habitación del fondo. Se sentó entre la hierba y, por un momento, estuvo segura de que no iba a poder pararse nunca: sentía el pecho como una fruta muy madura que se revienta al caer del árbol. Le pareció clarísimo que esta tampoco era la carta ganadora.

De pronto: un gorjeo llamó su atención. Metida entre los pastizales buscó el sonido con los ojos. Ahí, entre los tules, distinguió un pájaro. El pecho amarillo, la cabeza negra. Tras los binoculares lo vio de cerca mientras la sorpresa le iba quitando la pesadez del cuerpo. El pájaro abría grande su pico de carnívoro, mientras seguía haciendo ese ruido como de un montón de cascabeles rodando colina abajo. Lo vio largo rato hasta que dio un par de brinquitos en la vara sobre la que estaba y se fue volando. Sacó el folleto. Releyó: “Si ves una, pide un deseo”. Vio la fotografía con detenimiento. No estaba segura, pero podía ser.

El grupo se volvió a reunir, como habían acordado, en el sitio del primer avistamiento. Humberto les preguntó por lo que vieron.

—Tal vez una mascarita transvolcánica.

—¿Tal vez? ¿No estás segura? Igual fue una común. ¿Tenía ceja?, ¿de qué color eran las patas?, ¿y el dorso? ¿Dónde la viste?

No. No estaba segura. Y no podía recordar con fidelidad el color de las patas ni las cejas ni nada. Ni siquiera en la fotografía podía notar la diferencia entre ese pájaro y el otro. Tal vez había sido una mascarita común. O tal vez no —“pide un deseo”—. Sacó una pluma y se puso a cruzar lo que recordaba haber visto. Cuando llegó a las imágenes de las mascaritas dejó, por el momento, ambos recuadros en blanco.

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