¡Basta de leer!
Los programas de fomento a la lectura han demostrado ser ineficaces y, en algunos casos, contraproducentes. En este ensayo Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) discurre sobre las complicaciones de la vida lectora, prácticamente inexistente en un tiempo lleno de distracciones y juicios carentes de valor.
Los discursos moralistas están en franco repliegue. La admonición, el sermoneo, la prédica aleccionadora, declinan bajo la flexibilidad de las costumbres y la ampliación de criterios tan propios de la sociedad contemporánea. Junto con la moralina retrocede, se diría que por necesidad, su aliada inseparable, su virtual hermana siamesa: la hipocresía total. Porque una regla frecuente, y de tan frecuente casi infaltable, ha sido que por detrás de los parloteos rígidos y estrictos se ocultan los procederes más abyectos y retorcidos. O al menos, en todo caso, esta simple verificación: que entre aquellos más proclives a sentenciar reglas sobre lo que debe hacerse, escasea el cumplimiento de esas mismas reglas que imparten.
Curiosamente es la lectura, un hábito tan restringido, un asunto en torno del cual los discursos del moralismo perduran. Se oye por todas partes, a cada momento, sobre lo bueno que es leer y lo preocupante que es que se lea tan poco. En la televisión, en las conversaciones de oficina, en las reuniones de padres en los colegios, en las mesas redondas de las ferias del libro aflora ese machacar: el lamento porque “los chicos no leen”, el consejo de que lean, las promesas fehacientes sobre los beneficios que la lectura por sí misma deparará a los jóvenes (la inteligencia, el conocimiento, el florecimiento de la imaginación, la erradicación de los errores de ortografía).
Aclaro que mi opinión personal es en general favorable a la lectura (aunque entrando en particularidades, podría llegar a vacilar). Desconfío, sin embargo, de los apostrofamientos al uso, de todo lo que se enuncie con tonalidades de púlpito (haciendo brillar virtudes y tronar escarmientos). Por eso acabo de citar así: “los chicos no leen, los chicos no leen”, apuntando a la manera en que los desvelos por este tema tienden a encuadrarlo como un problema de adolescentes, de hijos o de alumnos: un flagelo juvenil. No obstante, si se piensa que el problema es que “los chicos no leen”, no es sino para favorecer la impresión de que los adultos sí, que los padres y los profesores sí lo hacen.
Las reuniones de padres en los colegios son una ocasión privilegiada para el despliegue de esta clase de puesta en escena: acuden preocupados, pesarosos, mortificados, a compartir con el profesor o la profesora de literatura de sus hijos esa carencia moral que según parece los perturba y les quita sueño: que los chicos no leen. Los profesores en esos casos acostumbran a prescindir, por prudencia o por desinterés, de esta simple averiguación: si acaso estos padres, por lo demás tan acongojados, leen más de lo que leen sus hijos; o si leen, en tanto que ellos no; y si lo hacen, qué es lo que leen; o si serían capaces, llegado el caso, de mencionar al menos cinco escritores que no estén muertos, incluso si no los han leído, o cinco títulos de sus libros, aunque sea solamente de oídas (y esto sin querer ponerse a indagar, lo que sería también importante, qué tipo de lector es el docente: si es un lector en actividad, lector en presente, que apenas termine este desfile de padres volverá con gusto al libro que lleva en este mismo momento consigo; o si es en cambio un lector ya concluido en el pasado, dotado de las lecturas que adquirió durante su formación y aplicado, de ahí en más, a administrar y dispensar ese stock fijo y cada vez más remoto).
Rara vez se plantea esta cuestión, la del déficit de lecturas en la sociedad actual, sin enumerar cuáles son los enemigos a conjurar. A la lista estable de otrora, compuesta por la televisión, el flipper y el teléfono en el propio cuarto, se agregaron posteriormente la computadora, la PlayStation y el celular. Pero es raro que en este catálogo de los enemigos de la bibliofobia aparezca eso que es, a mi entender, el principal obstáculo, el opositor cabal cuando se trata de que “los chicos lean”: los padres.
Los padres dicen infatigablemente que quieren que sus hijos lean, cuando saben que tal cosa no va a suceder. Descuentan esa imposibilidad y entonces, al amparo de esta garantía subyacente, peroran. Pero si por ventura ese hijo se convirtiera en un verdadero lector, lector de pasión y constancia, de voracidad y esmero, sus padres no harían otra cosa que consternarse. Entonces sí se preocuparían de verdad. Y se abocarían sin duda, con la presteza del caso, a disuadir a su retoño, a boicotear el flamante hábito, a enderezar eso que les parecerá un desvío fatal hacia la soledad, el aislamiento y la rareza. “¡Basta de leer!”, exclamarán muy pronto, tratando de normalizar la conducta del hijo antes de tener que recurrir a un psicólogo. Ante el caso de un hijo lector (demasiado lector, digamos), son muchos los padres que menean, adustos, la cabeza, y reclaman la presencia de todo eso que en el fondo consideran que es la verdadera vida: las salidas, los amigos, el deporte, el aire libre, la diversión.
Hace mucho tiempo, cuando contaba entre mis trabajos el de profesor de literatura en colegios secundarios, propuse el siguiente ejercicio a mis estudiantes de cuarto año: que el sábado por la tarde, después de comer en sus casas, se tiraran en la cama y se pusieran a leer un libro (o que fingieran hacerlo, si leerlo de verdad no podían); que se mostraran gozosamente dispuestos a pasarse así la tarde entera y aun las tardes subsiguientes, y que probaran establecer cuánto tiempo transcurría antes de que a la puerta de su habitación se asomaran mamá o papá, a preguntarles, no sin angustia, si les pasaba algo, si estaban mal, si había algo que quisieran contar, si precisaban ayuda.
Los lectores sabemos bien que la vida no está hecha para permitirnos leer. Más aún, cabe decir que está hecha para impedirlo. Siempre aparece otra cosa que hacer, siempre surge una ocupación más urgente, siempre hay una prioridad que se interpone; nunca faltan, en el día a día, motivos de distracción, arteras interrupciones, personas que nos hablan, incordios garantizados. Tal vez les toque ser a los padres los primeros educadores —según se dice—, prepararnos desde la infancia para eso, ofrecernos los escollos iniciales, habituarnos prontamente a la obstrucción. Qué leer y cómo leer son los nudos sustanciales de la formación de un lector en el marco educativo, pero yo no descartaría otros dos aspectos más pedestres y concretos: el de cuándo y el de dónde. Porque lo que muy a menudo complica la vida del lector cabal es la falta de lugares y momentos que lo pongan a salvo de las tantas interferencias del mundo, que lo blinden contra el acecho de las infinitas desconcentraciones, que le aseguren el derecho elemental (pero tantas veces violado) de poder quedarse solo, de estar callado, el derecho al retraimiento vital para cualquier lector.
Se supone que nos apasiona leer, y que el caso de los que no leen nos importa. Admitamos antes que nada que no conocemos ninguna fórmula comprobada que nos permita certeramente contagiar una pasión (si la hubiera, y si la supiéramos, los amores no correspondidos no existirían; y lo cierto es que no solamente existen, sino que es lo que nos toca en suerte a cada rato). No obstante, la hipocresía del que declara una pasión que en verdad no siente, la hipocresía de las puras frases a las que ninguna práctica efectiva respalda, es indefectiblemente detectada (sobre todo por los estudiantes, que notan siempre cuando el profesor que les habla está mintiendo).
A cambio, cuando se trata de una pasión genuina, es raro que no se la perciba, y es raro que no se la considere. El lector pleno, el lector feliz, el lector fluido que sabe darle cabida a su placer, suscita cuanto menos intriga: suscita curiosidad. El goce real del verdadero lector provocará, si no una imitación mecánica, al menos una atención expectante, quizá cierta sugestión. Pero el verdadero lector es justamente el que puede prescindir por completo de sermones y moralinas. Hace lo que le parece bien, hace lo que le resulta bien; no precisa alzar la voz, ni levantar el dedo.