Ada
Yo era de Buenos Aires, del barrio de Almagro; papá tenía un almacén en Gascón casi Díaz Vélez, una casa de altos alargada y finita: en la planta baja estaba el almacén y nosotros —papá, mamá y yo— vivíamos arriba. A la casa se entraba por una puerta al costado del negocio, después había una cancel que daba al patio y del patio salía una escalera que hacía una torsión y llevaba directamente a la cocina, donde mamá escuchaba la radio y cosía. En esa escalera, en invierno y verano, yo me sentaba a leer los libros que sacaba de la biblioteca. Tardes enteras que pasé leyendo. Cuando era joven papá había visto cómo un colectivo atropellaba a un chico, y supuestamente por eso me controlaban tanto y no me dejaban salir sola a la calle, por miedo a que me pasara algo.
Preferible que lea, decía papá, y desde atrás del mostrador no tenía más que girar un poco el cuello para verme del otro lado de la ventana, sentada justo donde la escalera hacía una curva, y yo podía usar la pared de respaldo y flexionar las piernas contra la baranda.
Propiamente un gato, decía papá cuando me veía ahí, como encastrada entre la pared y la baranda, leyendo muy tranquila. Los gatos son así, tienen ese instinto como de agua o de plastilina, de andar buscando cosas que les den forma. Si encuentran una caja de cartón, se meten adentro aunque no quepan y se refriegan contra las paredes y se contorsionan hasta que el cuerpo se les amolda a la caja y así se quedan, quietos y enroscados sobre sí mismos, durante horas; incómodos pero felices. Yo era igual, pero con la escalera. Apoyaba la cabeza contra la pared y los piernas sobre la baranda, del otro lado, y hacía fuerza hasta que mi espalda quedaba pegada al escalón, las cervicales doblándose contra el zócalo y las piernas flexionadas para que las rodillas me quedaran sobre el pecho. Sobre las rodillas apoyaba el libro y leía durante horas, a mitad de la escalera, ahí contenida.
Propiamente un gato, decía papá cuando me veía.
¡Ponete derecha! ¡Te vas a quedar toda curcuncha! ¡Te va a salir la joroba!, decía mamá cuando quería bajar al almacén y no podía porque mi cuerpo le interrumpía el paso.
Pero los dos estaban contentos de que fuera una buena chica y me quedara adentro, entre los libros, con ellos. Yo leía historias de amor, de aventuras, de cualquier cosa, pero sobre todo me gustaban los libros que hacían llorar. Novelas donde al chico se le moría la madre y el padre se quedaba sin trabajo y se entregaba a la bebida, y la abuela también se moría de tuberculosis y el chico iba descendiendo más y más en la pobreza, y a su mejor amigo, el amigo travieso que lo arrastraba a robar billeteras y lo iniciaba en el mundo del hampa y del crimen, lo metían preso o lo mataban en un enfrentamiento con la policía y entonces, perdido por perdido, el chico ya no sabía qué más hacer y ahí, en ese momento, aparecía la maestra buena y lo rescataba, se lo llevaba a vivir con ella y le enseñaba a leer y a escribir y lo hacía un hombre de bien.
Buscaba ese tipo de libros con placer casi enfermizo, buscaba cosas que me hicieran llorar. Mientras al chico le pasaban calamidades, yo lloraba de pura pena, y un poco también lloraba por adelantado, como si ese llanto fuera un antídoto que funcionaba igual que las vacunas: para mantenerla lejos te inyectaban un poquito de la enfermedad.
Pero las partes en que más me emocionaba era cuando aparecía la maestra que venía a rescatarlo. ¿Por qué lloraba ahí? No lo sé. Supongo que liberaba la tensión que había juntado acompañando al pobre chico por tantas cosas feas. Pero también lloraba ante la belleza de que en el mundo todavía hubiera gente tan buena. Y cerraba el libro y me quedaba soñando y pensando, ¿quién me rescataría a mí si la vacuna no era efectiva y mi mamá se moría y mi papá mal vendía todas nuestras bolsas de harinas y fideos para comprar ginebra? Ahí, enroscada sobre mí misma, en la escalera, me volvía dramática y fantaseaba con perderlo todo, como si esa fuera la única manera de encontrar a alguien que me rescatara de verdad.
Y así se me pasaron esos años, leyendo en la escalera. Hasta que en unas vacaciones en Mar del Plata conocí a Elvio. Lo conocí un poco porque estaba leyendo. Vino, se sentó al lado en la arena y me preguntó qué libro era ese.
¿Qué lees?, me preguntó y yo le dije. Ya ni me acuerdo qué era.
Habré tenido dieciséis o diecisiete años y él era dos años más grande que yo. A esa edad y en ese tiempo los muchachos no hablaban mucho con las chicas, o hablaban únicamente si querían darse corte y venían a alardear y buscar novia. Pero éste parecía diferente y yo debo haber estado medio aburrida y con ganas de charla. La cuestión es que empezamos a conversar y ahí nos fuimos conociendo, aunque poco. El nuestro ni siquiera llegó a ser un amor de verano, porque a él le quedaban tres días en Mar de Plata y nosotros recién llegábamos, así que nuestras vacaciones apenas si coincidían. Me invitó una nochecita al cine y yo fui, y después caminamos por la rambla pero había tanto viento que no se podía escuchar nada, así que entramos a un bar y tomamos un café y él se pidió un tostado, pero no le dijo al mozo tostado, sino carlitos. Traígame un carlitos, le dijo, porque en Córdoba a los tostados los llaman así.
Elvio era simpático y contaba buenas historias y ese día hablamos de qué queríamos ser en la vida y yo dije que no sabía y él me respondió muy seguro que quería ser intendente de su pueblo.
Mi abuelo fue intendente de Cabrera, y mi papá es el intendente ahora y lo único que quiero en la vida es ser intendente de Cabrera, dijo. Ya en ese entonces él lo sabía y lo tenía muy claro y después lo fue, tres veces fue intendente de Cabrera; la última, cuando murió, todavía estaba en el cargo.
Pero por aquellos días en Mar del Plata todo estaba por verse y a él le llegó el tiempo de irse y se fue y yo me quedé en la playa. Dos semanas después, ni bien volví a Buenos Aires, empecé a recibir cartas suyas. Al principio me mandaba cartas cortitas pero enseguida empezaron a ser más largas. Eran cartas entretenidísimas y yo las leía sentada en la escalera y papá me veía por la ventana y movía la cabeza, preocupado, pero mamá sabía cómo venía la mano y ella era más compañera, y no decía nada, o me guardaba las cartas, si es que llegaban muy encimadas, y me las daba cuando papá no veía, así él no armaba escándalo.
Por ese entonces yo cada tanto salía a tomar algo con uno de los muchachos de mi barra, y había otro que también me buscaba, pero ninguno terminaba de convencerme, y con Elvio, por carta, todo parecía ser fácil y hermoso. En sus cartas Elvio me contaba historias de Cabrera. Me describía el pueblo y describía a sus vecinos y a sus amigos y a los viejos que hablaban macanas en el bar y a las viejitas que tomaban sol en la vereda. Me contó la historia de la iglesia, que se estaba hundiendo por un problema de cimientos y un día iban a tener que tirarla abajo pero que todavía sigue ahí, con el techo cuarteado, enterrándose tan despacio en el suelo que ni una vida entera alcanza para darse cuenta. Y me contó de los bailes de fin de año y de los corsos que organizaban alrededor de la plaza, y de una navidad en que a los de la cooperadora de la escuela se les escapó el lechón que iban a hacer asado y mandaron a los chicos de cuarto y quinto grado a correrlo por el boulevard ancho, un montón de guardapolvos blancos atrás de un chancho. Y me contó de la vez que los del taller mecánico usaron el auto del cura, que se los había dejado porque había que cambiarle el aceite, para correr una carrera en un pueblo vecino y terminaron ganando, pero no pudieron festejar para que no se supiera que el auto era robado. Cada vez que en el bar alguien los felicitaba por el triunfo ellos decían ¿Quiénes? ¿Nosotros? ¡Pero no! ¡Con qué auto vamos a correr nosotros!, y el cura, que no era ningún zonzo, paraba la oreja, porque sospechaba. Hasta que llegó la Pascua y las mujeres los mandaron a confesarse y para no tener que contarle al cura del robo, los del taller mecánico se fueron a confesar al pueblo de al lado.
Esas historias me contaba Elvio en sus cartas largas, de varias páginas, con letra prolija y pausada. Se iba a escribirlas al bar del club y me describía lo que pasaba alrededor suyo, las conversaciones, los partidos de billar, las trucos y las apuestas. También me decía de sus proyectos. Los militares habían sacado a su padre de la intendencia y mandaron un interventor, alguien que ni siquiera era del pueblo y que no entendía nada y hacía todo mal, pero Elvio ya entonces seguía con lo suyo, y estaba en plenas gestiones para lograr que Cabrera tuviera banco y no tener que ir a hacer los trámites al pueblo vecino, y formaba parte del Consejo de la Cooperativa Eléctrica y también participaba del Consorcio Caminero y en lo único que pensaba era en cómo mejorar el pueblo, cómo hacerlo crecer, cómo hacer que su gente viviera mejor, que estuviera más cómoda. Que fue lo que después hizo, cuando fue intendente.
La cuestión es que así, de a poco, por carta, yo lo fui sabiendo todo sobre Cabrera. Sabía los olores de la época de la cosecha y sabía del frío que se te mete entre la piel y la ropa en las madrugadas de invierno. Sabía cómo la gente se divertía, quién estaba peleado con quién, qué películas pasaban los fines de semana en que había cine, cuál iba a ser el abanderado en la escuela ese año y cuánto habían gastado en comprar una central telefónica nueva. Elvio describía el pueblo palmo a palmo y yo no sé si me enamoré de él o de Cabrera.
Cuando les hablaba de Elvio, mis amigas decían que estaba loca y trataban de sacarme a bailar, a conocer otra gente, a pasear un poco. Pero a mí nunca me gustaron mucho esas cosas. Entonces llegó una carta mucho más delgada que las otras, con una sola hoja, una tarjeta más bien. Lo único que decía era ¿querés casarte conmigo? Y yo quise, aunque había días en que si no iba y miraba la foto ni siquiera recordaba su cara. Pero sabía que nunca iba a encontrar a otro hombre tan bueno como Elvio. Ni uno que me entendiera tan bien, ni que me entretuviera tanto.
De todos modos, no respondí enseguida: necesitaba estar segura y convencerlo más que nada a papá. Fueron y vinieron cartas, charlamos sobre cuanto tema hubo que charlar, desde los económicos hasta los de vivienda y cosas más íntimas también. Elvio ya tenía todo resuelto y al final vino a Buenos Aires a pasar quince días para hablar bien con mi familia. Vino en auto y se perdió en la entrada. Había preguntado en una estación de servicio y le indicaron mal y en lugar de Almagro terminó dando dos vueltas a la Casa Rosada y estacionando frente al Cabildo, que como había visto muchas veces en los libros, le pareció un buen punto de encuentro. Desde ahí buscó un teléfono con fichas y llamó al almacén y habló con mi papá. Yo estaba en la escalera, con un libro que leía pero no leía, porque tenía la mente en otro lado: había calculado los tiempos y sabía que estaba por llegar. En eso suena el teléfono y pensé se mató, se mató en la ruta, se metió debajo de un camión y entonces lo escucho a mi papá hablar y casi enseguida se asoma a la ventana y me dice: llamó el enamorado ese tuyo que dice que está frente al Cabildo, que lo vayas a buscar porque no sabe cómo venir hasta acá. ¡La alegría que me dio! Me tomé un taxi y fui y me lo encontré apoyado sobre el capot del auto, con los brazos cruzados, frente al Cabildo, mirando la plaza. No sé cómo no le habían puesto ninguna multa. Él en ese entonces tenía un Dodge 1500 de los primeros que se veían y yo me senté a su lado y le empecé a señalar por dónde ir y le decía, doblá acá, tomá para allá, cuidado con aquella que es contramano y él me decía sí, sí, y manejaba tan feliz, con la ventanilla baja y el codo afuera, casi como paseando por Avenida de Mayo llena de colectivos y autos, sin darse ni cuenta de que le tocaban bocina o que los taxis se nos venían encima.
Y así, contenta y un poco sin darme cuenta, llegué al pueblo.
Fue un gran cambio. Cabrera era como él me lo había contado, pero no como yo lo había leído. Era un pueblo triste, amplio y vacío en medio de la pampa lisa lisa, como si en lugar de tierra nos rodeara agua calma. Yo enseguida supe que allí no encajaba, pero me callé y no dije palabra. Todo era tan ancho, tan ancho, caminabas por las calles y veías al final el campo extendiéndose hasta perderse. Veías el cielo y daba miedo de tan inmenso e ilimitado. El llano se achataba y por donde uno mirara había cielo, mezclándose lejos con la tierra, formando un horizonte como envuelto en vahos. Llegué en agosto y el viento corría por el campo, serruchando, y hasta parecía tomar carrera y a propósito golpear con fuerza, pero a nadie le llamaba la atención y a lo sumo, en la cooperativa o en alguna tienda, la gente en lugar de decir qué calor o que frío, decía viento hoy, o está bravo hoy, o sopla fuerte hoy y después se quedaba callada.
La gente me trataba bien porque era la esposa de Elvio y a Elvio todo el mundo lo quería, pero yo me daba cuenta de que no encajaba, de que conmigo eran corteses y atentos, pero nada más. La familia de Elvio desde siempre fue una de las mejores familias del pueblo y eso servía de algo: había respeto, había prestigio y cierto lugar que ocupar. Todas las mujeres que conocí ni bien podían me llevaban aparte y me preguntaban cómo era vivir en Buenos Aires. Y al poco tiempo me di cuenta de que así como yo me había imaginado un pueblo idílico y fascinante, así ellas se imaginaban la ciudad. Al final, y con el correr de los años, muchas de esas mujeres se fueron, otras se casaron, otras se quedaron ahí, pero siempre me miraron desde lejos. Supongo que conmigo se les mezclaba la envidia con el respeto y también un poco de incomodidad, de no saber cómo moverse, cómo hablar, qué decirle a alguien que venía de la capital y que además se había casado con el futuro intendente, porque Elvio ya estaba en campaña y juntaba votos, y a mí me sacaba a recorrer el pueblo, de un lado y del otro lado de la vía, y me presentaba a cuantos se nos cruzaran en la calle y la gente me besaba y me mostraba a sus hijos y me convidaban mate y me trataban con una cortesía, con un respeto que yo no comprendía. Tuvo que pasar mucho tiempo para que entendiera que no era por mí que me trataban de esa manera, sino porque venía de Buenos Aires, porque me había casado con Elvio.
Quedé embarazada casi enseguida y mi mamá, que se daba cuenta de las cosas por más que una no las dijera, se ofreció a instalarse en el pueblo por unos meses, para hacerme compañía, pero yo le dije que no. ¿Qué iba a hacer papá solo con el almacén, sin su ayuda?
Todo había sido demasiado rápido y yo me asombraba de estar viviendo esa vida que nunca me había imaginado para mí y que no tenía nada que ver con la vida que Elvio había descrito en las cartas. Y no sé qué pasó, pero en lugar de acomodarme y ver cómo mejorar, me escudé en el embarazo y empecé a quedarme cada vez más encerrada sin querer ver a nadie. Y si Elvio me decía vení, vamos a hacer esto, vamos a hacer aquello, yo le respondía que no, que gracias, que fuera él porque yo estaba cansada.
A Elvio ya lo habían elegido y se iba temprano a la Municipalidad y volvía ya cuando era de noche oscura, así que me pasé el embarazo de Enriquito sola, tirada en la cama extrañando los cines de capital, los bares de la capital, las amigas que habían quedado atrás, las bibliotecas, las librerías de Corrientes. Elvio de tanto en tanto viajaba a Córdoba para alguna reunión de intendentes y me traía libros, porque en el pueblo en ese entonces todavía no habían fundado la biblioteca, así que dependía de eso, nada más. Y tarde a la noche, cuando Elvio ya dormía y yo seguía leyendo una y otra vez la misma novela y llorando siempre en las mismas partes, apagaba el velador y me quedaba pensando que la vida era como uno de esos juegos de unir los puntos que viene al final del diario, uno de esos que cuando los unís bien aparece un dibujo, pero que yo ya iba bastante avanzada y que en las líneas cruzadas que empezaban a verse todavía no podía adivinar qué figura se estaba formando. Entonces me preguntaba ¿habré hecho bien? Me daba miedo haberme saltado algún punto, o que al final no hubiera ningún dibujo, sino solamente un manchón, un rayoneo puro, como el que hacen los chicos cuando todavía ni saben agarrar el lápiz. Ahí, en lo oscuro, pensaba esas cosas y me agarraba la panza y trataba de adivinar la forma que había ido tomando mi vida y me decía a mí misma: ¿Qué hago acá? ¿Cómo me transformé en esto? ¿Esta es la parte necesaria para que después venga alguien y me rescate?
Pero enseguida me obligaba a sacarme esas ideas de la cabeza porque pensaba que se le iban a contagiar al bebé que tenía adentro, y después, durante mucho tiempo, hasta que Enriquito fue grande, me la pasé controlándolo, mirándolo cuando él no se daba cuenta, siempre a la espera del menor indicio que mostrara que no era un chico normal, de que por mi culpa, por los pensamientos a los que me había entregado durante el embarazo, Enriquito me hubiera salido traumado. Pero al final Enrique terminó siendo un excelente hombre, alegre como el padre, buen hijo, buen esposo. Y cada vez que pienso en eso, en cómo hizo para salir tan bueno, no dejo de asombrarme.
Después, ahí nomás, llegaron Alberto y al final Martha y estuve ocupada y ya no tenía ni tiempo de pensar en el pueblo, en libros, en las historias que Elvio me había contado por carta.
A veces me pregunto, ¿por qué me quedé tanto tiempo en ese pueblo? ¿Por qué no me fui antes? ¿Por qué no le dije a Elvio que nos fuéramos? Pero Elvio amaba Cabrera, sus muertos estaban allá, sus historias.
¿A dónde vamos a ir?, decía. ¿Dónde vamos a estar mejor que acá?, decía y señalaba alrededor y alrededor yo sólo veía casitas bajas y grises, arbolitos de morondanga, los cables de la luz balanceándose en el viento, y puro campo, el campo casi metiéndose hasta el patio de mi casa, el pueblo en medio del descampado, el pueblo deshilachándose en el campo y el descampado siempre ahí, amenazando.
¿Qué veía Elvio en el pueblo que yo no podía ver? ¿Qué cosas sabía él que yo no alcanzaba a conocer?
Fui al médico, un especialista, un médico importante, de Córdoba, porque Elvio me dijo: vos estás mal, no podés seguir así, todo el día encerrada, tirada en la cama. Fui al médico y el médico me dio unas pastillas y me sugirió que tratara de concentrarme en las cosas lindas.
¿Qué te dijo?, me preguntó Elvio cuando volvíamos.
Que me concentre en las cosas lindas.
¡Y tiene razón!, saltó él y se golpeó la frente, como diciendo por qué no me di cuenta antes. Tiene razón, dijo Elvio. Vos siempre te fijás en las cosas feas, ese es el problema.
Era verdad, mi mente se encerraba sobre sí misma y sólo pensaba en el viento y la inmensidad que nos embrutecía, en cómo de pura aburrida la gente se arruinaba la vida, en cómo todos estábamos como perdidos, ahí, en la inmensidad de la pampa.
¡Ah! ¡Qué maravilla! ¡Qué bueno consejo! Concentrarse en cosas lindas, dijo Elvio entonces, mientras manejaba. ¡Yo te voy a mostrar todas las cosas lindas que tenemos! ¡Yo te voy a mostrar!, dijo y a partir de entonces, a la tardecita, siempre me cargaba en el auto y me sacaba a dar una vuelta. Él de paso controlaba que los de barrido y limpieza hubieran cortado bien el césped en el boulevard, que las cunetas estuvieran limpias, que no hubiera ningún foquito quemado y frenaba para anotar en una libretita lo que al día siguiente tenía que acordarse de comentar en la Municipalidad. Mientras tanto, me iba señalando cosas lindas por las calles de Cabrera.
Cosas lindas, cosas lindas, murmuraba Elvio mientras manejaba. En ese entonces ya teníamos un Taunus último modelo, color azul brillante, con asientos de cuero y aire acondicionado, de los primeros con aire, porque Elvio lo había querido comprar full full. Cosas lindas, cosas lindas, murmuraba y parecía estar rodeado de cosas hermosas y no saber cuál elegir primero, con cuál lograría entusiasmarme más. Entonces me señalaba a los adolescentes noviando de la mano por la calle principal, frente al Club y la Cooperativa, y decía ¡qué puede haber más lindo que eso! O me mostraba los teros que habían anidado en el jardín de la iglesia y que el padre Porto alimentaba con trocitos de carne cruda, cortada a cuchillo, muy chiquita. ¡Mirá!, decía, mirá, ¿no son una belleza? ¿No te ponen contenta de sólo verlos? O me llevaba a ver la feria de ciencias de los chicos en la escuela, o el surgente que habían inaugurado para sacar agua fresca y llenar el tanque, y una vez hasta me hizo subir al campanario de la iglesia, para que conociera a un búho grande como un pollo y muy blanco, de cara chata, que nadie sabía de dónde venía, pero que tenía allí su nido. Yo miré un rato el búho y después me quedé mirando el pueblo desde arriba, tan chiquito, terminando enseguida, tres o cuatro manzanas más allá, perdiéndose en el pasto y el yuyerío, en los potreros, en las cosechas.
Cosas lindas, cosas lindas, decía Elvio y en primavera me señalaba las grandes magnolias florecidas en el centro de la plaza y me contaba cómo a todos esos árboles los había plantado su bisabuelo.
Apenas llegaron esto no era nada, decía. ¿Entendés? ¡Esto no era nada! Se encontraron con planicie, pura planicie. Entonces clavaron cuatro mojones y dijeron “esta va a ser la plaza” y a partir de ahí, arrancaron. Cavaron un pozo para el agua y plantaron sauces alrededor de la plaza, porque los sauces crecen rápido y necesitaban árboles para que el pueblo se distinguiera de lejos y la gente que quisiera venir para acá pudiera ubicarse, supiera para dónde rumbear. El problema es que los sauces son madera mala y no habían pasado ni diez años cuando empezaron a apolillarse y a morirse en pie, hasta que se terminaron de caer a pedazos. Los sauces no duran lo que dura un pueblo, ese había sido el problema, y decidieron plantar cipreses altos y finitos, todos en escuadra, alrededor de la plaza. A los dos años pasó un tornado y los arrancó de cuajo. Después iban a plantar eucaliptus, igual que en el camino del basural, pero por ese entonces se había instalado acá un viejito húngaro, que decía que había sido jardinero antes de la guerra y se empeñó en que no pusieran eucaliptus: mala hora plantar eucaliptus, decía, porque el eucaliptus crece grande y basta un poquito de viento para que se venga abajo y con las ramas aplaste a alguien. Y lo bien que hizo en oponerse, decía Elvio, porque es cierto, mirá sino el eucaliptus que el viento tiró abajo el año pasado en el cementerio: nos derrumbó tres panteones enteros. El viejito ese, el húngaro, fue el que les insistió para que plantaran magnolias.
Son lentas pero bien lo valen, les dijo, y le hicieron caso y plantaron magnolias. Y mirá ahora, mirá los árboles enormes y bonitos que tenemos.
Era verdad, las magnolias de Cabrera eran hermosas, sobre todo cuando florecían y su olor se desparramaba por las calles y una no podía darse cuenta de qué manera lo lograban, entre tanto viento y tierra, pero se olían en todo el pueblo. Elvio lo sabía, sabía que eran mi debilidad y por eso cuando yo empezaba a quejarme me llevaba a la plaza y me hacía sentar en un banco, debajo de las magnolias. Él se sentaba a mi lado y me agarraba de la mano y con toda la paciencia del mundo respiraba hondo e iba soltando el aire lento, muy lento, como si quisiera que el olor de las magnolias se le impregnara por dentro.
Así, así, decía. Respirá conmigo, decía y me enseñaba cómo hacerlo.
A veces yo iba sola, a la hora de la siesta, cuando por allí no había nadie, y me encontraba con que debajo de la magnolia dormían los perros guachos del pueblo, perros de esos medio cruza con galgos, con garrapatas y el pelo lleno de ronchas, siempre cansados de perseguir ovejas, o de robar comida en los tachos de basura o de escaparse de los chicos que les tiraban con la gomera. Me sentaba en el banco, debajo de la magnolia, y me quedaba mirando cómo se les pasaba la vida y pensaba me llevo uno, lo esquilo, lo baño, se lo regalo a los chicos, entre todos lo cuidamos. Alberto debe haber tenido tres o cuatro años, y era terrible, travieso, no se le podía quitar los ojos de encima. Marthita ya gateaba y yo pensaba, les llevo un perro y los hago felices. Debajo de la magnolia inmensa no crecía el pasto y me los quedaba mirando, nomás, dormir sobre el guadal fresco. Me quedaba mirando los perros y pensando mis cosas, sin poder decidir cuál llevarme, si eran todos igual de viejos, de sucios, de lagañosos y mañeros, sin encontrar la fuerza para agarrar al perro y convencerlo de que me siguiera. Entonces me iba y no me llevaba ninguno.
Después venía Elvio y me decía:
Te han visto otra vez sola en la plaza. ¿Qué tal la magnolia? ¿Estaba linda la magnolia?
Y yo le decía que sí, que estaba hermosa.
Había tardes en que me subía al auto y le preguntaba, ¿qué hacemos, acá, Elvio, por qué no nos vamos?
Entonces él movía la cabeza y no decía palabra. Agarraba el camino de los paraísos y me llevaba para la zona del bajo, donde no se sembraba maní ni sorgo porque era pura cañada y no crecía nada y no se podía cosechar. Ahí había sólo pasto rastrero y duro entre los lamparones de sal. Para ese lado íbamos y Elvio dejaba el auto en la banquina y me ayudaba a cruzar el alambrado y se ponía a caminar por ahí, derecho por el medio del campo, con el viento en la cara.
Vení, sentí lo que es esto, Ada, sentí, me decía y abría los brazos y la campera le flameaba.
Yo lo miraba y lo único que veía era todo ese horizonte alrededor, al fondo de la pampa achatada, y los ojos se me ponían estrábicos de tanto mirar el campo vacío, ni un solo punto donde fijar la vista.
¡Sentí! ¡Sentí qué hermosura!, me decía entonces Elvio y yo me reía, pero no dejaba de preguntarme qué era lo que Elvio veía que yo no podía ni siquiera notar.
Me quedaba callada, pero por mis adentros pensaba es viento, qué más va a ser.
Y también pensaba ¿será él que de inocente y bueno se entusiasma con bagatelas? ¿O seré yo que tengo ojos de ciudad, acostumbrados a edificios y antenas, y es por falta de sutileza que no veo?
Hubo épocas largas, meses enteros en que me olvidaba que Elvio era Elvio y me enredaba en un mundo donde estaba siempre enojada y refunfuñando, quejándome, retando a los chicos, malhumorada y triste, porque me había convertido en la esposa del intendente, en una mujer condenada a vivir en un pueblo con el que mi marido mantenía un romance que yo no entendía, en una mujer cuyo sufrimiento se agravaba cada vez más: todo empeoraba porque era necesario que así fuera, sólo de ese modo el rescate que me esperaba sería todavía más grandioso. Y, después, sin saber por qué, mientras servía fideos en los platos o mientras ayudaba a los chicos con los deberes, me despertaba de pronto y el cristal negro que hasta entonces me había cubierto los ojos desaparecía y entonces lo veía de nuevo a Elvio, sentado del otro lado de la mesa, ayudándole a Marthita a enroscar los tallarines en el tenedor, mi Elvio, el Elvio bueno, alegre, que me había escrito todas aquellas cartas, el Elvio bienintencionado, que velaba por todas y cada una de las almas de Cabrera, fueran del partido que fueran, el Elvio cariñoso, el Elvio que me amaba y no entendía cómo me había podido olvidar durante tanto tiempo de que estaba enamorada de él.
Elvio se daba cuenta de esas cosas y me tenía paciencia y ni bien notaba que la nube negra se había despejado y yo lo volvía a mirar como lo miraba antes, levantaba los ojos y me sonreía, y apenas moviendo los labios, me susurraba todo va a estar bien, Ada, todo va a estar bien.
Entonces, por unos días, yo volvía a estar tranquila y veía el pueblo con buenos ojos, y las cosas ya no me entristecían tanto como antes.
Cuando los chicos se hicieron grandes, Elvio se los empezó a llevar al campo, para mostrarles, para enseñarles cómo había sido la tierra donde se levantaba Cabrera antes de que ahí hubiera un pueblo.
¡Antes no había nada!, les explicaba todavía maravillado por la idea, y se los llevaba al campo y a la tarde volvían los cuatro cansados, corriendo, con la tierra pegada al cuerpo y ese olor a dulce y sobado que tiene la transpiración de los chicos en invierno.
Mamá, ¡vimos una perdiz!, ¡vimos un zorrino aplastado!, ¡vimos una víbora y papá la agarró con la mano pero yo no quise tocarla!, ¡vimos un nido de urraca y los huevos eran azules!, mis hijos me contaban.
A mí me hacía feliz verlos contentos y pensaba: es por ellos que todavía tenemos que quedarnos un poco más, está bien que se críen acá. Andaban sueltos por la calle, iban y venían, no tenían que estar encerrados.
Y yo pensaba: cuando crezcan se van a querer ir.
Con lo que sobró de la venta de la casa de Almagro, cuando papá murió, les pagué un viaje a Europa, a los tres, para que salieran un poco, para que vieran el mundo y se tentaran. Fueron y volvieron y dijeron que todo había sido muy lindo, pero que ellos se quedaban en Cabrera. Es como dicen: la sangre no es agua. Primero se casó Enrique, después Alberto. Cuando se casó Martha, Elvio ya estaba por su tercer intendencia y me dijo, Ada, es la niña de mis ojos, hacemos fiesta, tiramos la casa por la ventana. Nos mandó a las dos a Córdoba quince días a que nos midiéramos vestidos y al final Marthita eligió uno bonito pero no deslumbrante, sencillo, como ella, y yo no pude comprarme el fucsia que había visto, porque qué hubieran dicho las mujeres si la madrina entraba más impactante que la novia misma, así que me compré también un vestido sencillo, de manguita corta, color manteca, con canutillos bordados. Elvio me vio y dijo que estaba hermosa. Y ¡qué fiesta! Elvio sí que sabía divertirse. Contrató la mejor orquesta y él mismo colgó los banderines bien pegados unos a otros, para que cubrieran el techo del salón. Línea tras línea de banderines de todos colores, que flameaban y se alborotaban cuando en el vals Elvio hacía girar a Marthita, la vuelta cada vez más grande, más grande, hasta que parecía que no iban a parar más.
Y así ellos también se fueron quedando. Los tres tuvieron hijos y de tanto en tanto reclaman lo poco que los visito, lo descuidados que tengo a mis nietos. Ellos son como Elvio, están bajo un hechizo que yo no entiendo.
Elvio murió de un paro cardíaco una noche, durmiendo a mi lado. Murió tranquilo, ni él ni yo nos dimos cuenta. Lo velaron en la Municipalidad, con presencia de todas las autoridades del pueblo y las fuerzas vivas, la banda, los chicos de la escuela, esas cosas de las que ni quiero acordarme. Lo enterramos en el panteón de su familia, cerca de aquellos que el eucaliptus había derrumbado. En ese mismo panteón también hay un lugar para mí, porque Elvio era organizado para todo y hasta eso había planeado.
Después que él faltó, ya no duré mucho en Cabrera. Volví a la capital, me alquilé un departamento amplio, en Barrio Norte, con un ventanal que da a la calle y un dormitorio extra, que nunca usa nadie, porque a mis hijos la ciudad no les gusta. Yo, en cambio, la disfruto cada día más. Voy sola al cine a la hora de la siesta, miro vidrieras, me compro un libro y tardo horas en elegirlo y después busco un bar lindo y me siento a leerlo muy despacio, para que me dure. Ya no compro novelas; hay una edad en que las historias inventadas dejan de interesar. Ahora sólo me llaman la atención los libros de historia, las memorias de los grandes hombres que ayudan a entender el mundo, que explican cómo fueron, cómo son las cosas. Los leo y de tanto en tanto subrayo una frase y pienso: qué interesante, con la edad que tengo y nunca antes me había dado cuenta de algo como esto.
A veces, muy de tanto en tanto, me junto a tomar el té con alguna amiga de las de antes, mis amigas de la secundaria, las del barrio, pero ya no tenemos nada que decirnos. Los dibujos que formaron los puntitos que unimos a lo largo de nuestras vidas son tan distintos entre sí que la única manera de mantener una conversación es ignorarlos, hacer de cuenta que esos dibujos no existen y que todavía tenemos quince años y vivimos en el tiempo de antes. Entonces sólo terminamos hablando de algo que vimos en la televisión, o de los descuentos en el shopping, o de enfermedades, o del calor.
¿Y mi dibujo?, me pregunto yo. Hay días en que creo que mi dibujo es raro, desequilibrado. Hay días en que en las líneas de mi dibujo adivino la cara de Elvio. Y hay días en que sólo veo las calles rectas del pueblo, igual a como las vi desde arriba del campanario, las calles perdiéndose en la hoja en blanco, esfumándose.
Pero a veces, algunas tardes, pienso que a mi dibujo todavía le falta un trazo dominante, una raya gruesa que venga ahora y que organice toda la composición, la equilibre y revele el verdadero sentido de todas estas líneas.
En esas cosas pienso mientras miro la ciudad desde la ventana: los ómnibus, los taxis, la gente que pasea o va apurada, las hojas de los plátanos, el verdulero que espera clientes, los balcones del otro lado de la calle, los postes llenos de cables, las ramas.