Álbum de cuerpos a la intemperie
En este ensayo, Alan Pauls (Buenos Aires, 1959) reflexiona sobre las prótesis y otros modos de intervenir y transformar los cuerpos.
Ya no hay prostitutas en Buenos Aires. Ya no hay o ya no se ven. De la vasta legión que hace veinticinco años patrullaba parques, calles oscuras y alrededores de hoteles, sólo persiste un puñado de sobrevivientes que languidecen en dos o tres bares del centro, abrumadas por la certeza de vender una mercancía —la mujer pública— que tiene cada vez menos mercado. La extinción, de todos modos, no ha sido natural. Mientras las putas tradicionales desertaban del espacio público del que siempre fueron, a la vez, un emblema de escarnio y un objeto de fruición, otra comunidad de cuerpos tomaba su lugar, si en rigor no las expulsaba: la comunidad travesti. Las putas, cuerpo público por excelencia, se autoconfinaron en departamentos particulares, se privatizaron y buscaron asilo en una forma de institucionalidad —el burdel— que, adaptada a la flexibilidad contemporánea, les prometía la seguridad y el amparo que la calle les negaba.
Ganaron respetabilidad y hasta belleza (como esos autos que se mantienen jóvenes porque no duermen en la calle sino en parkings techados), pero perdieron la visibilidad que durante una larga temporada les dio su prestigio acanallado y bohemio. Para visibles, los cuerpos de los travestis: espectaculares, archifemeninos, estereotipados hasta decir basta. Donde antes estaban los cuerpos traumatizados de las putas —atractivos o no, pero siempre atravesados por el imaginario del sufrimiento—, ahora gobierna el aura lumpen, desafiante, de una comunidad que se presenta con orgullo como el brazo armado de la teoría queer. A diferencia de los de las putas, siempre vacilantes entre la zona de sombra donde se disimulaban y el súbito resplandor nocturno que las revelaba para el deseo, son cuerpos hechos para la visiblidad, concebidos y fabricados para ser vistos, notados, recortados. De ahí todas las plusvalías que los marcan, “anomalías“ que, lejos de disimular, exhiben con jactancia, como si lo que ofrecieran fuera eso —un plus, un suplemento aberrante— y no el todo al que se integrarían, que embellecerían y casi seguro encarecerían. Plus: no sólo el genital sino también, y sobre todo, los cargamentos de colágeno, las siliconas, los implantes, todos los extras que los convierten en cuerpos superlativos porque son imposibles de evitar para la mirada.
¿Se trata de una excepción? ¿La vieja ley del deseo podría explicarla? No estoy seguro. Puede que la presencia ostensible y cada vez más masiva de esos suplementos sea la norma contemporánea del modo de aparecer del cuerpo en la arena pública. Aun lejos del mundo tenebroso del sexo callejero, los adictos a la telefonía celular, al iPod, al MP3, a los auriculares —es decir: prácticamente todos nosotros—, no lucen mucho más naturales o autónomos —autosuficientes— que los travestis que se agregan carne en los talones para incrementar sus estaturas y tarifas (o, si me apuran, que los adalides de la salud que sacan a pasear todos los días sus cócteles de anabólicos). Ya no hay cuerpos unplugged: todo cuerpo que camina por la ciudad es un cuerpo cableado, enchufado, conectado con algún dispositivo técnico. Como los travestis, el ciudadano à la page en asuntos de tecnología ya no exhibe su cuerpo sino la aleación que funde su cuerpo con alguna clase de prótesis.
Curioso: el momento de auge del cuerpo solo (“hablar solo”: un cable y un micrófono casi invisibles bastaron para “normalizar” y hasta conferir cierto glamour a esos soliloquios callejeros que un par de décadas atrás eran considerados síntoma inequívoco de trastorno psiquiátrico) coincide con el momento de máxima intervención de prótesis en el organismo humano. Antes —señal de déficit— las prótesis tendían a disimularse: la ortopedia diseñaba sus piezas siguiendo lo más fielmente posible el diseño del miembro natural, y los anteojos eran reemplazados por lentes de contacto invisibles. El cuerpo público contemporáneo lo invierte: los anteojos son más bellos que los ojos a los que sirven, la ortodoncia incrusta sus aparatos correctivos con piedras preciosas y la ortopedia se desenfrena en modelos que le deben poco a la anatomía y todo a la herrería artística, el bauhaus o la ciencia-ficción. (Manco de nacimiento por talídome, el escritor mexicano Mario Bellatin viene llevando adelante una obra singular: arroja periódicamente sus distintas prótesis —diseñadas todas por artistas plásticos— en distintos ríos del mundo).
Y hay también otra tribu de cuerpos públicos nuevos, mutantes, a su modo espectaculares, que la crisis argentina del 2001- 2002 parió de manera brutal e incorporó de manera fulminante al espacio público: la comunidad cartonera. Difícil hablar del “cuerpo cartonero” en sí, que no existe separado de la unidad que forma con los carros (a veces robados de supermercados) en los que todos los días, con la caída del sol, transportan los cartones que recogen de la calle y que venderán en los centros de reciclaje para sobrevivir. La imagen —monumento o ruina del capitalismo periférico— es impresionante: cuerpos literalmente fundidos con los desechos que con suerte les darán de comer y con el vehículo que los acarrea, cuerpos que interfieren el ritmo del tráfico urbano con un biorritmo propio —lentitud, pies arrastrados, espalda encorvada— que es también el de sus medios de transporte. Tracción a sangre… humana.
El cuerpo de los cartoneros —la unidad cuerpo-carro-desechos— hace escandalosamente visible otra marca fuerte de los cuerpos públicos del presente: la animalidad. El cuerpo es cuerpo de carga, cuerpo-carga anacrónico que entorpece el “buen” flujo de circulación y a la vez despunta en las calles como una criatura espectral, suerte de mensajero-fantasma vuelto a la ciudad para evocar la catástrofe que todos se encarnizan en olvidar. (A diferencia de los excluidos criminalizados, los cartoneros, “integrados” al mundo del trabajo vía el reciclado de cartón, encarnan de algún modo la forma “decente” y pacífica de la exclusión y, acaso, de la protesta. Como los mendigos, más numerosos que nunca y a veces más inspirados. Desde hace meses veo a uno en mi cuadra. Vive en la vereda, duerme en un colchón de plaza y media que despliega contra la pared de una casa deshabitada y que a la mañana siguiente enrolla y guarda entre las ramas de un árbol, junto con su ropa. Usa el bajoventana de la casa para acomodar sus efectos personales (toalla, vasos, botellas, jabón, periódicos). Todos los días se aposta en la esquina y baila y vocifera de manera intermitente la música que escucha de un pequeño reproductor MP3 —¡ciberdependiente también él, que no tiene nada!— y que lo hace bailar como un dandy poseído. Como Diógenes, no tiene pudor pero tampoco agresividad: su obscenidad es su arte y su política de soberanía).
Y hay por fin otra cara de la prótesis animal que el espacio público vuelve cada vez más visible: es la mutación que viene sufriendo en los últimos tiempos la relación entre los humanos y los así llamados “animales domésticos”. Se ha dicho siempre que la domesticación del animal es correlativa de su “humanización”. Lo que no era tan evidente es hasta qué punto los humanos, para humanizar a los animales, deben “simpatizar” y reconocerse en ellos, animalizarse, ellos, a su vez. Un episodio de Seinfeld imaginaba a una delegación extraterrestre pisando la tierra por primera vez y topándose con la escena —hoy cada vez más común— de un amo agachándose a recoger la humeante deposición de la mascota que (lo) sujeta de una correa. ¿Cuál es la especie superior y cuál la inferior?, se preguntaban los diplomáticos marcianos. La pregunta, en términos más locales, sería: ¿cuál es la prótesis y cuál el organismo original? ¿Quién es el animal y quién el humano?