Tierra Adentro
Imagen: cortesía Wikipedia.

La fama de su novena sinfonía (conocida como Del nuevo mundo) oscureció la recepción de los trabajos sinfónicos previos de Antonín Dvořák. Desde 1930, cuando surgieron los primeros análisis de las obras de este compositor, la atención dedicada a la novena sinfonía ha sido apabullante en comparación con las demás. Esto se debe a que durante mucho tiempo Dvořák no fue considerado un compositor importante fuera de la antigua Checoslovaquia. Sin embargo, en las décadas de 1930 y 1940 se hicieron grabaciones de algunas de las obras que lo consolidarían como uno de los grandes compositores del siglo XIX (i.e., sus Danzas Eslavas, su Cuarteto Americano y su Concierto para chelo grabado en 1937 por Pablo Casals y dirigido por George Szell).

En otros formatos, la historia de las obras de Dvořák fue diferente; desde que en 1878 estrenara su cantata Los herederos de las blancas montañas obtuvo un gran reconocimiento local. Poco después, la editorial Simrock (en Berlín) publicó esta obra, así como los Dúos moravos y las Danzas eslavas gracias a la recomendación de Brahms, lo que le dio reconocimiento internacional a este compositor checo. El estreno de su Stabat Mater en 1880 fue todo un éxito en Praga, así como el de su Novena sinfonía en Nueva York en 1893.

Fue después de su muerte que la obra de Dvořák comenzó a ser menos conocida y estudiada. De hecho, durante algunas décadas del siglo XX se le consideró un compositor folclórico con algunas obras populares, pero nada más.

Dvořák comenzó a trabajar en su sexta sinfonía en agosto de 1880 y terminó de escribirla en octubre de ese mismo año. En noviembre de 1879, Hans Richter (entonces director de la Orquesta Filarmónica de Viena) programó la Rapsodia eslava No. 3 de Dvořák en uno de los conciertos en esa ciudad. Richter había sido el director del primer festival de Bayreuth, el director principal en la Ópera de la Corte de Viena y después de la Filarmónica de Viena; era una de las mayores celebridades del mundo de la música europea. La noche del estreno, Brahms y Dvořák escucharon la música sentados en la banca del órgano. Al final de la presentación, Richter llamó al compositor al frente, lo abrazo y éste no podía creer la ovación del público. Al día siguiente el director organizó una cena en honor de Dvořák y lo comprometió a componer una sinfonía para la programación del año siguiente de la Filarmónica de Viena. En noviembre de 1880 Dvořák le entregó la partitura a Richter (a quien le dedicó la obra). Richter había elegido tocar esa sinfonía, las Canciones gitanas y una nueva versión del Concierto para violín de Dvořák ese año. El director de orquesta no tenía empacho en mostrar su admiración por el trabajo del checoslovaco, lo que no pasó inadvertido entre otros músicos y agentes de la cultura.

Richter había anunciado que la sinfonía se estrenaría para finales de diciembre de ese año, pero poco antes de la fecha alegó que la orquesta tenía un exceso de trabajo y que era mejor posponer el estreno para marzo. Sin embargo, una vez que la fecha se aproximaba, Richter volvió a posponer el estreno arguyendo que estaba por nacer su hijo, que otros dos de sus hijos estaban enfermos y que su madre acababa de morir. Dvořák se mostró comprensivo, pero también tuvo la intuición suficiente para no insistir, pues sospechaba que había otras razones de fondo y era cierto: los sentimientos antichecoslovacos de los alemanes y austríacos habían aflorado lo suficiente como para que los músicos de la orquesta se negaran a seguir interpretando obras del compositor checo.

Dvořák decidió conservar la dedicatoria, pero le entregó la partitura a Adolf Čech, director de la Orquesta Filarmónica de Praga y un antiguo compañero de estudios con quien había tocado la viola años atrás en la Sala de Ópera de Praga. Čech estrenó la sinfonía el 25 de marzo de 1881. Con todo, la amistad entre Richter y Dvořák permaneció. De hecho, el éxito de Richter cuando dirigió la sexta sinfonía de Dvořák en Londres en 1882 fue tal que la Sociedad Filarmónica Real invitó a Dvořák a dirigir una serie de conciertos dos años después y le comisionó la que sería su séptima sinfonía.

La sexta sinfonía de Dvořák abre con cornos y un grupo de violas divididas que tocan acordes sincopados en Re mayor. Los alientos, trombones, chelos y contrabajos acompañan estos acordes tocando dos notas del mismo un par de veces, extendiendo la idea del inicio de la obra. Los violines se incorporan, pianissimo, tocando la última nota del acorde cuatro veces transformando la frase en una idea lírica propia. A esto sigue una dinámica inesperada: los segundos violines ejecutan su parte con gran fuerza, lo que crea un contraste y una gran tensión que se resuelve en un regreso grandioso (así lo marca Dvořák) de la melodía del inicio. La apertura es de un gran equilibrio: sencilla, sin aspavientos y con la fuerza necesaria para comprometernos como escuchas en espera del siguiente movimiento.

A diferencia de otras sinfonías de este compositor (e.g. la séptima o la novena), la sexta se mantiene en tonos mayores, en un ambiente de luz que oscila entre la calma y el entusiasmo. Los cambios de tono y de tema son más claros que en otras obras, quizás porque aquí Dvořák le apuesta a la sencillez y la transparencia como un medio genuino de expresión de distintos matices. No es necesario, parece decirnos, que la oscuridad propia de muchas obras románticas sea siempre necesaria para comunicar una gran diversidad de sensaciones.

El siguiente tema está marcado por una melodía que interpretan el chelo y el corno, a la que sigue otra a través del oboe. Esta melodía del oboe, una vez que se ha ejecutado en un sonoro fortissimo, cierra la exposición. (En la partitura se pide que vuelva a tocarse la exposición.) Sin embargo, una vez que la música ha vuelto a este punto, la transición indicada se basa en un pianissimo de todos los instrumentos. Esto sirve de preparación para que vuelva a aparecer el tema de la apertura creando una resonancia inédita en las obras de Dvořák. Normalmente los desarrollos en las obras sinfónicas son mucho más activos que las exposiciones; se procesa en ellos más material, más temas y suele haber más cambios de dinámicas (velocidades e intensidades). Aun cuando el tempo no se altere, la música parece ir más rápido porque estamos acostumbrados a que sea en el desarrollo donde ocurran las sorpresas, donde el autor sostenga y “fundamente” lo expuesto con anterioridad. Sin embargo, Dvořák hace lo contrario. Después de la riqueza de matices en la exposición, el desarrollo se siente lento, como una transición acaso interesante. En el desarrollo las armonías cambian muy poco (se mantienen durante diecinueve compases en Sol, la última nota baja del tema inicial del desarrollo) y la dinámica predominante es pianissimo (con la indicación del propio Dvořák de “sempre pe molto tranquillo”).

La fuerza lírica del primer tema es interrumpida con un exabrupto sonoro que abre paso a un acompañamiento sul ponticello[1] de los segundos violines y las violas. Esta parte alcanza un punto dramático después del cual viene la recapitulación, con una coda inusual (ligera, amable) para sacudirnos finalmente con otro brusco acorde sonoro. La influencia de Schubert y Brahms está muy presente en esta sinfonía; se trata, sobre todo, de una manera de diálogo y de citar a estos compositores. Por ejemplo, en la apertura del Adagio, escuchamos cuatro compases interpretados por los instrumentos de aliento que son exactamente los mismos que emplea Beethoven, en el lugar correspondiente, en su novena sinfonía. La melodía subsecuente es sutil y creativa, Dvořák logra con ella momentos de gran riqueza, de contemplación y variaciones suficientes para justificar la cita. El aire de este movimiento es onírico; la estructura, delicada; y la coda puede definirse por su sutileza.

Después viene el scherzo con gran fuerza; se trata de una danza bohemia tradicional que se caracteriza por la alteración de compases de dos y tres cuartos. La música que se despliega en este movimiento es bailable y festiva. (Lleva el subtítulo de “furiant”.) El trío es tranquilo y suave generando un nuevo contraste en donde aparece el piccolo en un solo; un momento inédito en una sinfonía de Dvořák.

En el último movimiento hay un guiño al final de la segunda sinfonía de Brahms; la indicación marca pianissimo, pero comparte también el ritmo de marcha. Es un movimiento en el que confluyen varios temas breves, sorprendentes, que confieren el dinamismo propio de un final. La coda está compuesta por una secuencia de dos notas seguidas por una pausa de dos tiempos sucesivamente, lo que resulta en un ritmo casi marcial y con una fuerza ascendente que facilita la contundencia del último acorde.

 


[1] Sul ponticello es una técnica que consiste en tocar muy cerca o sobre el puente del instrumento de cuerda. El sonido que produce es más alto en timbre, con más matices de lo ordinario y con un efecto metálico.