Balmoreada 1. O cómo restaurar una tumba.
Una mañana de verano en el 2017, me fui con una cámara al Panteón Civil de Dolores. Un par de noches antes, me habían comentado1 de la existencia de una mujer que en los años treinta se vestía de hombre para burlarse de la élite mexicana. Y su tumba, que es una especie de monumento de talavera donde se retratan sus acciones, estaba intacta en el panteón. No sé qué estaba pensando cuando supuse que encontrar esta tumba en el cementerio más grande la Ciudad de México sería una tarea fácil. Abrumada por el espacio, entonces, me dirigí a las oficinas. “Nombre y fecha de defunción”, me dice un hombre con tono de hartazgo. “No sé, el apellido es Balmori. Pero la tumba es de talavera, alguien tiene que reconocerla”. Cara de enfado. “Señorita, el archivo está organizado por fecha y apellido del difunto. Sin esos datos, no la podemos ayudar”. Un poco frustrada por lo que obviamente es la manera más lógica de organizar este tipo de archivos, me dirigía hacia la salida cuando un señor me alcanzó entusiasmado y me dijo: “Usted busca a Conchita. Aquí la conocemos por Conchita. Le dibujo un mapa”.
Jack Halberstam ha dicho que producir información sobre las subjetividades que han sido deliberada o accidentalmente excluidas de la historia es una tarea muy parecida al juego infantil de la búsqueda del tesoro no solo en el método sino también en la emoción que produce2. Así que, con mi pequeño mapa, aquella mañana me dispuse a jugar entusiasmada el juego. El tesoro: los restos materiales de un extraño y olvidado episodio de la historia de la disidencia de género en México. Las preguntas: ¿qué a hacer con esa información? ¿se puede reparar el daño hecho al borrar su presencia de la historia? ¿se puede restaurar una tumba?
Conocidas como las “Balmoreadas”, estas bromas eran organizadas por un grupo de amigos y cómplices de Concepción Jurado (1865-1931), quien vestidx del millonario español Carlos Balmori, engañaba a la élite mexicana para sacar a relucir la falsa moralidad que permeaba en el ambiente de la época postrevolucionaria. Insistiendo en hacer negocios y compartir su fortuna con el pueblo mexicano, Balmori seducía a sus víctimas con promesas de grandes sumas de dinero, trabajos y autos lujosos; alianzas políticas y económicas; e incluso matrimonios —se dice que llegó a casarse con más de una veintena de mujeres—.
Los azulejos de talavera, así como los textos que documentan su vida, sugieren que Jurado estaba tan involucradx en sus travesuras que prácticamente vivió sus últimos años de vida travestidx hasta el punto de confesar los pecados de Carlos Balmori en el lecho de su muerte (y por supuesto, para el catolicismo, esto es morir en pecado).
La tumba en sí misma registra visualmente está práctica travesti, ya que un lado celebra a Concepción Jurado mientras que el otro, honra la vida del tercio español Carlos Balmori.
Sin embargo, lo que llamó mi atención en aquella visita fue que el lado dedicado a Jurado había sido vandalizado y las talaveras que en algún momento formaron su torso y cabeza, ahora dejaban un hueco, un bloque de cemento gris. Y por supuesto, Balmori permanecía erecto e invicto.
Ante esta imagen, no pude evitar reírme y pensar en las herramientas poco sofisticadas del heteropatriarcado que se empeña en minimizar la producción cultural de mujeres (cis y trans*) simplemente “olvidando” (o negando) su existencia. Claro está que es imposible saber qué pasó con la tumba y por qué solo Jurado pagó las consecuencias. El punto es que decidí interpretar la simbólica “decapitación” de Conchita como una metáfora de la urgente necesidad de materializar y movilizar su historia.
Si bien la tumba es el punto de partida puesto que es un archivo visual de las Balmoreadas, también es un punto de fuga. ¿Cómo restaurar (metafóricamente) la imagen de Conchita si vivió sus últimos años como Carlos Balmori? ¿Cómo hablar de su disidencia de género y sus prácticas travestis sin caer en un presentismo perverso que interprete su vida exclusivamente con los parámetros del siglo XXI? Es importante evitar la trampa de simplemente proyectar ideas contemporáneas a momentos históricos, pero esto no implica que no podamos aplicar conocimientos del presente a acertijos del pasado, subraya nuevamente Jack Halberstam3. De cierta manera, la ausencia de la cabeza de Conchita, la superficie vacía, es una provocación que me obliga a preguntarme por el método adecuado para recuperar este tipo de archivos sin provocar más daño. Si bien devolverle el cuerpo a Conchita podría ser significativo, su disidencia de género me obliga a detenerme y pensar un poco. ¿Cómo restaurar su imagen y, con ella, su subjetividad, sino sabemos quién era Conchita en realidad? ¿O hay una Conchita en primer lugar? ¿Se identificaría hoy como Carlos Balmori? ¿Qué pronombres usaría?
Si la destrucción de Conchita me pareció al principio una forma simplista de borrar su historia, hoy quiero sugerir esta destrucción como una apertura para repensar las identidades no como herramientas para fijar discursos sino como devenires que no se agotan ni en el tiempo ni en el espacio. En su celebre ensayo, “Ojos que da pánico soñar”, José Joaquín Blanco se imagina una nueva minoría que en el futuro recobrará “el sexo poliformo, sin trabas ni mistificaciones”. En este ensayo, Blanco supone que el poder político de la disidencia está en resistirse a las simplificaciones, a los membretes y etiquetas. Me temo que este futuro no ha llegado a materializarse. Peor aún, en el momento transfóbico que estamos viviendo hoy en día, donde además se aboga por un peligroso regreso a los preceptos biológicos, el sueño de Blanco cada vez me parece más una utopía que todavía provoca pánico. Pero si algo nos ha enseñado la resistencia cuir-marica-lencha-trans* es que la utopía se vive cotidianamente cuando gozamos y construimos nuestros mundos desde el placer; o bien, desde la ternura radical como diría Lía García. Que la utopía se vive cuando ponemos el cuerpo para resistir a la violencia heteropatriarcal.
Quizá tenga que recurrir a la ficción—como veremos en las siguientes entregas de esta historia—para poder restaurar la presencia de Concepción Jurado en la historia cuir mexicana. Por ahora, puedo decir que la forma juguetona con la cual Conchita elude mi deseo de aprehender su vida me obliga a detenerme y a contemplar en silencio la tumba dañada: ¿Qué me quiere decir Conchita sobre su disidencia de género? ¿sería una forma de vivir su propia utopía? ¿Es su práctica travesti un eslabón que puede ayudar a sacudirnos de una vez por todas esta maldita transfobia que amenaza con destruir la poca humanidad que nos queda?
La escritora mexicana Ave Barrera dice que la restauración implica entender de qué modo los objetos quieren ser rescatados. Para la protagonista de su novela, este proceso es una labor de escucha que implica pararse frente al objeto y aguardar en silencio hasta que podamos percibir cómo sería éste sin el daño. Y luego, pensar cómo este daño se puede sumar a la belleza del objeto desde nuestro presente. Por ello, escribe Barrera que “Restaurar es fabricar un bello fantasma”4Barrera, Ave. Restauración. Guadalajara: Editorial Paraíso Perdido, 2019. 159 p.5. Es curioso que este episodio extraño de la cultura cuir mexicana comience en un cementerio y con una tumba, espacio fantasmal por excelencia. Si esta historia debe ser recuperada es porque la presencia espectral de Concepción Jurado/Carlos Balmori nos atormenta hoy en día con su disidencia de género para que comencemos a reparar el daño y la deuda histórica que tenemos con todxs aquellxs que se han atrevido a desafiar a la moral mexicana.
La destrucción de Conchita es, además, una invitación (simbólica, si se quiere) a repensar y expandir la definición de mujer para restarle esencialismo. La disidencia travesti de Concepción Jurado/Carlos Balmori sugiere que en México la performatividad del género siempre ha sido una estrategia revolucionaria, radical y emancipatoria para las mujeres cis y trans*. Después de todo, Conchita se vistió de hombre por primera vez para pedir su propia mano en matrimonio y no tener que casarse nunca. Si su travestismo comenzó como un acto de resistencia ante una institución opresiva, pronto se convirtió en una forma de vida, en un acto que le dio la libertad de ser ellx mismx. Si bien nunca sabremos cómo se identificaría hoy este personaje, su presencia espectral en la historia cultural cuir mexicana demuestra que la esencialización de las categorías sexo-genéricas es una obsesión reciente (y el resultado de siglos de colonización como Lukas Avendaño y Elvis Guerra demuestran). Para restaurar la tumba sin reproducir el daño hay que gritar bien fuerte que la lucha será transincluyente o no será.