Tierra Adentro
Ilustración por Berenice Medina

 

Soy yo quien decide que no habrá mañana;

con suerte, una claridad.

—António Lobo Antunes

¿Cuál fue el momento preciso en el que Roanoke se esfumó para volverse silencio, vacío: una pobre anotación en un árbol? John White llegó por primera vez a la región de Roanoke en 1587; iba dispuesto a colonizarla. La expedición había sido ordenada por Sir Walter Raleigh, que a su vez había obtenido el permiso de la Reina Isabel I de Inglaterra para servirse con cuchara grande, en medio de aquella aparente carrera que sostenían ingleses y españoles para ver quién lograba colonizar antes Norteamérica. Así fue como 117 colonos llegaron a Roanoke como una parada antes de la anhelada Chesapeake.

Los ingleses consiguieron llevar una buena relación con la tribu croatoan, una de las tantas que habitaban la zona, pero las demás tribus se resistieron a la invasión y repelieron la llegada de los colonos. Así, en un constante estira y afloja, White tomó la decisión de volver a Inglaterra para traer más refuerzos que pudieran ayudarle en su propósito.

Con lo que John White no contaba era que la guerra angloespañola lo retrasaría por más de tres años en su país de origen. Al volver, listo para zanjar aquella pausa que había dejada incompleta su misión, White se dio cuenta de que había cometido un error. Todo rastro de la antigua tribu había desaparecido, salvo un pequeño vestigio que, sobra decirlo, no decía mucho de su destino: la palabra ‘croatoan’ tallada en un árbol.

 

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Fallecer viene del latín fallere, que en primera instancia quiere decir equivocarse. Fallar. De la misma forma que White equivocó la colonización de Roanoke; de la misma forma que mi padre equivocó el rumbo de su vida hace exactamente un año.

Morir es no acertar el golpe, dejarlo todo a la suerte.

Para fallar no es necesario cometer grandes errores: todos los días fallamos a nuestros compromisos, invariablemente de lo inverosímiles o mundanos que estos parezcan. Fallamos cuando no logramos levantarnos de la cama en el minuto que la alarma comienza a taladrarnos los oídos.

Una vida sin errores es monótona, pasa de largo. Fallar nos hace reconocibles, únicos. Humanos.

 

Ilustración por Berenice Medina

Ilustración por Berenice Medina

 

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No conocemos el rostro de aquella persona que, hace poco más de 5,000 años, grabó en escritura cuneiforme una tabla de arcilla que contenía la frase “ayer no te vi en Babilonia”. Nos aventuramos a creer, no obstante, que aquella vetusta huella, proveniente de una de las más antiguas formas de expresión escrita que se conocen, delata lo vieja que ha sido nuestra afición por ficcionalizar nuestras vidas, por hacerlas más asequibles a través de algo con mejor talante que nuestras tediosas rutinas.

Seis palabras que, aunque parecen triviales, han sido rescatadas por António Lobo Antunes, que toma este misterioso pasaje de la existencia humana y lo convierte en el título de una de sus más grandes apuestas narrativas. Una novela que, como casi todas las escritas hasta hoy por el portugués, habla del caos y la desesperanza: de personajes que, heridos por la fusta de la derrota, han perdido una parte importante de su vida.

En las novelas de Lobo Antunes siempre hay algo tan cercano a nuestras vidas que termina por resultar grotesco pensar en coincidencias. La voz en soledad de las voces narrativas nos deja ver el hilo que une cuatro vidas discordantes, enlazadas con un nudo que todo lo puede y todo lo arrebata: la pérdida, ese terrible error de cálculo en nuestras vidas que entre las doce de la noche y las cinco de la mañana se vuelve insoportable.

Por eso aventurarse a su lectura es apasionante y, al mismo tiempo, desolador: un pasaje, una escena, un momento justo donde encontramos aquella fisura que nos recuerda que somos humanos y, por lo tanto, somos idiotas. Y cuando al fin tropezamos con aquel párrafo, que pareciera estar escrito precisamente para nosotros, no podemos pensar otra cosa: esto tiene que ser un error.

El último apartado de la primera parte del libro da voz a un hombre que no tiene ni tendrá relación futura con ninguno de los personajes principales: un anciano que, sentado en una silla, reflexiona (y maldice) sobre la muerte, el cáncer y, finalmente, sobre su padre.

¿Cómo nos atraviesa, pues, ese error en la Matrix que es la enfermedad, el desahucio, la desesperanza, el abandono? Yo descubría agradecido que la enfermedad de mi padre, además de ayudarme a respirar, me volvía más firme, dice aquel sujeto del que nunca conoceremos el nombre, pues jamás volverá a aparecerse en nuestra lectura.

Alrededor de todo el libro, cada uno de los individuos que transitan por ese tiempo muerto entre las doce de la noche y las cinco de la mañana, dejan muy en claro que el mundo no es un lugar hecho para los insomnes; mucho menos para todos aquellos que están condenados a equivocarse una y otra vez, a vivir con la pérdida a las espaldas.

¿Qué es la felicidad, a fin de cuentas, si nuestras vidas están destinadas a ser constantemente perforadas por la gélida sombra del error?

 

 

Ilustración por Berenice Medina

Ilustración por Berenice Medina

 

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No encuentro una mejor forma para hablar de él que la del desacierto. La mañana del 6 de diciembre de 2018 envié un mensaje de texto a mi padre. Sería el último.

Me gustaría decir que no creo en las coincidencias, que soy una fiel discípula del escepticismo, y que esas tres líneas donde le escribía para recordarle que estaba ahí, a su lado, fueron una mera sucesión de eventos que no tiene relevancia alguna.

Aún y cuando la relación de papá y mía no fuera tan fructífera. Aún y cuando nuestros mensajes y llamadas fueran cada vez más espaciados. Aún y cuando esa falla, esa grieta en nuestras vidas llamada cáncer, hubiera cambiado todo de una vez y para siempre.

Dos o tres horas después vino la catástrofe. A las cuatro de la tarde de aquel 6 de diciembre de 2018 mi padre ya no formaba parte activa de este mundo: era un simple vestigio del pasado, una pequeña marca incomprensible en el tronco de un árbol que a duras penas alcancé a comprender aquel día, mientras atravesaba una a una las baldosas de Parque Hundido y me perdía en el corazón de la Del Valle, intentando explicarme una sucesión de eventos que no tenía ni tendrá sentido; y, sin embargo, su mensaje ahí, en la pantalla de mi celular, como un recordatorio que se quedaría tintineando en mi pantalla: sabes bien cuánto te quiero.

Si hubiésemos podido llegar a entendernos, piensa a la media noche aquel extrañísimo personaje sin nombre, a propósito de su padre, ¿me sentiría feliz?

Equivocarse es una palabra muy fácil de decir y muy difícil de explicar. ¿O es acaso al revés? La literatura nos enseña, justamente, que existe en el mundo una zona grisácea en donde uno puede darse de trompicones cuantas veces quiera; las más, mejor.

Y es así como en ‘Ayer no te vi en Babilonia’ cuatro personajes recorren uno a uno los minutos que van de las doce de la noche a las cinco de la mañana: un delgadísimo hilo en el que cada uno encuentra los errores que los mantienen al filo del insomnio.

 

Ilustración por Berenice Medina

Ilustración por Berenice Medina

 

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White desembarcó de nuevo en tierras estadounidenses el 18 de agosto de 1590. Era el cumpleaños número tres de su nieta y, sin embargo, al descender, todo lo que hubo fue un silencio aterrador, de aquellos que sólo se escuchan cuando uno ha palpado el vacío muy cerca. En Roanoke no había un alma.

Y ahora pregunto, qué será de mí cuando acabado este capítulo dejen para siempre de oírme, verbaliza aquella mujer cuando están por dar las cinco de la mañana. Nada, digo en voz alta, esperando que haya alguien que me oiga a mí. La ausencia de ruido lastima: nos recuerda que el abandono existe; aún aquellos abandonos milimétricos que estamos condenados a repetir día con día en los pasillos del supermercado o en la anónima hora pico del meto.

Es cierto eso de que un lugar existe sólo cuando alguien se atreve a nombrarlo: así, desde aquel día en el que los habitantes de aquella colonia decidieron marcharse, o hundirse, o escapar del yugo de los ingleses, encontraron la forma de fundar su propio mito a través de ocho tímidas letras.

¿Qué será de nosotros el día que dejen para siempre de oírnos? Imagino, pues, a White escribiendo aquella frase en la soledad de su estudio. Nadie más lo habría visto pasar por Roanoke. Nadie cantaría sus hazañas: una mera sombra, una rebaba de la historia condenada al tropiezo.

Finalmente, el error de White y de aquellos cuatro personajes condenados al insomnio, e incluso el de mi padre y mío, es pensar que el mundo no es capaz de seguir su curso sin nosotros.

Famélicos, impotentes, nos horroriza la idea de ser olvidados a mitad de la madrugada: por eso el insomnio, por eso las ocho letras talladas en la corteza de un árbol, por eso un raquítico mensaje en la pantalla del celular dejan de tener el sentido que buscamos.

A veces, lo que verdaderamente importa, es aquello que hemos perdido por no saber esperar a que amanezca.


Autores
(Chihuahua, 1992) es escritora. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2016 y el Premio Chihuahua de Literatura 2013 por El confeccionador de deseos.

Ilustrador
Bere Medina
(Estado de México, 1986) Dibujante y tallerista que radica en la Ciudad de México, es feliz colaborando en espacios de formación y en proyectos editoriales independientes de cómic e ilustración. Coordinó cursos de novela gráfica, ilustración y cómic en la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM, en el Centro de las Artes de San Agustín (CASA), el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), el Museo Arocena, InSite Casa Gallina, Centro Cultural Border, Cuarto para las 3, Biblioteca Aeromoto, entre otros. Instagram: @escribebere