Tierra Adentro

72 horas antes de este luto muchos escuchamos, sin negar el entusiasmo, un álbum cuya portada llevaba únicamente una estrella negra sobre fondo blanco. La totalidad de la vida de David Bowie podría explicarse con esta imagen. El color más profundo sobre el más puro de todos. A diferencia de Malevich y su cuadro, Bowie escogió una estrella de cinco puntas. Forma universal, pentagrama de origen difuso también llamado pentalfa, cuyos orígenes podrían, si se quiere, ser rastreados hasta la Biblia. Pero no, en este vacío de cinco puntas hay algo más profundo y personal que la simple lectura simbólica. En la misma portada puede verse la estrella, descompuesta, abierta por diseño, escribiendo la palabra «Bowie».

Antes de fijar su testamento con el color negro, antes, mucho antes, de ese ahora tan lejano 8 de enero de 2016, Bowie había recorrido, ya sin gana, la totalidad del firmamento. Su lugar común: la metamorfosis. El Bowie que a nuestros oídos abrió las cavidades del espacio y mostró el firmamento entero en una sencilla progresión de acordes; el Bowie, también convertido, en un esteta de las estrellas, el Bowie que más que Bowie es Ziggy; el Bowie de la mítica portada de Aladdin Sane; el músico total de Station to Station, Low y Heroes; el peor Bowie, aquel de Let’s Dance, de Tonight, de Never Let Me Down, álbumes horribles, destrozos que en cualquier otra discografía podrían destacarse, pero no aquí. En estos 25 lanzamientos se agotaron los espacios disponibles para obras maestras.

¿Y quiénes son todos esos Davids que ahora colisionan en la forma de una estrella negra? Todos y ninguno, mejor dicho, «todo es uno» Quizá el lugar desde donde debe mirarse a Bowie no sea la transformación, el simple gesto de reconocer que una persona, naturalmente, cambia. Hay algo más profundo, la transformación que no puede ser vista como progreso, porque el progreso -ultimadamente- tiene una mierda que ver con el arte. Dicho de otra manera, las mutaciones de Bowie no son, como se quiere, facetas, disfraces o etapas, de hecho, representan todo lo contrario: una obra total, resumida en éste, su autorretrato, completamente último, el único autorretrato capaz de contener todos sus rostros: uno negro.

Nothing Has Changed es la compilación más reciente lanzada por David Bowie. Sin pensarlo demasiado, el título deviene manifiesto. Recorrer la vida y obra de un hombre sólo para hallar que, en efecto, entraña siempre los mismos ingredientes: una lucidez extraordinaria para seleccionar los elementos musicales, una teatralidad coherente hasta con la más mínima nota, un compromiso, casi enfermo, con el pensamiento que da origen a un álbum, la sensación de mirar dentro de uno mismo de forma tan profunda y tan sincera, sólo para encontrar un espacio cerrado y sin luz. Un punto donde se anula el «yo», como esos múltiplos de Bowie que ahora evocamos, no sin cierta tristeza.

Porque en última instancia David Bowie logró algo profundamente desconcertante: escapó al «yo». Abandonó la primera persona, y luego, en compañía de sus otros, dejó, también, la segunda. Como un hombre que ha caído del cielo, no pudimos más que mirarlo como un extraño. Ni el uno ni el otro, sino el tercero, un legendario «Él». Tercero gramatical que en “Five Years”, la canción que abre el disco más imprescindible de Bowie, toma la forma de toda esa gente gorda, o flaca, alta o chaparra, solitaria. Toda esa gente que Bowie jamás pensó necesitar y que ahora, probablemente más que nunca, lo necesita a Él. Así, con mayúscula.