Anton Bruckner (1824-1896) Sinfonía romántica
Bruckner fue profesor de una escuela primaria en Ansfelden, Austria, como lo fueron su padre y el padre de su padre. Los Bruckner eran gente sencilla, artesanos y granjeros, pero Anton tuvo la oportunidad de cantar en el coro de la iglesia de Saint Florian, aprendió a tocar el órgano y un primo suyo le enseñó las bases musicales. Eso bastó para que el deseo por convertirse en un músico profesional germinara en el joven Anton, aunque para él no fue fácil dedicarse a la música; su idea era continuar con la tradición de la familia y ser un maestro de escuela primaria. Sin embargo, se decidió a ganarse la vida como músico y se encontró estudiando durante años para obtener diplomas y certificados que validaran sus conocimientos, ya que había comenzado muy tarde su carrera. Como decía el director de orquesta Wilhelm Furtwängler: “Schubert y Mozart ya habían terminado todas sus composiciones cuando Bruckner apenas estaba haciendo ejercicios de contrapunto”. Pero más adelante lograría un puesto como músico profesional y obtendría un Doctorado Honoris Causa a los 67 años de edad (el primero concedido a un músico vienés) después del cual exigía a los demás que se dirigieran a él como “Herr Doktor”.
En 1840, Bruckner escuchó la música de Beethoven y Weber por primera vez, se abocó a estudiar el Arte de la fuga y el Clavecín bien temperado de Bach, comenzó a familiarizarse con la obra de Schubert y de Mendelssohn. En 1848 obtuvo el puesto como organista en Saint Florian. De hecho, en vida, Bruckner fue mucho más reconocido como organista que como compositor. En París dio un recital de órgano en Notre Dame, entre la audiencia se encontraban Franck, Saint-Saëns, Auber y Gounod. También tocó durante una semana en el Royal Albert Hall de Londres y cinco días más en el Crystal Palace bajo el auspicio de la Cámara de Comercio de Viena.
En Saint Florian componía, como era costumbre, cualquier cosa que necesitara la comunidad: motetes, obras para piano a cuatro manos, canciones, piezas corales, etcétera. En 1855, decidió tomar clases en Viena con Simon Sechter, un gran teórico de la polifonía, quien también había sido maestro de Schubert. Seis años después de ir y venir a Viena desde Linz a tomar clases con Sechter, Bruckner obtuvo un Meisterbrief (una suerte de maestría) y un dominio absoluto del contrapunto. Después continuó sus estudios con Otto Kitzler, el primer chelista de la Orquesta del Teatro de Linz. Cuando Bruckner cumplió cuarenta años de edad, tras haber estudiado con Sechter y Kitzler entre otros, decidió que ya era momento para comenzar a componer sus propias obras. En esa primera década como compositor, Bruckner escribió tres misas y varias versiones de sus primeras cuatro sinfonías.
Aunque su quinteto para cuerdas de 1879 es una obra estupenda, Bruckner destacó como compositor por su música coral y sus sinfonías; sobre estas últimas es difícil compararlo con otros compositores de su tiempo; Brahms y Wagner robaron toda la atención entonces y lo que hacía Bruckner era muy distinto. Sin embargo podemos apuntar que en 1865 atendió a una representación de Tristán e Isolda y tuvo oportunidad de conocer a Wagner, de quien aprendió sobre todo la libertad para distenderse en el desarrollo de los temas y el juego con los tempi a voluntad, pero no podríamos calificar de wagnerianas sus sinfonías (o no más que la música sinfónica de Debussy, por ejemplo).
Sus primeras dos sinfonías fueron bien recibidas, pero realmente su cuarta sinfonía fue la primera en darle cierta notoriedad. En 1868, Bruckner decidió mudarse a Viena en compañía de su hermana Maria Anna, de lo cual pronto comenzó a arrepentirse. Había dejado atrás un pueblo del norte de Austria en el que se sentía a gusto y había abandonado su puesto como organista de la catedral de Linz y, con ello, la posibilidad de una pensión al retirarse, por seguir el consejo de sus amigos. Se mudaría a Viena para dar clases de órgano y contrapunto en el Conservatorio a cambio de un salario inferior al que recibía en Linz, sin un puesto fijo y para ser blanco de agresiones y rechazos de la sociedad vienesa.
Por esos años se desató la famosa guerra entre Wagnerianos y Brahmsistas, en la que en algún momento Bruckner se vio involucrado y, como consecuencia, se enemistó con Eduard Hanslick, el crítico musical de la Neue freie Presse, quien era un hombre con suficientes contactos como para hacerle la vida imposible en Viena. Le fueron negadas las becas del gobierno en repetidas ocasiones, así como un puesto como catedrático en la Universidad de Viena. En una carta de 1874 dirigida a un amigo, Bruckner explica su situación:
Ahora es demasiado tarde: trabajar y trabajar sólo para acumular deudas y para disfrutar el fruto de mi trabajo en la cárcel, a causa de mis acreedores, donde también podré pensar en la estupidez de haberme mudado a Viena; a eso se resume mi patrimonio. Me han quitado 1000 florines este año y no hay ningún dinero que los reemplace, ni estipendio ni nada. Ni siquiera puedo pagar por la copia de mi cuarta sinfonía.
Sin embargo, en 1875, la universidad creó una cátedra en Armonía y contrapunto para él (aunque sin goce de sueldo hasta 1877, año en el que comenzaría a recibir su primer pago). Bruckner no encajaba en la sociedad vienesa, no por falta de talento sino por venir de una zona rural de Austria; la gente se burlaba de su acento, de su vestir, su humildad (si en un salón de clases al lado del suyo alguien tocaba el Ángelus, por ejemplo, Bruckner se arrodillaba a media clase para persignarse) o de que se enamorara de chicas de dieciséis años de edad.
Sin embargo, en 1873 su segunda sinfonía tuvo un impacto favorable entre la audiencia de Viena y para 1885, su séptima sinfonía fue tremendamente ovacionada en Leipzig, Dresde, Frankfurt, Hamburgo, Colonia, Ámsterdam, La Haya y Utrecht, entre otras ciudades. Los últimos trece años de su vida aproximadamente, Bruckner fue un profesor muy respetado, un organista excepcional, recibió la condecoración imperial de la orden de Franz Joseph I, así como una beca del fondo privado del emperador y una casa modesta en Belvedere, también ofrecimiento del emperador, adonde Bruckner se mudó en 1895. Sólo él podría decir si todo esto pudo compensar una vida de rechazo de la mayoría del público, ataques constantes en la prensa y humillaciones por distintas orquestas. Por ejemplo, Bruckner nunca pudo escuchar sus sinfonías quinta y sexta porque los directores de entonces se negaron a hacerlo. Su sexta sinfonía fue interpretada por primera vez por Gustav Mahler en 1899 y no en su versión íntegra. Ahora bien, no todo el rechazo que Bruckner encontró en vida se debió a lo ya mencionado; también hay que decir que su música era inusitada para su tiempo. Como afirmó Furtwängler en su discurso ante la Sociedad Bruckner de Alemania en 1939:
En la actualidad, la relevancia del gran arte de Bruckner tal vez de deba a que llama nuestra atención hacia la esfera de lo absoluto y nos obliga a abandonar los métodos históricos convencionales que, en el más amplio sentido de la palabra, “encumbran” la comunión directa del hombre moderno con el arte del pasado. Esto no quiere decir que Bruckner no emergiera como un producto de su tiempo, aunque se hizo a un lado mientras sus contemporáneos Wagner y Brahms, en cierta medida, se mostraron activos en moldear su propio tiempo convirtiéndose en los verdaderos arquitectos de su época. Bruckner no trabajó para el presente; en su arte él sólo pensaba en la eternidad, creaba para la eternidad. En este sentido, Bruckner se convirtió en el más incomprendido de los grandes músicos […] es uno de esos genios que aparecen rara vez en el curso de la historia europea, cuyo destino fue hacer real lo trascendente y atraer, incluso forzar, el elemento de lo divino en lo humano.[1]
Y al final, Bruckner se mantuvo constante en su producción de sinfonías; su música tiene una complejidad que se entreteje con la sencillez, lo hogareño y lo sublime. Aprendió de Beethoven el manejo de las escalas, el suspenso y el contenido ético de su música; de Schubert aprendió la armonía; y de Wagner, la fuerza de los tempi lentos y el sentido de la distensión (algo inédito hasta entonces). Años después, unos alumnos suyos crearon versiones espurias de algunas de sus sinfonías (hicieron arreglos al estilo de Wagner, cortes, cambios radicales de acompañamientos), por lo que durante algún tiempo estas versiones apócrifas fueron consideradas las originales. Fue hasta la década de 1930 que se restauraron todas las sinfonías de Bruckner a su forma original.
Bruckner comenzó a componer su cuarta sinfonía en enero de 1874 y la terminó en noviembre de ese mismo año, después hizo algunos cambios en 1878 y de nuevo en 1886 para el director húngaro Anton Seidl, quien dirigió esta obra en Nueva York en marzo de 1888.
La sinfonía comienza con un acorde pianissimo en mi bemol mayor que tocan las cuerdas (no in crescendo aclara el compositor en el manuscrito). La idea es que no se escuche el inicio de la música sino que uno se dé cuenta de que ya ha comenzado y entonces un corno francés toca una serie de llamadas. Desde ese momento inicia un sentido del misterio, al que era propenso Bruckner, a fuerza de tensar la relación entre sonido, distensión y silencio. A ratos la línea entre sonido y silencio es demasiado tenue, nos obliga a sentirnos descolocados. El uso del corno francés y esta tensión que obliga al suspenso son recursos claramente románticos, de ahí el título de la sinfonía. En un texto posterior a la composición de la obra (y en un intento por ponerse del lado de la música programática) Bruckner escribió para un folleto que en este primer movimiento el escucha habría de imaginar “una ciudad medieval, al amanecer, con las primeras llamadas del día desde las torres, el abrirse de las puertas de la ciudad, el galopar de los caballeros en sus radiantes corceles dirigiéndose al bosque mágico que los envuelve, luego escuchamos los murmullos del bosque, el canto de las aves… y así se construye el cuadro romántico”.
Mientras que el corno toca sus cuatro llamadas, la armonía de las cuerdas se vuelve más activa aunque no más fuerte. Otros alientos retoman la llamada, el corno les responde y las cuerdas adquieren un nuevo color, pues tocan los violines y las violas, pero los chelos y los contrabajos permanecen en silencio. Ahí surge el crescendo y el ritmo cambia para enfatizar el primer fortissimo que toca toda la orquesta. Por un momento la música abandona la grandiosidad y vuelve a un aire más íntimo y cálido.
Mientras que los primeros violines intervienen con notas alegres al igual que las violas, los segundos violines forman un contraste al “oscurecer” la armonía tocando sutilmente en fa bemol (mi). Con un manejo absoluto de la forma y el tempo, Bruckner explora los contrastes. Después de la exposición, el desarrollo mantiene el aire de misterio, un aire reflexivo sugerido por un nuevo tema, un coro arreglado para las trompetas, los trombones y la tuba acompañados por los violines, las violas y los alientos de madera; este pasaje prepara la recapitulación, las llamadas del corno hacen eco en los tambores y en una flauta que añade un lejano contrapunto. Después de la recapitulación vuelve el corno, pero esta vez con un fortissimo y el movimiento termina.
El segundo movimiento tiene un aire melancólico y se caracteriza por ser elusivo; apenas comienza a sostenerse en cierto carácter y cambia por completo. Parecería el ejemplo ideal de lo que aseveraba Furtwängler con respecto del trabajo de Bruckner como algo que no apunta al presente sino a la eternidad. Paradójicamente se trata de un movimiento que requiere una presencia y concentración absolutas de parte de los ejecutantes (comenzando por el director) porque se corre un gran riesgo de volver monótona esta parte, de hacer de esta música algo frívolo debido a su sencillez. La música de este movimiento pareciera construir un velo entre la propia música y los escuchas. Inicia con una melodía amable y sencilla a la que sigue un suave coro de las cuerdas y luego una melodía expansiva de la viola (con pizzicatos que indican la continuidad dentro de una suerte de tiempo detenido) mientras percibimos un aire de marcha fúnebre a lo lejos. Luego los cornos, la trompeta, los violines y las violas interpretan un par de melodías radiantes que se desprenden de la melodía del inicio. Llega el clímax, viene la recapitulación, y un final breve y melancólico.
El Scherzo nos lleva a otro ritmo (a un compás de 2/3). Aquí la música es viva y produce la sensación de varias cosas que suceden vertiginosamente; esto queda particularmente señalado por el contraste entre los fortissimos y los momentos de gran delicadeza. En el primer manuscrito de la obra, Bruckner se refería al tema de esta parte como un “tema de cacería” y, en efecto, pareciera un llamado a la acción.
https://www.youtube.com/watch?v=PwhmbK6Av_w
El gran final está bosquejado en el primer movimiento, la música inicia con un pulso pianissimo llevado por las cuerdas, luego un rápido golpe repetido por los chelos y contrabajos, un tremolando de los primeros violines y violas, y un ritmo acelerado en los segundos violines. Todo esto en la tonalidad de si bemol para incrementar la tensión, ya que será hasta después de que aparece el crescendo y escuchamos ecos del “tema de cacería” del scherzo que la música alcanza la tonalidad de mi bemol disipando la tensión y haciéndonos sentir que hemos vuelto a terreno conocido. El cierre de la obra es abrupto, tiene algo de cierta oscuridad que parece extenderse incluso poco después de que la música ha terminado.
Los recursos empleados por Bruckner en esta sinfonía son muy numerosos; hace del contraste y la distensión sus recursos más poderosos, pero el contrapunto y los cambios de ritmo y tono no desmerecen en absoluto. Los temas que utiliza son variados y cada uno con un carácter particular que a su vez se complementan entre sí para conformar el carácter total de la obra. Cuando pienso en las sinfonías de Bruckner no puedo evitar evocar la catedral de Chartres descrita por Proust en su novela En busca del tiempo perdido; pienso en un espacio construido, minuciosamente, para la divinidad, pero una divinidad de contrastes, de luces y sombras, y al fin y al cabo absoluta.
Versiones recomendadas:
- Probablemente ningún director de orquesta ha comprendido mejor los tempi de Bruckner que Sergiu Celibidache. En esta versión de 1983 dirige a la Filarmónica de Múnich en un auténtico tour de force (sin duda ningún interesado en la música de Bruckner puede ignorar las interpretaciones de Celibidache):
- En 2006, y con toda la experiencia del mundo, Claudio Abbado dirigió a la Orquesta del Festival de Lucerna; su interpretación es muy precisa, arrojada y propositiva. Los tempi de Abbado son lentos aunque no distendidos y a ratos esto parece disminuir la tensión buscada por Bruckner, pero se trata de una ejecución ejemplar:
- Escuchar las sinfonías de Bruckner dirigidas por Eugen Jochum es, quizás, la mejor manera de acercarse a ellas. Jochum fue un verdadero conocedor de la música sinfónica de Bruckner y sus recovecos al grado de tomarse ciertas licencias en su interpretación. (Es notable, por ejemplo, el pulso acelerado con el que inicia y termina la cuarta sinfonía.) Sin embargo, los matices de la ejecución en toda la obra y el cuidado del segundo movimiento son ejemplares. Aquí dirige a la Orquesta Filarmónica de Hamburgo:
[1] Tomado de la versión al inglés por Michael Steinberg del libro Ton und Wort (Wiesbaden: Brockhaus, 1954).