Tierra Adentro

 

En mayo del año 2000, en el pueblo de Yoshii, prefectura de Okayama, un campesino japonés reportó el hallazgo de la osamenta de una serpiente muy extraña. Medía unos sesenta centímetros y, a diferencia de cualquier otra, tenía el estómago demasiado abultado, como si hubiera en su interior algo todavía en proceso de digestión. Los representantes de la comunidad llevaron el extraño cuerpo a un laboratorio universitario, en donde el departamento de biología se encargó de determinar si se trataba —como era la sospecha general— de un tsuchinoko, criatura que, desde el siglo VIII, ha formado parte de las leyendas de Japón.

Según los recuentos populares, el tsuchinoko vive en las profundidades del bosque. Se caracteriza por ser ágil, veloz, venenoso y porque tiene la capacidad de hablar: se les aparece a los viajeros en los parajes desolados y platica con ellos para engañarlos. No se trata, pues, de un animal común y corriente. Está muy lejos de serlo: el tsuchinoko es un yōkai, un monstruo del folclor japonés que se ha constituido como parte imprescindible para comprender la construcción cultural de los pueblos.

La definición de yōkai es muy compleja. Según anota el japonólogo Michael Dylan Foster, el término se puede traducir como monstruos, criaturas extrañas, seres fantásticos, espíritus, fantasmas, deidades menores, o cualquier otra ocurrencia de lo numinoso. En todo caso, se trata de seres mitológicos, cuya naturaleza varía de tal manera que algunos son prácticamente idénticos a los seres humanos, y otros son tan sustancialmente distintos como las linternas o los paraguas o distintos tipos de animales: los tejones, las ranas, los zorros.

Mientras las noticias de este hallazgo se difundieron a lo largo del país, en Yoshii se construyó una estatua de la peculiar criatura; además, se inició la producción en masa de sake de tsuchinoko y otros dulces regionales que tomaban su figura como motivo y promoción. Eventualmente, los análisis demostraron que la osamenta en realidad había pertenecido a una simple culebra con malformaciones genéticas, pero esto no impidió que las autoridades del pueblo continuaran gozando de la “fiebre del tsuchinoko” e, incluso, llegaran a ofrecer una cuantiosa recompensa —por lo menos 20 mil dólares— para aquel que les llevara un tsuchinoko de verdad.

Para el lector (no japonés) promedio, el revuelo que causó el descubrimiento del falso monstruo podría parecer una nimiedad. Ridículo, incluso, pues la equivalencia en México hubiera sido el hallazgo de un chaneque, un chololito o hasta del chupacabras (aunque muchos recordarán que en los años noventa hasta en TV Azteca se hablaba de los avistamientos de esta pesadilla del ganado). En Japón, no obstante, el avistamiento produjo no solo el furor general, sino que se desplegó en una serie de eventos que llevarían a la región a un renacido esplendor económico. Aún más, apenas un año después del incidente de Yoshii, en el pueblo de Mikata, localizado en la prefectura de Hyogo, el gobierno local exhibió un nuevo cadáver a la vista de todos, asegurando también que se trataba de un tsuchinoko real. Cabe destacar que los habitantes de Mikata no tuvieron la misma prisa para comprobar la legitimidad del hallazgo.

Kappa estatua camino

La anécdota anterior nos ayuda a entender la relevancia cultural y hasta comercial que tienen los yōkai a lo largo y ancho del territorio japonés. Al grado de que, en casi cada región, existe al menos uno que se integra rápidamente a las narrativas sociales y tradicionales. Así como cada ciudad establece sus atractivos paisajísticos o históricos para atraer al turismo local e internacional, de la misma manera las criaturas folclóricas pueden llegar a instituirse como elementos que determinan la identidad de los pueblos. “Las criaturas sobrenaturales”, dice Dylan Foster, “negocian con los extremos, creando interacción entre los intereses comerciales locales (el vino de tsuchinoko) y los estudios científicos (un profesor de biología), el rigor académico (una base de datos con más de treinta mil entradas) y la fascinación popular”.

Vi este fenómeno de manera particularmente clara en el pueblo de Tōno, en la prefectura de Iwate. Aunque escondido en uno de los últimos rincones del campo japonés, Tōno goza de un indudable atractivo turístico, pues inspiró al celebérrimo Kunio Yanagita —llamado por algunos “el Grimm japonés”— para escribir su famoso 遠野物語 [Tōno monogatari, traducido por editorial Quaterni como Leyendas de Tono], libro que inició con los estudios folclóricos del país asiático. Apenas al salir de la estación de trenes, me encontré de frente con una fuente llena de kappa, una especie de reptiles similares a las tortugas que viven en los ríos y solo aparecen de vez en cuando para robarse a las mujeres, a los niños y a los caballos. Cuando miré la bellísima fuente de los kappa pude sentir con claridad que estaba por adentrarme a un espacio cercano a la magia, como si aquellos reptiles rojos fueran una especie de conejo blanco que me diera la bienvenida a las maravillas de Japón.

kappa

La mayoría de los pueblos japoneses se ha dedicado a cultivar y engrandecer a sus propios yōkai. Su estudio y relevancia han crecido de tal manera que en la actualidad es posible encontrar un amplio número de enciclopedias, manuales, mapas y otros escritos respecto a estas criaturas. No obstante, el furor está lejos de ser una moda: en el periodo Edo (1603-1868), varios escritores y artistas se dedicaron a llevar a cabo estudios, manuales y bestiarios que pretendían catalogar con una precisión casi taxonómica las miles de criaturas que poblaban el imaginario fantástico de Japón. Y si bien hay varios textos que merecerían una mención, sin duda el más popular es el trabajo del artista del ukiyō-e, Toriyama Sekien.

Basado en el concepto del Hyakki Yagyō [el Desfile Nocturno de los Cien Demonios, creencia popular según la cual durante las noches de verano cientos de monstruos caminan a lo largo y ancho de las calles de Japón], Toriyama Sekien se dedicó a ilustrar la apariencia de un centenar de yōkai, acompañados con una pequeña descripción de sus características, el sitio donde vivían o incluso qué hacer en caso de encontrarse con uno de ellos. Si bien su técnica, tanto en la ilustración como en la descripción, es ahora criticada por burda y limitada, lo cierto es que se trata del primer intento clasificatorio de estas criaturas, esfuerzo que abrió un campo de investigación inagotable sobre la cultura tradicional de Japón. Cito directamente de su libro la entrada para “Kitsune bi”, los populares zorros de fuego: “De acuerdo a la leyenda, los zorros de toda la región de Kantō se unieron para ir al santuario de Ōji Inari, en Edo, para presentar sus ofrendas en el último día del año. Una vez ahí, exhalaron fuego de sus bocas sus narices. Estos fuegos fueron vistos por los locales, quienes los usaron para predecir la próxima cosecha”.

kappa manhole

En su célebre serie Cien famosas vistas de Edo, el artista del ukiyo-e Utagawa Hiroshige —de la legendaria estirpe Utagawa— incluyó el grabado “Los zorros de fuego se reúnen en año nuevo en el Árbol del Disfraz, Ōji”. En la escena podemos observar con claridad el maravilloso evento descrito por Toriyama Sekien: una miríada de zorros de fuego se reúne alrededor del árbol, definiendo el punto donde se construyó el santuario. Un santuario que todavía se mantiene a la vera del gran árbol de Hiroshige, en una esquina rodeada de edificios departamentales cerca de Akasaka. Aquel buen presagio que se grabara en el fuego, ¿no remite a la aparición de los famosos fuegos fatuos que, según las leyendas mexicanas, aparecen en los caminos desolados, en los campos, los cementerios e incluso dentro de las casas para designar en dónde hay tesoros enterrados?

Con este trasfondo, no es casualidad que el reconocimiento de las amabie se diera de forma tan acelerada en Japón. Desde que la epidemia del COVID-19 se instauró como la nueva realidad a principios de 2020, artistas de todo el mundo —pero, principalmente, de Japón—, se entregaron con resolución a elaborar sus propias versiones del particular yōkai, representado como una sirena con una suerte de pico y tres patas características, y que promete la protección contra las plagas si uno dibuja su retrato y lo comparte con otras personas, como una especie de amuleto para la protección. Al igual que todos los yōkai, las amabie aparecieron en el escenario japonés como una respuesta, una manifestación mágica que pretendía representar un tipo específico de miedo. En este caso, el miedo a las enfermedades.

Según el recuento histórico, el primer avistamiento de una amabie ocurrió en 1846 —en los últimos años del periodo Edo—. Se le apareció a un oficial de la provincia de Higo, hoy prefectura de Kumamoto, en la isla de Kyūshū, para darle dos predicciones: la primera era anunciar que en Japón habría buenas cosechas durante los próximos seis años. Y la segunda, que una terrible plaga estaba a punto de internarse en las islas japonesas. Junto al dibujo del yōkai, aparece una leyenda sucinta del encuentro:

“Se dice que en el mar de Higo todas las noches empezaron a aparecer luces extrañas.  Cuando un oficial de la provincia fue a verlas, se le apareció una criatura como la que se muestra en la imagen, y le dijo: ‘Yo soy una amabie que vive en las profundidades del mar. A partir de éste, durante los siguientes seis años los cultivos seguirán siendo abundantes en el país, pero también la enfermedad prevalecerá. ¡Rápido! Haz un dibujo de mí y muéstraselo a la gente.’ Y diciendo esto, volvió a sumergirse en el agua”. Al final del texto, aparece una fecha de mediados de abril del año 3 de la era Kōka (1844-1848).

El oficial copió la figura y se la transmitió de inmediato al gobierno de Edo —hoy Tokyo—. En ella, podemos apreciar con claridad algunas de las cualidades físicas: se trata de una criatura con escamas, largos cabellos y una especie de pico, así como tres patas que bien podrían ser aletas. De igual manera, se aseguró de transmitir el aterrador vaticinio de la amabie, que venía acompañado con un mensaje de esperanza: para protegerse de la enfermedad, la gente tenía que dibujar la figura del amabie y compartirla con tantas personas como fuera posible. En pocas palabras, la amabie estaba pidiendo volverse viral.

kappa pond anuncio

Desconozco si la gente de Edo se dedicó a seguir las instrucciones de la amabie. Como un dato curioso, los registros históricos de pandemias no establecen que haya ocurrido nada durante la década de 1840-1850, si bien en otros países de Asia, como China y Corea, fue precisamente en esta época en la que se desató una epidemia de tifus que no llegó a cruzar el mar de Japón. No obstante, según declara el investigador William Johnston, en 1858-1859, se desató una gran epidemia de cólera (Johnston la llama “la enfermedad epidémica arquetípica”) que mató alrededor de trescientas mil personas. Aunque esto ocurrió más de una década después de la aparición de la amabie.

Fue gracias al mangaka Mizuki Shigeru que la amabie llegó a ser conocida en el siglo XX. En su maravillosa Enciclopedia yōkai —que se puede encontrar ya en español, en dos volúmenes bellamente cuidados— le dedica una entrada en donde reproduce la vieja leyenda de Edo, y discurre acerca de algunas de sus virtudes como yōkai vaticinador. Desgraciadamente, fuera de esta página enciclopédica —ilustrada, también, siguiendo la tradición de Toriyama Sekien— no existe mucha mayor información en español o siquiera en inglés, pues el amabie no goza de la misma popularidad que la de otros yōkai.

Esto podría tener su explicación en dos cosas: en primer lugar, porque los primeros intentos de clasificación datan de mediados del siglo XVIII —el libro de Toriyama apareció en 1781—, varias décadas antes de la primera aparición del amabie. Por otro lado, porque hasta el 2020 no se trataba de un ser de particular relevancia, ni siquiera en comparación con otros de sus parientes acuáticos como los kappa o los samebito. Fue la presente contingencia del COVID 19 la encargada de darle al amabie un lugar en la cultura popular, y que la volvió un signo protagónico en nuestros tiempos. Y podemos estar seguros de que el nombre de amabie conservará un lugar muy especial en la posteridad para los amantes y estudiosos de la cultura japonesa.

Entre el tsuchinoko de Okayama y el amabie de Kumamoto se cierne la misma expectación porque lo fantástico irrumpa en la realidad para transformarla. Y si bien no hay aún ninguna convocatoria gubernamental en Japón para cazar una real, lo cierto es que su difusión global ha vuelto innecesario el ejercicio: la amabie está en todas partes. Luego de que esta pandemia viniera a cambiar nuestra forma de entender la sociedad, es natural que el amabie haya regresado hasta nosotros con un renovado impacto. Y una prueba está en los cientos de artistas, aficionados y profesionales, que se han dedicado desde el pasado marzo a compartir en sus redes sus propias creaciones del amabie. Tan solo en México, la convocatoria para el concurso “Dibuja tu amabie”, que convocó la Fundación Japón en México y que culminó el pasado 29 de mayo, convocó a más de 400 artistas de todas las edades, quienes compartieron su propia versión de aquella peculiar criatura.

Amabie imagen original de 1846

Hay un consenso entre los investigadores de que los yōkai son portadores de la memoria histórica de Japón. El reconocimiento del que ahora goza el amabie es también un vaticinio sobre la relevancia que irá cobrando para los investigadores del futuro, quienes seguramente mirarán esta época y podrán reconstruir el relato de la pandemia partiendo de esta peculiar sirena. Después de todo, esta es una de las funciones más importantes de los yōkai y otras criaturas mágicas en Japón y el mundo: nos ayudan a contar una historia de nuestros pueblos, que de ninguna otra forma seríamos capaces de reconstruir.

Cientos de imágenes que no son sino una respuesta, un acto de resistencia ante el distanciamiento social al que hemos sido empujados, un esfuerzo para encontrar una conexión emocional con los otros para compartir esperanza ante el temible virus que asola nuestros tiempos.


Autores
(Zapotlán el Grande, México, 1988) es narrador, artista y profesor de literatura. Actualmente estudia el Doctorado en Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara e Ingeniero Ambiental por el Instituto Tecnológico de Ciudad Guzmán, además de maestro en Estudios de Asia y África por El Colegio de México. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico en Jalisco en la categoría Jóvenes Creadores en 2006 y 2019 y becario del FONCA en la categoría Jóvenes Creadores en 2021. Ganador del Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela, en 2016, del Premio Nacional de Cuento Joven Comala, en 2018, del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay y el Premio Nacional de Cuento José Alvarado, en 2020, y del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, en 2021. Ha publicado los libros de cuentos El espectador (2013), Me negarás tres veces (2017), La noche sin nombre (2018), Padres sin hijos (2021) y el libro de crónicas Los niños del agua (2021).
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