Alcanzar la iluminación a madrazos
La idea cansina (ese himno de mediocridad y condescendencia) que afirma que “todo ya está escrito” siempre me ha hecho encabronar. Para mí, la novela El club de la pelea de Chuck Palahniuk me confirmó que es posible escribir textos que no se parezcan a nada de lo creado con anterioridad, que se pueden volver de culto por su grandeza, que son capaces de revolucionar el alma de los lectores y que se pasan por los huevos al canon entero. También es una obra con la que me identifico de manera mística, literaria y hasta molecular (para llegar al colmo de lo hiperbólico).
Una de las premisas de la novela es que agarrarse a madrazos es un acto íntimo que te vincula por siempre con tu contraparte, así como lamerle el prepucio a tu amante, como invocar en pareja a una deidad o un espectro, como asaltar con tu mejor amigo una gasolinera en la carretera México-Toluca o como darse un beso luego de que ya no alcanzaste el metro y te quedaste sentado por horas con un policía en la Alameda Central. Uno de mis sueños más grandes sería liarme a trompadas con el mismo Palahniuk. Dejar que sus golpazos me hincharan la cara tanto como la calidad de su obra me ha inflamado el alma. Me encantaría que el autor imbuyera sus puños con todo el impulso asesino de sus ancestros y me partiera la boca, dibujándola del rojo más verdadero que ha existido en el planeta. Sería maravilloso anegar mis manos con todo el ímpetu criminal de mis propios antepasados e hincharle un ojo a Chuck hasta que fuera capaz de ver todas las tribulaciones que he observado durante mi existencia. Sería una forma concreta e indeleble de agradecerle por tantas horas de goce estético que me ha brindado.
Siempre que el autor habla de El club de la pelea, cuenta una historia que me sigue haciendo pedazos a pesar de que la oí decenas de veces. El abuelo de Palahniuk era un estibador (ayudaba a cargar y descargar buques). Una noche, la pieza de un barco le dio un golpazo en la cabeza. Desde entonces, el hombre cambió su conducta, su forma de parpadear, de entender el mundo y hasta añadió a su vocabulario palabras que antes nunca utilizaba (ahí vemos que lo recio de un golpe, efectivamente, te puede convertir por entero en alguien o en algo más). Semanas después, el estibador llegó a su casa y acusó a su mujer de serle infiel. Fred, el padre de Palahniuk, quien en ese entonces tenía tres años, escuchó la discusión de sus padres desde su cuarto. Cuentan algunos vecinos que, durante el confrontamiento, el estibador utilizó palabras y conceptos inéditos en una pelea marital, como “meteorito”, “radioactividad”, “ángel caído” y “transfiguración”. Fred no entendió muchas de esas palabras, lo que sí comprendió fue la detonación de la escopeta de su padre. Y es que las armas tienen un lenguaje pulcro, puntual; usan una sola palabra para expresarlo todo: el rezo a un demonio, el hambre de días, el júbilo por haber recuperado la fe, el dolor inexplicable a un costado del cuerpo que muy probablemente es el inicio de un deterioro terminal; se trata de esa palabra que los burdos humanos traducimos como “bang”, “bum” o “pum”. El estibador demente comenzó a recorrer la casa de un lado a otro llamando a los dos hijos que estaban presentes. Fred salió corriendo hacia el cuarto de su madre. A medio camino, escuchó otro disparo que de inmediato tradujo como: “Sálvate, ahora te toca a ti”. La fuerza de esa palabra había atravesado el corazón de su hermano menor. El loco estibador estaba dispuesto a matar a su familia entera. Fred se escondió debajo de la cama de sus padres, protegido por los incansables insomnios de sus progenitores, las fiebres que los hicieron postrarse por días, sus indecibles actos de lujuria y, lo más concreto de todo, el reciente cadáver de su madre. El silencio y el temblor de Fred fueron lo único que poseía en ese momento. Al no encontrar a su segundo hijo, el asesino acomodó su escopeta con dificultad y se disparó a sí mismo en la cara. Su última palabra fue un grito simultáneo indistinguible del “bang” de su arma.
Estoy seguro de que esta historia fue determinante para la escritura de El club de la pelea. Ver cómo tu padre se convierte en un criminal debe ser devastador. El libro plantea la necesidad que tienen muchos de una figura formativa sólida. Es justo esa carencia lo que lleva a muchos jóvenes a unirse a la secta que describe el libro, el Proyecto Mayhem. Yo me identifico plenamente con la tragedia que acabó con la vida de los abuelos del autor, porque mi linaje está igual de podrido que el del norteamericano. En mi familia ocurrió algo semejante pero a la inversa: mi abuela asesinó a mi abuelo. Solo que ella lo hizo a cuchilladas (con un arma muda, cuya comunicación es más desesperante porque nada de sí misma puede hacerle saber a los otros). Sigue siendo un misterio si mi abuela enterró decenas de veces ese cuchillo o si contrató a alguien para que lo hiciera. Es raro, y hasta un poco mórbido, pero sería más satisfactorio para mí si ella hubiera sido la victimaria directa. La cercanía con mi abuela me volvió un tanto retorcido.
El apellido de Chuck es una mezcla del nombre de sus abuelos: Paula y Nick. Cada vez que alguien pronuncia su nombre, su abuelo mata otra vez a su esposa sin miramientos, se escucha la detonación de la escopeta y el mundo se vuelve insufrible de nueva cuenta. Por otro lado, cuando alguien pronuncia mal (como ocurre muchísimas veces) el apellido del novelista, una versión chueca y abominable de su abuelo usa una escopeta mutante para matar a su esposa, que tiene un rostro deforme y sin sentido. ¿Por qué decidirías llevar en tu nombre de escritor una tragedia implícita? No tengo la respuesta, pero a Chuck le ha funcionado la estrategia a la perfección.
Tyler, un anarquista de mente y espíritu fluctuantes, es una especie de antagonista en el libro. Una de las escenas cumbre de la novela es cuando Tyler amenaza, a punta de pistola, a Raymond, un empleado del Korner Mart. Luego de revisar la cartera del joven, Tyler descubre que su víctima alguna vez fue universitario. Con poco tacto, lo obliga a confesarle qué era lo que estudiaba. Raymond aclara que deseaba ser veterinario. Cuando parece seguro que Tyler asesinará a su interlocutor, el victimario dice algo que me parece conmovedor y afortunado. Le hace saber al otro que lo estará vigilando durante meses. Si en máximo un año no ha vuelto a la universidad para cumplir sus sueños, volverá para matarlo. Que alguien te fuerce a punta de pistola para darle fin a tus ambiciones me resulta el mayor acto de compasión que he leído. Es casi una bendición. Me encantaría que alguien me pusiera una Colt en la frente y me obligara a terminar mi nueva novela en unos cuantos meses. Entonces sí podría crear una obra que estuviera cerca o tal vez a la altura de El club de la pelea.
Cuando era joven, tomé mi ejemplar de la novela y la agarré a chingadazos. La lancé por los aires y la recibí con un impacto que la hizo abrir las fauces, sorprendida. Arranqué puñados de hojas con furia, pero también con amor, y las rompí en cachitos. Incluso me metí algunas hojas a la boca y las mastiqué hasta llenarme el hocico con un amasijo de genial literatura. Luego escupí el bocado al suelo y pisé el hermoso gargajo hasta llenar las suelas de mis botas con letras ininteligibles. Por supuesto que me di yo mismo unos duros golpes con lo que quedaba de mi edición (algo que va muy a tono con el giro de tuerca de la novela) para que mi libro conociera lo que es hacer sangrar a su amigo más cercano. Durante mucho tiempo le di el lugar de honor en mi librero a los restos de la edición y la miraba todos los días embebido.
Tyler, nos cuenta Chuck, inserta fotogramas de películas pornográficas (un pene descomunal erecto o una vagina medio abierta y lubricada) en las cintas de películas para toda la familia. Los espectadores no pueden ver con claridad aquellos actos de concupiscencia; sin embargo, sienten que algo anda muy mal con su mente, sus ojos y su ánima. Algo similar me ocurre a mí desde que leí por primera vez El club de la pelea. Durante momentos variopintos de mi cotidianeidad, se insertan en mi psique fotogramas de la narración. Mientras cojo con mi esposa, luego de tomar doce gotas de Rivotril, miro con claridad, en lugar de los gestos hermosos de mi pareja, el intento de suicidio de Marla. Mientras borro un capítulo entero del archivo de Word de mi novela, aparece en su lugar la alucinación del primer golpe que el protagonista le da a Tyler en un estacionamiento. Al tiempo que sufro un ataque de epilepsia, se manifiesta el llanto de Bob, uno de los enfermos terminales de la novela que llora porque le cortaron los testículos. Tal ha sido el efecto de las letras en mí.
Pocos lo dicen, pero sería estupendo organizar un club de la pelea entre escritores y críticos, en el que le pudieras dar un gancho al hígado al tipo que destruyó tu primer libro después de leer únicamente los primeros dos capítulos, o al que aseguró que tu obra carecía del más mínimo decoro literario solo porque la migraña estaba a punto de comenzarle y debía entregar su columna al día siguiente. Sería una gozada que, además, los críticos hicieran una reseña de la pelea y publicaran en Letras Libres que tus golpes son una serie de puñetazos desiguales e inconexos que, más que dolor, causan bostezos. Que aseguraran que tus mejores movimientos son solo una versión rebajada y mexicanizada de peleadores de verdad, como Muhammad Ali o Mike Tyson. O que tus fintas inverosímiles y tus retruécanos boxísticos no están a la altura siquiera de los del Maromero Páez.
Al protagonista de la novela, su terapeuta le recomienda algo bastante negligente y estúpido: ir a las sesiones de enfermos terminales para que entienda que sus problemas son una nadería comparados con tribulaciones de vida o muerte. La verdad es que yo uso esta técnica conmigo mismo. Cuando pienso que mi vida es una mierda, la comparo con la de Palahniuk y me doy cuenta de que estoy agigantando mis pesares. Incluso cuando escribo un episodio narrativo y pienso que se trata de un hallazgo, lo cotejo con algún pasaje de El club de la pelea; si mi escrito no me causa vergüenza tras la comparación, significa que voy por el sendero correcto; de lo contrario, vuelvo a empezar una y otra vez hasta que mi hartazgo me lo permita.
Chuck escribió una novela antes de su obra más famosa. Se llama Monstruos invisibles, un libro lleno de episodios deformes, contrahechos. Se trataba de una novela con tantas abominaciones e inmoralidades que decenas de editoriales le dijeron que era un libro impresentable, que haría enfurecer a los lectores o les revolvería el estómago. Los más corteses le dieron como pretexto que su obra, al no ser una historia de amor, de terror, de fantasía o algo claro, sería imposible de catalogar en los estantes de las librerías. El autor hasta la fecha sigue extendiendo el límite de lo moral; incluso uno de sus cuentos legendarios, Tripas (la historia de un joven cuyos intestinos son succionados por el ventilador de una alberca), ha causado varios desmayos y vómitos durante su lectura en voz alta. Palahniuk escribió El club de la pelea como una venganza contra los editores que lo despreciaron; deseaba hacer un libro igual de polémico y detestable que Monstruos invisibles, pero tan bien escrito que los conservadores jueces no pudieran olvidarlo y se arrepintieran, con los años, de no haber dado a conocer algo tan excepcional. También en ello me identifico; el texto que estoy escribiendo ahora me aterra, no sé si estoy estirando demasiado la liga del pudor. Sobre todo, porque a mí igual me interesa hacer pedazos al lector, estremecerlo, confrontarlo con personajes y situaciones apenas soportables.
La novela de Chuck plantea que lo único digno de construir son bombas caseras. Cualquier otra creación que no pueda destruir una ciudad entera o cimbrar al sistema no vale la pena, ni el tiempo, ni los materiales. Eso es justamente el libro dentro de los estantes de las librerías o los personales: una bomba creada por un tipo inestable y averiado. A mí me encantaría ir a plantar esta bomba literaria en cada uno de los edificios empresariales de esta ciudad y hacerlos estallar simultáneamente en una explosión de innovación narrativa y de genialidad desfachatada. Y termino diciéndolo con orgullo; rompí la primera regla del Club de la pelea, yo sí hablé de El club de la pelea y me siento orgulloso por ello. Y volvería a hacerlo con todo gusto.