Tierra Adentro

I. Anecdotas de Curaçao

 

No se sabe a ciencia cierta quién fue el descubridor verdadero de la isla. Algunos aseguran que Américo Vespucio y otros que Alonso de Ojeda. Lo cierto es que Alonso de Ojeda lideró expediciones alrededor de la costa de Venezuela y Vespucio estaba bajo su mando. Parece, sin embargo, que en algún momento del viaje se separaron y cada uno tomó un rumbo diferente.

El historiador holandés Johannes Hartog se queja de que, a pesar de que los documentos españoles le dan crédito por el descubrimiento a Ojeda, no hay pruebas que cumplan satisfactoriamente los estándares de la investigación académica contemporánea y que puedan probar el hecho. Se desconoce por cuánto tiempo en realidad navegó Ojeda bordeando la costa de Venezuela; el historiador holandés concluye que, aunque pudo haber visto la isla, “no se le puede llamar su descubridor, porque el descubrimiento es un proceso que implica que, al menos, se exploró el territorio”. A lo que añade una nota más personal acerca del “descubrimiento” que, para él, no existe si no se documenta: “si Ojeda desembarcó en la isla, es quien la descubrió, pero no tenemos manera de saber esto. Una persona que no ha dejado para la posteridad ninguna documentación acerca del territorio que se supone que descubrió, no puede ser llamado un verdadero descubridor e, incluso, si no hay prueba de que haya visitado y atravesado el territorio en cuestión, tiene incluso menos derecho de reclamar el título.” De acuerdo con el historiador, para ser llamado “descubridor” de forma casi legal, es necesario que se documente con rigor el trayecto o que haya un recuento más o menos fidedigno de lo que se observó.

Para el historiador francés François Hartog, que escribe sobre descubrimientos y viajes en la Antigüedad, la figura del viajero y el viaje mismo son operadores discursivos y recursos narrativos a través de los cuales se define la identidad. El viaje prototípico dentro de este esquema es el de Ulises y su regreso a Ítaca luego de su travesía fantástica llena de tribulaciones. Al final, tras ser reconocido por su cicatriz, Ulises recobra la identidad que perdió a lo largo de su periplo, en el que se había convertido en “nadie”. Recupera la certeza de su “yo” al encallar las naves en el puerto que es, también, el espacio perdido de su origen. La identidad se puede definir como llegar al punto de origen, atracar en la isla en la que se deja de ser mendigo para ocupar el lugar que a uno le corresponde en una estructura social, histórica y económica.

Por eso para François Hartog los libros de Heródoto, el primer historiador viajero, buscan impedir que se borren de la memoria los hechos y hazañas de los hombres, tanto bárbaros como griegos. De esta manera el tropo del viaje se transforma en un recurso histórico-literario por medio del cual es posible comprender y teorizar el mundo, trazar los mapas del conocimiento y lo explorado. O, quizás, explorar el conocimiento a través de los mapas que traza la experiencia.

Johannes Hartog tiene una visión que no por ser más tradicional que la de François es menos interesante: el descubrimiento implica no solo ver, sino también explorar. Pero, y he aquí la clave, no hay un descubrimiento verdadero si no hay un documento que avale o compruebe que hubo una exploración. Si el testigo no da fe de su hallazgo, no existe tal hecho. Incluso una mención más o menos incidental o libre bastaría para que el Hartog holandés estuviera tranquilo y le adjudicara el descubrimiento a Ojeda. Sin embargo sin evidencia no hay descubrimiento.

Es decir: si no se cuenta con un acta de nacimiento que determine el origen, no hay identidad, porque el hecho no puede ser probado y sometido al juicio de la historia. El descubrimiento, por eso, se consolida en un nombre, el nombre en un acta de nacimiento, el nombre que le da el descubridor al territorio que exploró y documentó. Se trata de reclamar el título y no meramente de ser “el primero”, el “descubridor verdadero”. En este sentido, Johannes es un historiador que busca esclarecer, con ciencia (histórica) y legalidad, alguna certeza de lo que es imposible determinar.

En todo caso, hay “evidencia” de que Américo Vespucio estuvo en la isla el 6 o 7 de septiembre de 1499 y de que, como al historiador holandés le gusta, sí documentó su visita. Entre sus varias aventuras, Vespucio describe, en una de sus cartas, sus peripecias en Curaçao de la siguiente heroica manera: “después de sanados volvimos a nuestra navegación y por esa misma costa nos sucedió muchas veces combatir con una infinidad de gente y siempre conseguimos victorias contra ellos. Y navegando así llegamos a una isla, que se halla distante de la tierra firme 15 leguas, y como al llegar no vimos gente y pareciéndonos la isla de buena disposición, acordamos ir a explorarla […] y hallamos una población obra de 12 casas, en donde no encontramos más que siete mujeres de tan gran estatura que no había ninguna de ellas que no fuese más alta que yo un palmo y medio; y como nos vieron, tuvieron gran miedo de nosotros […] y nosotros, viendo a mujeres tan grandes, convinimos en raptar dos de ellas, que eran jóvenes de quince años, para hacer un regalo a estos Reyes, pues sin duda eran criaturas que excedían la estatura de los hombres comunes: y mientras estábamos en esto, llegaron 36 hombres y entraron en la casa donde nos encontrábamos bebiendo y eran de estatura tan elevada que cada uno de ellos era de rodillas más alto que yo de pie. En conclusión eran de estatura de gigantes, según el tamaño y proporción del cuerpo, que correspondía con su altura; que cada una de las mujeres parecía una Pentesilea, y los hombres Anteos”. Por un lado, está la precisión geográfica y numérica del explorador y, por otra, la imaginación literaria y mítica en términos de las cuales concebía sus descubrimientos y viajes. Como protagonistas de una gesta heroica, Vespucio y sus hombres salen victoriosos de todas sus batallas e incursiones. Y, para describir la tierra incógnita a la que llegaron en su circunnavegación, Vespucio se vale de la tradición literaria de la época. Las mujeres y hombres son Pentesileas y Anteos, figuras míticas, amazonas y gigantes que habitan en islas remotas y de ensueño. De muchas maneras, se puede pensar que Vespucio es una especie de geógrafo en el sentido griego, como el que define François Hartog: sabe describir el espacio geográfico y a los actores principales en la trama de los acontecimientos y sabe nombrar cada sitio. Vespucio es un geógrafo que traza, dibuja o delinea la tierra a través de un recorrido o inventario que se circunscribe en la literatura de los periplos y los primeros mapas. Junto con las mediciones, la ubicación de lugares y la invención de nombres, se aprecia un vínculo experiencial en el que hay un tiempo de trayecto y de aventuras.

Quizás no es coincidencia que se haya nombrado América al continente: la geografía de Vespucio precisó y documentó no solo con medidas y números sus observaciones y descubrimientos, sino también su experiencia, filtrada a través de imágenes literarias que le dieron vida a sus relatos. Y solo así, con la imaginación anecdótica del descubridor, se nombran los territorios.

A la isla, tanto Ojeda como Vespucio, la llamaron Isla de los Gigantes.

 

 


 

 

En 1513, el virrey de La Española, Diego Colón, declaró que Aruba, Bonaire y Curaçao eran “islas inútiles”.

La isla de La Española, el primer centro de dominio español tras el descubrimiento, padeció desde el inicio una crisis económica, pues el oro y la plata del pequeño territorio no era suficiente para sostener el caudal necesario para la colonización. Otros espacios del Caribe comenzaron a explorarse, pero estas tierras resultaron ser improductivas y estériles.

Colón las llamó “islas inútiles” porque no tenían oro ni recursos como Puerto Rico, Jamaica o Cuba. Al proclamarlas “inútiles”, los españoles se granjearon el derecho de esclavizar a sus poquísimos habitantes, que eran en apariencia el único recurso que se podía explotar en esos territorios. Tras la resolución de Colón, Curaçao y el resto de las Antillas se volvieron tierras legales para la caza de esclavos indígenas. La mayoría de ellos fueron llevados a trabajar a La Española en las minas de plata. Ahí, en un Caribe más productivo, acabaron sus días.

Después de 1625, la inutilidad de las islas atrajo a otras naciones con ímpetu colonial, como Francia, Holanda, Dinamarca y el ducado de Curlandia, que no pensaban descuidar los territorios presuntamente yermos. A diferencia de los españoles, estas naciones suponían que la riqueza de un territorio no radicaba ni en sus recursos ni en su población, sino en su localización estratégica y en las posibilidades que brindaba el vacío.

Los holandeses, en su propio continente, son conocidos por robarle terreno al mar de manera sistemática: vuelven parte del reino el espacio menos habitable. A partir del siglo XII, se empezaron a construir los llamados “pólderes”, pedazos de tierra ganados al mar. La técnica consiste en aislar por medio de diques un espacio cubierto por el agua que luego se drena mediante una red de canales y la fuerza de molinos de viento. El resultado es un suelo muy fértil que se puede aprovechar. Una cuarta parte de lo que hoy es Holanda son parcelas en pólderes: la conquista y colonización más contundente. De la misma manera, en sus ambiciones de ultramar, los Países Bajos le robaron las inútiles islas a España para aprovechar así los espacios descuidados y casi inexistentes del Caribe.

La inútil Curaçao fue conquistada por los holandeses, “representados” por la Compañía de las Indias Occidentales, en tan solo seis días. En julio de 1634 los holandeses anotaron que había: treinta y dos españoles (diez hombres y el resto mujeres y niños), cuatrocientos veinte indígenas (ciento cinco hombres) y un sacerdote. No se anotó que habitara algún gigante.

Hay territorios que son lotes baldíos; territorios que se rehúsan a ser partícipes de los circuitos comerciales, de los sistemas de producción. La etiqueta de la inutilidad implica al menos dos cosas: el permiso de vaciar el territorio, de invalidarlo, y la suspensión de la producción de sentido, la exclusión de la estructura lingüística.

Lo que se retira violentamente de Curaçao es la fuerza productiva, el trabajo, los trabajadores: para que sea verdaderamente inútil e improductiva, es necesario expropiar el potencial de trabajo. Al cazar y trasladar a los indígenas caquetíos a islas “más productivas”, los españoles querían usar el mínimo potencial del territorio inútil: sus trabajadores vueltos esclavos. Una vez hecho esto, la isla se torna en verdad inútil, un mero territorio inhabitable.

Precisamente por su inutilidad es que Curaçao ha sido el centro de todas las figuras liminales o excluidas de los sistemas discursivos de la economía política de la modernidad: los delincuentes, los corsarios, los piratas, los locos, los judíos expulsados, los pobres, los esclavos, los conspiradores, los mendigos, los refugiados, los traficantes y los contrabandistas. E incluso los gigantes, excluidos por desmesurados, por rebasar el estándar métrico y por exceder la imaginación histórica, desbordándola hacia la literatura.

En Curaçao habitan anécdotas expulsadas de la historia y la economía moderna. No tienen uso, no tienen cabida. Se trata de fantasmas que siempre están fuera del dominio del discurso del capital y, a causa de eso, se resguardan en la isla inútil.

En la isla inútil se puede proyectar tanto la prisión como la utopía, lienzo en blanco. Por eso en ese espacio inútil se refugiaron tantos desterrados. En su refugio invisible, en su invisibilidad son, sin embargo, la “mano invisible” del mercado.

 

 


 

 

 

La Corona española le otorgó al conquistador Juan de Ampiés el “perpetuo gobierno” de las islas de Curaçao, Aruba y Bonaire. Al casarse con la hija del gobernador, Lázaro Bejarano heredó ese derecho y facultad. Por treinta y cinco años el tercer gobernador de las islas ejerció su cargo la mayor parte del tiempo desde España o desde La Española.

Bejarano era un poeta satírico que había tenido problemas con la Inquisición a causa de sus escritos panfletarios. Antes y durante su mandato en Curaçao fue condenado por herejía, junto con su amigo el fraile mercedario Diego Ramírez, por denunciar “la teología eclesiástica, haciendo burla de ella y de sus doctores”, por afirmar que las prácticas de la iglesia eran con frecuencia supersticiosas y vanas y por pertenecer a un grupo de “alborotados, indisciplinados e ideológicamente peligrosos”. Otra de las acusaciones que le hicieron fue que, a pesar de haber estado tres años en la isla de Curaçao, “no oyó misa ni se confesó ni él ni su mujer ni los habitantes del lugar”. A lo que respondió que deseaba establecer buenos cimientos cristianos, pero no siempre tenía disponible a alguien que pudiera administrar los sacramentos, por lo que a veces, en vez de celebrar una misa, le encargaba a los legos que adoctrinaran a la población.

Juan de Castellanos defiende a su amigo Bejarano; dice de la siguiente manera en sus Elegías de varones ilustres de Indias (1589):

 

Por Juan de Ampiés, después por Bejarano
se les daban cristianos documentos,
y cada cual con celo de cristiano
deseaba poner buenos cimientos;
mas no siempre tenían a la mano
quien les administrase sacramentos;
mas este si faltaba se suplía
con algún lego que los instruía…
Lázaro Bejarano, que ya digo
que como sucesor y como yerno
fue destos dichos indios gran abrigo.
Su musa digna fue de nombre eterno,
lo cual no lo digo por le ser amigo,
sino porque sus gracias y sus sales
no sé yo si podrán hallar iguales.

 

 

Para acallar los rumores y tras localizar una cantera de piedra caliza, en 1542 Bejarano construyó la primera iglesia de cal y ladrillo de la costa sudamericana en Curaçao. Por supuesto, a quien invitó a que fuera obispo de la pequeña isla fue a su amigo, condenado también por la Inquisición, Diego Ramírez. En Curaçao, espacio que Bejarano ni siquiera habitó de forma permanente, el gobierno es una mera casilla para mover peones y erigir iglesias como fachadas. Esto empeoró sus conflictos con el obispo de Venezuela, otro de los factores que dañaron a Bejarano en el juicio inquisitorial.

Desde los espacios de burla, de denuncia, de superstición, de alboroto y de indisciplina se vuelve legible lo absurdo de la heterodoxia. Se es “ideológicamente peligroso” cuando se está fuera de toda jurisdicción y lejos de la visión panóptica del monoteísmo y la monarquía. Esa es la ventaja poética: habitar un espacio vacío, desde la escritura, para volver legibles las prácticas de los centros ideológicos. La poesía como un peligro, como la máxima herejía.

 

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