¿A quien ama Pedro El Grande?
El Mundial del 2018 está a la vuelta de la esquina. Mientras tanto, esta crónica sobre San Petersburgo nos habla de la Rusia de hoy: un país donde las raíces se mezclan con la búsqueda de identidad, donde los souvenirs de Stalin conviven con los de Donald Trump. ¿En dónde se dibuja el nuevo rostro de los soviéticos?, se pregunta la autora de este texto, mitad rusa, mitad mexicana.
La catedral de San Isaac de Dalmacia, con su dorado domo encendido por el sol estival, el edificio Singer, custodiado por hadas metálicas de robusto talle, y la iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, con sus cinco abigarradas cúpulas, son lo primero que veo al salir del metro Nevsky Prospekt e integrarme a la célebre avenida homónima. Si uno encuentra un espacio en medio del puente del canal Grivoyédova, es libre de maravillarse ante estos tres titanes de la arquitectura, mientras un acordeón lejano sigue el tempo de la voz de una voz rasposa septuagena¬rio. Avanzo ante la hilera de bares, tiendas de ropa, cafés y restaurantes. Cuando me preparaba para salir al centro, mi abuela torció la boca y me dijo que antes no se podía encontrar nada de comer sobre el Nevsky y que ahora, en cambio, estaba plagado de lugarcillos sospechosamente relucientes. Como buena bábushka, trató de persuadirme para comer en casa, pero mi intención era encontrar un par de restaurantes soviéticos.
Antes de continuar, una aclaración irresponsable e incluso grosera: suelo dividir a los rusos en tres categorías. La primera incluye a quienes conservan la sangre de los tiempos zaristas, aunque no por sus dotes aristocráticas sino por su natural tendencia a lo rural. Antes de la restauración que llevó a cabo Pedro I, Rusia era considerada por toda Europa como un pueblote en el que sólo había gallinas, fardos de paja, y hombres desaliñados cargando cubetas de agua. Una tierra que además de primitiva, pecaba de aburrida. Fue gracias a la construcción de San Petersburgo, que Rusia fue tomada en serio por sus civilizados vecinos. Pues bien, los rusos que menciono conservan la curva de la espalda que desarrollaron sus ancestros al cargar los productos de los zares. Aunque no se escuche ni un raspón sobre el asfalto, arrastran siempre los pies, y miran al frente con los ojos a medio abrir. A estos personajes les zigzaguean las palabras y si sonríen lo hacen del modo más dulce. Son hábiles con las manos y no han perdido el don de la sorpresa. En las praderas andan con soltura, y procuran hacerlo también en las urbes.
La segunda categoría es la nueva generación de rusos que ya no teme llamarse europea. Después de la Perestroika, apareció en la población una suerte de miedo a autonombrarse miembros del viejo continente. Comenzaban a consumirse productos de Francia, de Alemania y de Italia, no sin cierta desconfianza. Los soviéticos al fin pudieron comprarse botas de buena calidad; el nescafé sustituyó al té negro en un sinnúmero de hogares, las etiquetas incluso se pegaban en los refrigeradores, porque eran bonitas; la pasta de dientes sabía a menta y los logotipos encontraron un nuevo mercado. Se abrió la puerta al resto del mundo y quienes decoraban sus hogares con la propaganda del café y el jabón en polvo, engendraron a los rusos posmodernos que aprendieron a hablar inglés viendo Cartoon Network, visten ropa de temporada y comen sushi mientras escuchan el soundtrack completo de cualquier película de Jim Jarmusch. Uno los mira en la calle y envidia su abrigo, sus zapatos, sus lentes, su sonrisa y sus comentarios al aire. Son gente de mundo. Son esa chica a la que nos da miedo hablarle en las fiestas. Caminan con soltura con un libro o un lienzo bajo el brazo. Pueden, no queda claro cómo, con sólo detenerse a mirar la hora o sacudir una servilleta, dejarnos perplejos. Emanan la agradable altanería de quien se sabe parte de un todo.
La tercera categoría le pertenece a los soviéticos: los rojos auténticos que hace décadas le dieron prestigio y victoria a su patria. Siempre de gris y cargando consigo sólo lo indispensable, transitan por la ciudad concentrados en el objetivo inmediato del día. Sus vértebras a primera vista parecen erguidas de pundonor, pero sus omóplatos prominentes son el vestigio de un par de alas que se batieron al unísono con las de sus camaradas. Sus pies marcharon, sus manos trabajaron el metal y la tierra, sus estómagos soportaron cañonazos, sus paladares saborearon la coraza del pan negro. Lo que queda es la pensión alimenticia, la carta que el presidente Putin les hace llegar anualmente en agradecimiento por sus servicios y el placer de quejarse del presente con pasión: «En aquel entonces no nos faltaba nada». Los soviéticos no destacan entre la muchedumbre, ninguna luz cenital los ilumina, pero el quitarlos del cuadro sería como borrar el fondo de un paisaje al óleo. Ellos son la piedra angular de la Federación Rusa que conocemos hoy.
COMENSAL PROMEDIO
Sobre la avenida Nevsky hay tres restaurantes que rinden homenaje a la URSS. El primero, Kvartirka, que literalmente significa «departamentito», está en un sótano al lado del Hotel Radisson y recrea un departamento ruso típico. Su restaurante hermano, Dáchniki (que podría traducirse como «veraneantes»), se encuentra casi en la esquina del Canal Moika: al abrir la puerta se escucha el mugir de una vaca o el canto de un gallo. La entrada está rodeada por repisas de pino con frascos de conservas: pe-pinillos, jitomates, mermeladas y jaleas, todos etiquetados con un papelillo improvisado que indica el año de elaboración. El tapiz a rayas, del color del pasto, parece balancearse acompasado por el canto de los pájaros y el zumbido del viento rozando las hojas de los árboles, sonidos provenientes de algunas bocinas ingeniosamente ocultas por todo el lugar. El olor a brochetas remojadas en vinagre se hace presente al bajar la escalera. La luz es tenue y dibuja sombras en las paredes, como si el sol estuviese pasando a través de las ramas de un manzano. Conforme se avanza por las tres salas que conforman el lugar, los aromas estivales se enmarañan en las fosas: polen de margaritas, ajos y cebollas secándose adentro de medias viejas, eneldo recién cortado, fresas que caen por su propio peso, la humedad lejana de un invernadero. Todo sazonado con granos de pimienta y salteado en mantequilla. Tal vez algunos de estos aromas son imaginarios, pero las fotos amarillentas que cuelgan de las paredes, mostrando a gente descalza cortando leña, pescando o clasificando bayas, sirven para redondear el ambiente pastoril. Un viejo retrato de Lenin cuelga torcido, al lado de un acordeón con algunos botones rotos. Una cuerda de cáñamo triangula una esquina, y exhibe una docena de truchas. Recargada en una pared, reposa una caña hecha con ramas de abedul. Elegí una mesa al fondo del lugar, justo al lado de la chimenea, sobre la cual yacen juguetes de latón y figurillas de plástico en forma de personajes fantásticos como Ded Moroz (una suerte de Santa Clós ruso) y la fotografía en blanco y negro de un cazador sin camisa. Arriba, el objeto tecnológico del lugar: una pantalla de plasma que exhibe S Legkim parom, una comedia de 1975.
No tengo cara de rusa: me traen el menú en inglés. Pienso en el abuelo Stalin con los pies calentándose frente a su propia chimenea (seguro tenía una). Aquel rojo sangriento no hubiera permitido la publicación de un documento en un alfabeto que no fuera el cirílico, aunque fuese tan inofensivo como una lista de alimentos. Miro por primera vez a los comensales. ¿Cuál de mis tres arquetipos espero encontrar aquí? La lógica indica que el tercero: el ruso soviético que, nostálgico, busca migajas de la vida ideal del siglo XX. En otras palabras, espero encontrar a mi abuela admitiendo que el lugar no está nada mal, que incluso se parece a nuestra dacha. Nada de eso. Me sorprendo de mi idiotez al descubrir que quienes ocupan las mesas vecinas son los rusos de la segunda categoría. Recorren el menú con el dedo, se sonríen y tararean las canciones de la película que mencioné. Pero claro, ¿quién busca con más ahínco el pasado, que quien no lo experimentó? La herencia de estos nuevos europeos de lengua eslava está diseminada por este sótano. Fue desmenuzada y destilada para ellos: un dictador bigotudo en forma de matrioshka, Lenin caricaturizado en una bolsa de regalo, pósters de la armada roja estampados sobre camisetas sin mangas y platillos cuyos ingredientes antes se recolectaban con canasta y navaja pero ahora se reproducen de acuerdo a la estética de occidente, complaciendo así al otro tipo de convidado que aquí se encuentra: el extranjero.
Horrorizada y con un extraño regocijo, pienso que como no experimenté la URSS ni siquiera en mi infancia, al haber nacido diez días antes de que se aboliera oficialmente, pertenezco a la segunda categoría (excluyendo, claro, todo lo que tenga que ver con ser cool). Por otro lado, al haber vivido en México tres cuartas partes de mi vida, pertenezco también al grupo de los extranjeros: soy el comensal promedio de este establecimiento, por partida doble.
Pido una ensalada de betabel y una orden de pepinillos. A mi lado, un grupo de japoneses descifra con entusiasmo el menú cirílico. Ríen y atan mal las consonantes. Del lado izquierdo, una mujer suiza de alborotados cabellos rubios pide un samovar y «la auténtica ensalada rusa»; no la encuentra en el menú, porque en realidad se llama oliviè y es de origen francés. Un matrimonio español se regocija al ver que las sopas de salmón que pidieron incluyen un trago de vodka como guarnición. Luego entablan un debate: ¿la bebida debe tomarse antes, después o durante la comida? La mujer sugiere aclarar el asunto con el mesero, levanta la mano pero es demasiado tarde: pela los ojos al ver que su marido vierte el contenido del caballito en el tazón caliente.
Mi ensalada aterriza sobre la mesa con la gracia de un pajarillo. Su geometría me desconcierta: un círculo perfecto de 15 centímetros de diámetro y 1.5 de altura, decorado con un par de triángulos de pan negro. Pienso en mi abuela advirtiéndome que no me llenaré el estómago con eso. Mis pepinillos se hacen presentes, también acompañados de un trago de vodka. Pienso en sopearlos pero un suspiro al otro lado de la sala me distrae. Una chica de unos veinticinco años aplaude emocionada junto con su amiga, al escuchar la canción más popular de S Legkim Parom: «Si usted no tiene una tía»:
Si usted no tiene un perro,
su vecino no lo envenenará,
y su esposa no lo dejará por otro.
Si usted, si usted,
si usted no tiene esposa.
No tiene esposa…
Las dos amigas tararean y brindan. El mesero trae el samovar para la suiza. Una triada de elegantes señoras rusas con cortes de cabello tan modernos que todavía les causan comezón en los hombros, se sientan en la última mesa de la habitación. Una de ellas señala la televisión, donde un hombre con guitarra continúa cantando. La otra se quita los lentes oscuros para que su amiga la capture con su teléfono inteligente. Luego extiende el brazo y las dos se toman una selfie, cuidando que la pantalla aparezca a cuadro. Los japoneses piden blinis con requesón. El español asegura que el salmón y el vodka son una excelente combinación.
Mis platos están vacíos. Pido una copa de vino en la que sumerjo mis dedos para hacer dibujitos en mi cuaderno. Intento hacer un perro y me sale una suerte de renacuajo. Mis amigos asiáticos se terminan su mermelada y la televisión se tiñe de azul eléctrico.
Una vez afuera, a un par de pasos del Dáchniki, me topo con la entrada de otro sótano: el restaurante 12 Aprelya (12 de abril), decorado con afiches que rinden homenaje a los cosmonautas y su labor. El uniforme de las meseras tiene estampado el sonriente rostro de Yuri Gagarin. Allí el menú se reduce a té negro, café, limonada, y pishki: una golosina mitad dona, mitad buñuelo glaseado, que sirvió de aperitivo a mi madre en sus años de escolar. Este restaurante sirve para que la última generación soviética le presente a sus hijos la parte dulce y eminente de sus orígenes. Masticar un panecillo azucarado mientras se mira el dibujo de un niño volando un cohete de papel, es un gran estímulo para indagar sobre el pasado, y entender por qué tantas mascotas se llaman Laika.
MERIDIANO IMAGINARIO
El Estadio Petrovsky, casa del Zenit, queda a una cuadra del metro Sportivnaya que, decorado con bellísimos mosaicos en una gama de naranjas, dorados y amarillos, ilustra las competencias deportivas del Olimpo. Zeus enciende la antorcha con su poderosa mano. A su lado, Atenea extiende el brazo hacia el frente, en solemne señal de aprobación. El resto de los dioses expectantes se exalta. Cupido bate sus alas de oro; Hefesto y Afrodita se sumergen en una acalorada discusión; Ares ríe mostrando los dientes, y Apolo, pensativo, observa a los atletas que aguardan el inicio de los juegos. Sostienen con firmeza sus jabalinas, sus martillos, sus arcos y sus flechas. Algunos tocan el pandero, otros los platillos de bronce, las trompetas y la flauta. La mítica fiesta deportiva da inicio.
Mi hermana Yeka y yo compramos los boletos y en seguida notamos algo curioso: todos los empleados del lugar son soviéticos. La taquillera asiente con decisión al entregarme el cambio; he visto esa mirada que resume el cumplimiento del deber en los ojos de mi abuelo: es un gesto de camaradería. La señora rubia que revisa mi bolsa y me pide que por favor me deshaga de mi botella de agua, transpira la amabilidad gris que caracteriza a su generación. Caminamos hacia la entrada del estadio; pasamos ante una docena de esculturas de piedra en forma de pirámide, en cuyas caras lucen fotografías viejas del Zenit en la cancha, y frases pintadas con plumón indeleble por los aficionados. Ya en las gradas, la agradable brisa del río Neva menea los cabellos blancos de una mujer que nos vende el «programa de mano» por cien rublos. Siento como si estuviera en la ópera, y me arrepiento de no haber traído mi cámara, siguiendo (esta vez sí) el consejo de mi abuela, que temerosa de los desmanes, me pidió que la dejara en casa.
Al lado izquierdo de mi asiento está sentado un cincuentón rechoncho con un bombín, y junto a Yeca, una niña que juega con una Barbie. Todos los aficionados están extrañamente quietos, y si hablan entre ellos, acercan el oído. Incluso la porra, acomodada en bloque del lado izquierdo, no se decide a cantar sus coplas hasta que el partido inicia.
Los jugadores del Dynamo, de azul marino, y los del Zenit, de blanco, forman una fila a la mitad de la cancha; escuchan el himno de Rusia con los puños cruzados sobre el coxis. En cuanto el árbitro hace sonar su silbato, la porra del Zenit emite un grito de alegría y bate sus banderas al aire. La primera copla que entonan me parece tan simpática como lúgubre:
Todo puede pasar, todo puede ser:
el marido puede divorciarse de su mujer,
puedes dejar de beber o de fumar,
pero nuestro Zenit jamás perderá.
El vilano blanco que los álamos liberan en esta época del año, vuela sobre la cancha dándole una apariencia mística. Algunas gaviotas revolotean y se posan sobre la pista de tartán, buscando semillas de calabaza que algunos espectadores les lanzan. Un par de hombres con chalecos amarillos las ahuyentan con las manos. Súbitamente, todos generamos una preocupada ola involuntaria, traducida en giros de cabeza confundidos y fosas nasales atentas: huele a quemado. Un destello de luz aterriza en una esquina: alguien le ha prendido fuego a la bufanda del Dynamo. Se escuchan risotadas locas en la porra. Uno de los trabajadores soviéticos toma la bufanda con calma, y la retira de nuestra vista sin siquiera apagarla. ¿La irá a sumergir en el río? Los fanáticos seguían gritando:
¡Envejezco, me acerco a la muerte,
pero no dejo de apoyar al Zenit!
El partido fue de una sencillez abismal. Un par de pases buenos, mucho juego aéreo, el Zenit revolucionado a mayor velocidad de lo que en realidad es capaz, evidentemente por una indicación nerviosa del técnico. Casi todo el primer tiempo se jugó frente a la portería del Dynamo, pero con pocos intentos de gol, ante los que un par de niños pelirrojos gritaban, tímidos: «¡Anoten ya!». Luego, en el cuarto minuto del segundo tiempo, un accidentado gol del Dynamo hizo saltar a los quince fanáticos que hasta ese momento nadie había visto. Eso fue todo.
La porra, sin embargo, no se desanimó en ningún momento, y cerró su popurrí de coplas al ritmo de Can’t Take my Eyes Off You, de Frankie Valli:
I love you, baby,
la la la la la la
San Petersburgo
la la la la la la
Zenit campeón:
mi Zenit, el mejor.
Salimos del estadio en orden. A medias escucho un par de charlas en las que se debate a donde ir a cenar o qué comprar en el súper al día siguiente. Ya cerca de la salida, el par de niños pelirrojos busca con la mirada a los jugadores, que al parecer están a punto de salir. Uno de ellos sostiene entre las manos una libreta de autógrafos coleccionables. Le ruego a Yeca que me acompañe a una tienda no oficial del Zenit. Entramos y damos vueltas buscando algún simbólico souvenir. Una vendedora se acerca a nosotras para preguntarnos si se nos ofrece algo en particular. Conversamos un par de minutos, y surge la pregunta inevitable «¿De dónde son?» «Mitad rusas y mitad mexicanas», le digo mientras me divido con un meridiano imaginario. «¡Ah!», exclama la mujer y nos pide que la sigamos. Del otro lado del establecimiento, nos muestra una bufanda que nos deja boquiabiertas. En un extremo, tiene bordado el escudo de la Selección Mexicana, y en el otro, el águila bicéfala de Rusia. La tela combina del modo más caótico los colores de ambas banderas. En medio están escritos los nombres de ambos países primero con letras latinas y luego con las cirílicas, y además está decorada con feas estrellas de diferentes tamaños, que de manera muy vaga sugieren fuegos artificiales. «La compro», digo de inmediato.
Al salir, alcanzamos a ver a unos cuantos aficionados disfrutando de unos nuggets de McDonalds. El juego está olvidado, junto con la búsqueda de la identidad petersburguesa. La voz de Frankie Valli sigue rebotando en las paredes de mi cráneo. Antes de entrar al metro nos detenemos ante una tienda de matrioshkas, y la voz del italoamericano es sustituida por el himno norteamericano: justo al lado de la muñeca de madera con la cara de Joseph Stalin, sonríe con cinismo la anaranjada cara de Donald Trump. «¿Y quiénes están adentro?», le pregunta mi hermana a la vendedora. «Todos los republicanos», le responde. ¿En dónde se dibuja el nuevo rostro de los rusos, la nueva melodía de su andar? En la fusión de culturas, en la mezcolanza de los cánticos occidentales con los eslavos, y en el sabor del betabel servido sobre pan de hamburguesa.
AUTÉNTICO BABEL
Para ir al Museo Ruso, decido portar mi horrible bufanda mestiza. El hermoso recinto color amarillo pastel, se encuentra frente a un parque, en cuyo corazón se halla la estatua de Alexandr Pushkin. Cada par de minutos, alguna grosera paloma se posa sobre la mano extendida del poeta. Alrededor, merodean los turistas con sus cámaras, y un hombre vestido como Pedro I toma del brazo a las señoritas para que bailen con él y a cambio le obsequien un par de rublos.
El Museo Ruso y el Hermitage tienen dos cosas en común: las enormes filas que se forman ante sus portales, y el hecho de que no se puede mirar todo lo que hay ahí en un solo día. Cada una de las salas está planeada para que el visitante quede deslumbrado. Incluso los techos presumen trazos tridimensionales de querubines y santos en reposo. A veces la decoración de las paredes roba más miradas que las propias obras. El verano es la época en la que estos recintos revientan de gente, y los guías están preparados para ello. Saben que sus ansiosos visitantes pueden perderse entre la multitud mientras intentan capturar algún lienzo o alguna escultura de bronce, así que en la mano llevan una varita con algún objeto identificable para sus huéspedes. Un grupo de chinos se deja acarrear por un conejo de peluche. Los franceses siguen a una margarita roja como aquel célebre burro a su zanahoria. Una masa de visitantes rusos se guía por un banderín con el dibujo de un oso. Si uno se para en medio de una de las salas y cierra los ojos, su mente ordenará todas las voces en un coro políglota, apagado por el sonido de las cámaras. Caen entonces sobre la mesa algunas verdades: un museo como aquel no puede alcanzar la cúspide de su belleza sin la música bulliciosa de sus visitantes. El Hermitage es el verdadero Babel.
Recorro todo el segundo piso del Museo y me detengo en medio de la escalinata central. Trato de detectar, entre todas esas voces, la de mis compatriotas de Leningrado. Escucho un suspiro muy parecido al de la chica del Dáchniki: se trata de una mujer mayor que, completamente turbada, contempla la escultura de la cabeza de Pedro I, que esculpida en mármol, es probablemente ocho veces más grande que una de tamaño normal. Coronada por laureles que se confunden con sus cabellos cuidadosamente despeinados, muestra un gesto severo y principesco. Su ceño perpetuamente fruncido refleja su autoridad. Lo más impresionante son sus ojos: Marie-Anne Collot probablemente no podía anticipar el simpático efecto que causaría su técnica para esculpir el reflejo de los ojos, en los habitantes del siglo XXI, y es que los iris de Pedro I tienen la forma de un par de corazoncitos.
La mujer se aproxima a la escultura y junta sus manos en forma de rezo. Le indica a su hija que la retrate con su cámara digital. La anciana arodillada, de por sí menuda, se vuelve pequeñísima ante la cabeza del zar. Luego del click fotográfico, la devota hace una reverencia que más que someterla ante su ídolo resulta un ademán de sincero agradecimiento.
La fe de los petersburgueses radica en el amor a su ciudad. Adoran a Pedro el Grande porque les construyó un hogar sobre lo que era un pantano; son turistas permanentes de su ciudad natal. Admiran sus calles aunque estén acostumbrados a su belleza, y sus dioses viven en la tierra en forma de esculturas inertes de hierro o de piedra. Rusia enterró su identidad deportiva junto con los monumentos comunistas caídos, permitió que los mercados mutaran en supermarkets, reinventó su vocabulario ataviándolo de palabras anglosajonas. Hoy las almas rusas descifran a su patria de otro modo. Sin embargo, los petersburgueses siguen amando a San Petersburgo, San Petersburgo sigue siendo Leningrado, y se siguen lanzando miradas de camaradería al tempo de los acordeones melancólicos del Nevsky.