Nada que suene
Dibujos: Roberto García Hernández
Antes del triunfo despótico de los formatos digitales, el soporte táctil en el que nos llegaba la música era determinante. Hoy, en cambio, el vinilo, el cassette y el CD se debaten entre convertirse en mera basura del capitalismo industrial o en la bandera-fetiche de ciertos movimientos contraculturales. Carlos Prieto repasa aquí una tendencia en el arte sonoro mexicano que busca dialogar con ese «depósito inmenso» en el que se convirtió la cultura material del pop.
La música pop representa ese momento histórico en
el cual el juicio estético que había impuesto una cla
ra distancia entre la institución del arte y la indus
tria cultural no podía continuar manteniéndose con
seriedad.
Dirck Linck1
En un momento de innegable efervescencia del llamado arte sonoro, encontramos una tendencia, especialmente acentuada en México, de asociar esta práctica a la tecnología, inclusive de subordinarla a un saber primordialmente técnico, antes que conceptual o estético. Este es un mal hábito que proviene, en buena parte, de la enseñanza de la música electroacústica y electrónica, que confunde la composición con las herramientas. Aunque no es el tema en esta ocasión preguntarme sobre los límites de un genuino arte sonoro en relación con los otros campos estéticos —por lo infructuoso y aburrido de las discusiones que ya ha suscitado este asunto—, conservo el término, dada la relevancia que se le otorga actualmente en México.
Dirijo mi atención en este texto hacia las piezas de dos artistas sonoros mexicanos que también se desenvuelven como músicos, Rogelio Sosa y Daniel Pérez Ríos, por dos razones. La primera es que en ellas todo el interés que pueden suscitar descansa lejos de la tecnología. En su lugar, han optado por ecuaciones simbólicas y estrategias metafóricas que las vinculan con mayor facilidad a la escultura o el arte conceptual. Además de que no hay nada en ellas que suene —es decir, no generan ninguna actividad sónica—, las dos piezas que abordo poseen otra característica que generalmente hallamos ausente en el grueso de las obras y preocupaciones de los artistas sonoros, y todavía más de aquellos que se consideran profesionales de esta disciplina. Esta característica que hallamos ausente —lo que me causa una profunda curiosidad pero principalmente desconcierto— es la ínfima relación con las culturas musicales del pop y en general con la industria cultural. Sabemos que originalmente, por razones que pertenecen a la discusión que he decidido evitar, hay, efectivamente, una tendencia, o una compulsión, por disociar el arte sonoro de los usos que la cultura popular hace del sonido, y más especialmente de las preocupaciones de orden contextual o semióticas del pop. Hallamos no obstante, en la obra de artistas de otras partes, una rica conversación entre el arte sonoro y el pop. Ésta se remonta al arte contemporáneo y el giro que dio en la década de 1960 y 1970 hacia ciertos tópicos y materiales sonoros y visuales acumulados en el espacio de la cultura popular, y con ello en las posibilidades de entrar en con-tacto con el espacio de la vida cotidiana, de la vida de las masas. El arte buscaba recrearse como una práctica capaz de incluir e involucrar circuitos de deseo mucho más amplios que los que hasta ese momento los modernismos y las vanguardias habían logrado invocar. Bien es cierto que la democratización del gusto y la contaminación del arte con el pop ha ocurrido ya, incluso es el lugar común hegemónico de la interpretación culturalista, especialmente en la música.
Sin ser necesariamente el caso de las piezas que aquí me propongo, encuentro en ellas el signo de una intercambio muy rico —y de un reto intelectual mayor para el posible espectador—, entre el ámbito indefinido del arte sonoro y ese depósito inmenso de temas, objetos y asociaciones que las culturas e industrias de la música pop aportan, para una comprensión crítica de nuestra época.
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La basura constituye un mundo en sí mismo, comple
jo y simétrico al mundo de la mercancía. Este mundo
detrás del espejo en el que la sociedad de consumo
adora mirarse y reconocerse, restituye nuestra com
prensión de la verdadera naturaleza de los productos
que habitan nuestra vida diaria.
Guido Viale2
La música se ha esfumado. Caminamos sobre un piso cubierto de cajas vacías para discos compactos cuidadosamente colocadas como si fueran mosaicos. Es una habitación mediana con paredes desnudas. Los estuches de acrílico crujen bajo las pisadas. No tienen portadas, no hay títulos, nombres de artistas o de sellos discográficos. La escena alude a la evaporación de los signos, a la erradicación de toda referencia a un contenido.
La pieza es de Rogelio Sosa y se titula Medios vacíos. Aunque el artista la concibió en 2006 como una crítica a las condiciones de reproducción comercial de la música, 3 también plantea un hecho positivo de nuestro tiempo: la música se ha liberado de sus empaques. Los soportes materiales de la música han dejado de ser connaturales a su producción, a su circulación y a su goce. Las portadas, fundas y estuches que durante mucho tiempo se consideraron esencialmente una prolongación de los contenidos sonoros, indispensables para comunicar sus conceptos y colocarlos adecuadamente en las categorías de consumo, se van convirtiendo paulatinamente en basura, accesorios obsoletos en un momento en el que casi todo lo concerniente a la música ocurre en internet. Sólo como reliquias es que han regresado a formar parte de una subeconomía que se sostiene en un fetichismo nostálgico, souvenir de una Belle Époque analógica. Fuera de este minúsculo circuito, puede parecer que los medios materiales de la música se integran al substrato del planeta: detritus de la industria pesada de la música. Y en cierta forma es verdad, la música no necesita de ellos para subsistir y circular, para recrearse. Para bien y para mal, la música es otra cosa, está en otra parte, viaja a velocidades incalculables y por nuevos canales. Bajo estas condiciones de veloz obsolescencia de los soportes de grabación, nos vemos obligados a reconocer su verdadera naturaleza intangible, fluida, su gran poder, su encanto, su vigencia en un presente impulsado por economías inmateriales. En este sentido la pieza de Rogelio Sosa —también y primero que nada compositor y músico—, es ante todo un monumento funerario.
Cuando uno ve la instalación es imposible no pensar en la de otro artista sonoro, Echo and Narcissus, de 1990, del suizo-americano Christian Marclay, que se ha dedicado desde hace más de tres décadas ha explorar entre muchas otras cosas, las imágenes adheridas a la música pop a lo largo del siglo XX, así como sus artefactos. Mediante métodos artesanales traídos del collage y el arte objeto, Marclay nos presenta el campo del pop como una fábrica intertextual insuperable capaz de engendrar fascinantes quimeras.
En el caso de la instalación Echo and Narcissus, mostrada por primera vez en Tokio en 1990, el piso de una galería fue cubierto con quince mil discos compactos con la cara reflejante hacia arriba, conformando una suerte de espejo inmenso. Al caminar sobre los discos, el público contemplaba su reflejo, distorsionado conforme deambulaba sobre la gran película reflejante, un material especialmente prístino en el que se graban los datos del CD y al que los fabricantes atribuían una longevidad mil veces mayor que el surco de acetato del fonograma analógico. Hoy sabemos que el disco compacto comienza a desintegrarse a los veinte años, un tiempo de vida mucho menor que el de un disco de vinilo que puede superar hasta una centuria de vida útil. El título de la pieza de Marclay deja abierta la puerta a las connotaciones psicoanalíticas y sociológicas, ligadas al fetichismo y a una vanidad patológica de dimensiones sociales.
Y es cierto, nuestro consumo musical nos refleja y nos identifica. Algo de nosotros se proyecta en nuestras elecciones sónicas, no sólo nos socializamos y nos hacemos masa, sino que a través de la construcción del gusto nos reconocemos como únicos, distintos. Se nos ha hecho creer que en la acumulación descansa la versatilidad y la erudición de nuestro gusto sonoro.
En Medios vacíos de Rogelio Sosa ya no hay discos, sino estuches vacíos; no hay reflejo sino una pura aglomeración de acrílico transparente que cruje cuando la aplastamos, jugando a la vez irónicamente con la posibilidad de que hay un acto musical indeterminado que el visitante realiza. La pieza de Sosa alude además, indirectamente, al contexto de producción de los circuitos de la piratería musical. Quienes adoramos la música, pero con igual fervor su parafernalia, conocemos bien la ilusión que producen los discos con empaques bien impresos y ensamblados de fábrica. En nuestros tiempos y latitudes, el hechizo de la mercancía musical se rompe con la economía de los discos pirata, que siempre se ofrecen a la vista del transeúnte como mercancías en proceso de ensamblaje, producidos en la clandestinidad y en cuyo contexto se visibiliza la cadena de montaje que la piratería ha trasladado a cualquier espacio provisional, a la misma calle en donde los vendedores completan el proceso: datos mal grabados, celofanes, portadas impresas en un solo color.
La deconstrucción de la industria musical que en su breve historia ha puesto en escena al arte sonoro, nos deja dibujar una trayectoria que va de la agonía del disco de acetato y su fascinante proceso analógico, en el que se reescribe la información acústica (como en la instalación del propio Marclay, Footsteps de 1988-89), pasando por la nítida superficie reflejante del CD de Echo and Narcissus, en la que se ha eliminado todo relieve, hasta las cajas de plástico de Rogelio Sosa, que son la última evidencia de la música como mercancía cultural del siglo XX, y hasta su metamorfosis en una inabarcable nube de datos, en una inmensa exhalación. Medios vacíos también podría ser un cementerio a escala que invita a pensar en la muerte de los soportes físicos, con sus pequeños ataúdes de plástico transparente. Un monumento sonoro a las infraestructuras desechables e inhumanas que han sostenido la industria del disco.
La música es un objeto intangible que existe ante todo en la transacción desatada de las redes y en la cabeza y en los cuerpos de quienes la escuchan. Todo lo demás son medios vacíos.
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If you put a metronome to any of the Napalm Death
records I’ve played on, it would be shockingly all over
the place —that doesn’t worry me. That’s the human
element and that is lost these days because it’s so
perfect.
What am I, a dinosaur? Why they need it to be so per
fect? To cut and paste sections on the Pro Tools… Just
bloody play the songs. You gotta play it live anyway!
I don’t understand that mentality of it, just having to
be the perfect product.
Mick Harris (ex baterista de Napalm Death)4
La creación de imágenes, ambientes y artefactos que apuntan a una deconstrucción de la industria musical y los procesos mediante los que se subordina el trabajo vivo de los músicos a una mera mercancía, tiene momentos destacados en las esculturas e instalaciones del regiomontano Daniel Pérez Ríos quien, a diferencia de la mayoría de los artistas sonoros mexicanos, dedica gran parte de sus indagaciones artísticas a explorar el funcionamiento simbólico de los objetos musicales al interior de las subculturas del rock. Me detengo en una de las más sencillas, titulada SCUM, de 2013: un par de baquetas usadas, cubiertas de marcas e impactos. A primera vista uno se queda pasmado ante la intrascendencia del utensilio. Cuando se lee la cédula explicativa uno se percata de que el artista no las utilizó al azar o para interpretar cualquier cosa, no son sólo los rastros de una actividad desconocida. Con ellas, el artista ejecutó un álbum de culto, de la agrupación británica de grind core Napalm Death, titulado SCUM, grabado originalmente en 19875 y con el que se dice nació dicho género como una respuesta fulminante al fracaso del punk. Una música todavía más estruendosa y rápida de letras contestatarias pero ininteligibles.
Me resulta muy importante que la reflexión conceptual que Daniel Pérez Ríos intenta configurar con esta sencilla pieza se sostenga en un disco, un grupo y un género musical que —sin éxito claro está—, intentó preservar la energía y la furia implicada en la transmisión de su mensaje; lo que en política significaría una acción directa. La idea era crear un tipo de música repelente a la neutralización espectacular del mercado abierto por el heavy metal y el punk, a esas alturas de la década de 1980. Una creación tan veloz e indigesta cuya forma fuese imposible de domesticar, de fijar, de volverse un producto.
Para mostrarnos esto Daniel Pérez Ríos ha creado un fósil. Con unos audífonos puestos, montado en su batería, ha intentado reproducir las acciones de Mick Harris, el baterista de Napalm Death, en este disco legendario al que también rinde un homenaje al tomar prestado su nombre para titular su pieza. De esta sesión proviene este documento, un par de baquetas que hacen visibles los estragos —y las evidencias— de un gasto incalculable de energía, de destreza técnica acumulada en la tradición de un saber musical, en el momento de su producción aún no codificado, que posteriormente se denominó blast beat, literalmente «ritmo explosivo». La información que ha dejado en las baquetas la reinterpretación de este disco a manos del artista mexicano como proceso de la pieza, no logra diferenciarse de los demás golpes que pudieron ser meros errores o simplemente choques arbitrarios contra el borde de la tarola. Es aquí que mi sentido común me dice que la grabación original —el álbum— representaría el verdadero documento de este trabajo, cuyo valor en todo caso siempre es imposible de calcular. Pero la teoría económica que desmonta el proceso de transformación del trabajo en mercancía nos dice que es justamente el disco grabado y reproducido en serie, empacado y puesto en un circuito de venta, el objeto que traiciona la vitalidad invertida por los músicos.
El escritor francés Pierre Klossowski plantea en su libro La moneda viviente que es «la performance» la que produce —y concentra— el valor económico. La persona que ejecuta una acción específica, pero ante todo virtuosa, en un momento y un lugar precisos, es quien pone en juego su saber y su capacidad de improvisar e intervenir en el tiempo de la vida un evento, en torno al cual se convoca el goce de otros. La verdadera riqueza es Mick Harris tocando. La moneda que no puede ser intercambiada, que no es vehículo abstracto de ningún valor, más que el valor descomunal que da forma y contenido al instante de la ejecución. No hay lugar para la mercancía. Tampoco para el valor de uso, mucho menos para el plusvalor.
El disco de Napalm Death, al suplantar la experiencia, aliena el acontecimiento que en sentido estricto es irrecuperable y no es posible reproducir.
Este valor paradójico del acto creativo en la «performance» musical siempre ha sido un problema para la valorización económica. ¿Cómo fijar el acto inaprehensible a un soporte material? ¿Qué se preserva de ese gasto de energía que se ha extinguido? Toda la vitalidad del rock y el hechizo de las músicas populares se basa en este fenómeno, en cierta forma antieconómico.
Daniel Pérez Ríos traza con esta escultura la delgada línea que separa al interior del mismo objeto el documento del fetiche, confrontándolos. La huella de un trabajo vivo capaz de convertirse en fuente aurática, en un objeto de culto, como las prendas de ropa con sudor de alguna estrella de rock. ¿Cómo reivindicar el gasto irreductible de virtud de la ejecución original sobre cualquier apropiación, sea éste un registro, una copia o una imitación?
Las músicas populares son una gran fuente de riqueza, y es a través de su enigmática economía que podemos acercarnos a ella. No importa que no haya nada que suene.
1 Rock-Paper-Scissors: Pop Music as Subject of Visual Art.. Catálogo de la exhibición. Ed. Kunsthaus Graz/Verlag der Buchhandlung. Walther König, 2009.
2 Un mondo usa e getta. La civiltà dei rifiuti e i rifiuti della civiltà, Milano, Feltrinelli, 1994.
3 En la página de internet del artista (http://www.rogeliososa.info/inst-esp.htm) encontramos esta descripción: «Medios Vacíos es una instalación que busca criticar la condición de reproducibilidad en los medios electrónicos. La pieza se realiza creando un mosaico masivo en el piso con cajas vacías de discos jewel box. Las cajas son colocadas en un pasillo o corredor y son aplastadas poco a poco por los pasos de la gente que camina sobre ellas. El resultado es un tapiz sonoro compuesto de los rechinidos y tronidos de las tapas de plástico al romperse».
4 Entrevista a Mick Harris, febrero 27 del 2012 en Decibel Magazine. (http://decibelmagazine.com/blog/featured/interview-ex-napalm-death-drummer-mick-harris-on-scum-scorn-and-the-hell-of-urban-living).
5 SCUM, Napalm Death, Earache, 1987.