A cincuenta años de la muerte de Hendrix
Quizás sea la Plaza Santa Cecilia; quizás los fantasmas de Tin Tan afuera del Tenampa o la canción de José Alfredo estén en esta noche de un lunes que quiere despertar ya como martes; quizás sea sólo una historia como tantas que se anidan en la colonia Guerrero de la Ciudad de México en donde un guerrero y su estirpe caminaron a mediados del siglo pasado y escucharon a los mariachis que estoicos siempre esperan a que la ciudad termine de hundirse; quizás sea un escenario que se ha repetido desde la fundación de esta plaza renombrada en honor a quien blandió su espada para reunificar Italia: quizás sea sólo un pretexto, pero tres perros noctívagos buscan una guitarra bienhechora que amaine la furia de la amante olvidada por certeros tiros entre pecho y espalda. Entre el frío de las once de la noche de un noviembre como tantos, los tres desbalagados mosqueteros encuentran una silueta enjuta en un pequeño banco de madera; las manos artríticas se esconden en mitones deshilachados que abrasan un requinto y con voz cansada espeta: “¿con cuál nos vamos, m’ijito?
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El onanismo siempre termina en fuego: arden las yemas y arden las falanges, también arde el instrumento junto a las imágenes que se agolpan en los ojos: recuerdos, fantasías o el fetiche más certero que como yesca —en ocasiones, sólo pavesa— se apaga entre la respiración entrecortada. La cadera danza frenéticamente mientras las manos se juntan debajo de ella y estrechan un bote de gasolina cuyo chorro se disemina entre las seis cuerdas que minutos antes plugaban notas imposiblemente agudas: su resistencia estaba ya calada por los dedos largos que las hicieron chillar durante cuarenta minutos. Era 1967 y era Monterey, California. En ese escenario de hace cincuenta y tres años desfilaron Grateful Dead, Eric Burdon and the Animals, Otis Redding —a quien le faltaran algunos meses para ser parte del club de los veintisiete— y quien sería una de las voces más dolorosamente reconocibles y, ella sí, parte de tan infausto ateneo: Janis Joplin, “la Bruja Cósmica”, aunque siendo parte de Big Brother and the Holding Company. Y por si faltaran nombres para hacer del festival que preludió Woodstock todavía más estrambótico también estaba el de Ravi Shankar, el bengalí al que se le debe la melancólica cítara de George Harrison en Norwegian Wood. (El “Concierto para Bangladesh”, de 1971, en el Madison Square Garden, de Nueva York, organizado por Shankar y Harrison, fue el primer concierto a beneficencia de gran magnitud: entre los músicos que participaron se cuentan a Eric Clapton, Bob Dylan, The Animals y Billy Preston). También se presentó en Monterey un novel y salvaje grupo que cargaba en la base rítmica a Keith Moon por recomendación de un tal Paul McCartney, quien también había recomendado para el Monterey Pop Festival a un guitarrista desaliñado, que con pantalones rojos, chaleco negro con ribetes en blanco y una camisa amarilla con olanes terminaría por destrozar su Stratocaster, incendiada merced a breves soles que algunos llaman cerillos, frente a miles de atónitos ojos.
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En el taxi, en el camino de Garibaldi a la colonia Portales, el artrítico guitarrista cuenta su historia: “M’ijito —y con ese apelativo nombra a cada uno de los tres que siguieron la palabra de Baudelaire—, hace muchos, muchos años, yo estaba al frente de la Orquesta Santa Verónica, con los que me presentaba, un día sí y el otro también, en los mejores lugares de la Ciudad. Eso era cuando la música estaba por encima de todo. Y un día llegó un pocho que me dijo ‘necesitamos una primera voz, y que sepa tocar bien la guitarra, vente a grabar con nosotros a Nueva York’. Y la verdad, m’ijito, pues ya tenía yo suficiente trabajo y lana, mucha lana, con mi Orquesta. ¿Qué le iba yo a hacer caso a unos pinches pochos que tocaban, según ellos, boleritos. Los mandé por allá y me quedé con mi orquesta. No sabía que veinte años después nos iban a cerrar todo, que nos iban a poner toque de queda, y que mi orquesta se iría a chiflar a la loma. Luego supe el nombre del grupo del pocho y que grababan con Javier Solís y con la Gormé. Y salían harto en la tele y en la radio. Ni modo. Ahora me tocó estar aquí. ¿Entonces con cuál empezamos?”
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Antes de que las cuerdas crepitaran por la combustión, tuvieron que servir lo mismo a Little Richard (o como se le conocía en México en esos años: el Pequeño Ricardito) que a muchos de tantos grupos olvidados por la historia de la música, injustamente. Los Isley Brothers, grupo conformado por los hermanos O’Kelly, Rudolph y Ronald, y que comenzaron en 1954, escribieron una canción que quizás sea recordada por los nostálgicos y los fanáticos de The Beatles: Shout!. Estos mismos hermanos tuvieron la desfortuna de grabar, un año antes que el Cuarteto de Liverpool, Twist & shout, ¿por qué desfortuna?, porque las voces desgañitadas de Lennon opacarían cualquier intento posterior y anterior de gritar un himno. La historia no siempre es justa, los Isley Brothers, después de verse derrotados, grabarían, en 1964, Testify, con el guitarrista que tres años después, en el primer espectáculo masivo, destrozaría una guitarra. En ese entonces, nuestro verdadero protagonista era un músico de estudio, quizás un “huesero”, tal vez —y para decirlo de modo elegante— un galeote de las circunstancias.
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El guitarrista artrítico cuenta que le gusta el vodka, pero que puede beber lo que le den. Sus setenta años que pueden ser ochenta o quizás menos saben su oficio. Uno de los tres charros que están atados al potro del alcohol —y que es quien debe calmar las ansias del reclamo marital— le responde: “¡Un músico siempre es bienvenido! Lo que usted quiera, Maestro”. Y pone una botella de Absolut Azul frente al que, ahora, es conocido como M’ijito, por el modo de nombrar a todos. M’ijito toma un trago de vodka con refresco de limón, toma su requinto y lo afina como si le contara secretos a la boca y al puente de la guitarra hechos de palo escrito. Comienza la serenata. Un bolero tras otro trago, y un trago más mientras que el acorde en fe menor trata de acomodarse entre las notas de una canción compartida. Sus dedos rotos por el tiempo guardan todavía un as bajo el traste, y en esos requintos de canciones interpretadas por un pocho que se hicieron canon, todavía puede, a sus incontables años, ponerle jiribilla. Se ríe, con varios dientes de menos, pero con la sonrisa de una músico que sabe que ha encontrado el modo perfecto de interpretar una canción: “Todavía puedo, M’ijito”.
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Raleigh Snipes es de aquellos que la historia ha olvidado. Lo conocían como “Butch”. Y en la memoria del mundo que es la red de redes habrá, quizás, un par de fotos. Era miembro del grupo de Lee Parker, Lee Parker and the Sharps, y se dice y se cuenta y se rumora —como toda leyenda— que antes de que nuestro héroe prendiera la Stratocaster en fuego en el citado 1967, aprendió de Butch a tocar con los dientes la guitarra, y detrás de la espalda, y que el funambulismo fuera parte del acto musical. Se cuenta que si los bateristas hacen malabares con las baquetas es porque en un principio, con el jazz naciente, había “blancos” que tocaban igual que ellos, por lo que Art Blakey y Max Roach —por citar sólo a dos— tenían que hacer milagros con su instrumento. Nuestro verdadero protagonista aprendió de Snipes a tocar con los dientes y a obligar a los amplificadores a reventarse para su placer exclusivo. Era el único modo de sobrevivir: para ejemplo Robert Johnson y Sam Cooke que cantaban en lugares en donde no les estaba permitido sentarse. Sobrevivir a los bares de los Estados Unidos a principios de los sesenta era un modo de resistir. Él tuvo dos opciones: la cárcel o el ejército; del segundo lo expulsaron, de la primera nunca tuvo razón. James Marshall murió el 18 de septiembre de 1970. Hizo tres discos. En cada uno de ellos dejó el mundo entero entre distorsiones, wah-wah y octavadores; en cuatro años cambió la música. El mismo en el que siempre se busca un responso, un último acorde que nos haga descansar.
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M’jito regresa a la Plaza, ya no es lo mismo. El tiempo se pierde entre serenatas y esta ciudad se ha acabado. Ya no se hunde, está perdida. Sus músicos todavía resisten; quizás todavía creen que una nota se quedará en la memoria de un transeúnte.