Tierra Adentro
Adair Vigil

Luego de encontrar las botas de metal pero antes de ubicar el terrón de mugre, el padre de Joshua fue a Wal-Mart a comprar papel cuadriculado. Al desplegarlo y clavarlo en la pared, donde las fotos familiares de su madre habían estado antes, cubría un espacio de poco más de un metro y medio de alto por dos de ancho. Colgó el papel en tres filas, y la hoja en cada fila contenía miles de pequeños cuadros grises. Cuando Joshua hacía bizcos, parecía que los cuadros se levantaban de la hoja. Cruzaba los ojos y luego los descruzaba. Veía cómo los cuadros ascendían y bajaban. “Ya era hora de hacer un mapa”, le había dicho su padre. “Si no, nunca vamos a terminar este juego”.

Ésta fue la culminación lógica de la teoría que tenía su padre sobre El Navegante. En los videojuegos, donde solía ser muy fácil perder la perspectiva, pero también en la vida. Cuando Joshua jugaba, su padre se encargaba de vigilar, de advertirle si estaba volviendo sobre sus pasos, de recordarle a dónde quería llegar y cómo. Cuando el padre de Joshua tomaba el control, esto se volvía trabajo de Joshua.

Su juego era La Leyenda del Silencio, o LdS. LdS no era como sus otros videojuegos. Mientras que en Metroid o Zelda el personaje del jugador se volvía cada vez más poderoso a medida que exploraba, cada artefacto que iba encontrando la heroína de LdS la mermaba. El manual todavía los llamaba Potenciadores, lo cual, padre e hijo coincidieron, era engañoso: deberían llamarse Debilitadores, o Nerfs, o Tormentos, porque eso era lo que hacían. El objetivo del juego era perder todo para que uno pudiera entrar al nirvana, donde el último jefe estaba al acecho, disfrutando de todos los frutos mal habidos del no ser y del no saber. Era su juego favorito, tanto que solían platicar de lo que harían cuando se acabara. Lo que querían decir era lo que se podría hacer. Les era imposible imaginarse el Después.

El padre de Joshua no había vuelvo a jugar ninguno de sus otros juegos desde que empezaron con LdS. Ni siquiera Contra, el que antes había sido su juego preferido, porque tenía un modo de dos jugadores y porque nunca lograron derrotarlo: cuando uno se moría, el otro le seguía pronto. Incluso había tratado de platicar con otros padres al respecto, en asados de los scouts y en acampadas nocturnas, pero jamás le hacían caso.

Cuando el padre de Joshua alisó el papel cuadriculado para fijarlo bien en la pared, la hoja exhaló delicadamente y se despegó, combándose. Agarró sus respectivas cajas de lápices de la pila de casetes VHS clasificación C que quedaban amontonados sobre el mueble del televisor. Adentro había marcadores, plumones y lápices de colores, lápices de acuarelas y gomas color rosa, y también bolígrafos y portaminas No. 2.

“Vamos a usar sesenta y cuatro cuadros para cada pantalla”, le dijo su padre. “O sea ocho por ocho. Empezamos aquí, en el centro. Aquí”. Con un marcador rojo y un portaminas No. 2, esbozó la primera sala del laberinto: su trono de oro y terciopelo, sus varios candiles de cristal, sus candelabros. En la esquina derecha de la sala dibujó una almohada púrpura sobre un pedestal blanco, donde la heroína dejaría su corona si oprimías el botón B. Esto abriría la salida, que daba al siguiente cuarto. El padre de Joshua dibujó esta parte de memoria porque para volverla a ver había que reiniciar el juego. En cuanto salías de la sala del trono, los guardias ya no te dejaban volver. No reconocían a su reina sin la corona.

“Si mapeamos el mundo entero”, le dijo su padre, “ podremos dejar de perdernos. Y ahí es cuando empieza lo bueno. Lo terminaremos dentro de un mes”. Había mapas que se podían comprar, le había dicho su padre. Pero eso era estropear el propósito, que es la travesía.

No importaba hasta dónde llegaras explorando, siempre había que empezar afuera de la sala del trono. El pasillo de afuera era como un palacio decadente, con estandartes podridos, paredes al borde del derrumbe, partes de armaduras dispersas por todo el piso, pardas por el óxido. A los severos guardias en la puerta de la sala del trono les correspondía impedir que lo putrefacto entrara, además de impedirte entrar a ti. Desde luego, mucho de esto quedaba abierto a la interpretación, representado en sencillos conjuntos de cuadros. A veces Joshua pensaba que este pasillo parecía más un palacio a punto de nacer que uno moribundo. Estaba abarrotado de pequeños monstruos: roedores verdes, murciélagos amarillos. La primera vez que Joshua recorrió este pasillo, cuando su heroína estaba en la cumbre de sus poderes, era fácil matar a tales enemigos. Un único tiro con la pistola, un espadazo. Ahora, cada recorrido del pasillo se volvía más difícil a medida que la heroína se marchitaba. Servía como indicio de su avance hacia el no ser, el no saber. A veces, últimamente, padre e hijo ni siquiera lograban atravesarlo.

Joshua hizo a la heroína cruzar el pasillo con dificultad. Su padre le robaba mordidas a su sándwich de crema de cacahuate y mermelada y bebía de su Big Gulp, sosteniendo el vaso con una sola mano mientras dibujaba con la otra lo que iban viendo. Sesenta y cuatro cuadros por cada pantalla. Joshua hizo un gran esfuerzo para no decirle que traía polvo de frituras sabor a queso en la barba.

Los martes siempre cenaban sándwiches de queso a la plancha, pero cuando Joshua llegó a casa, el gas estaba cerrado de nuevo. Se pueden hacer sándwiches de queso en el microondas, pero el pan saldría mal, primero blando y caliente y luego demasiado duro. Sacó el queso americano del refrigerador y se sentó frente a la televisión, que todavía servía. A veces jugaba sin que estuviera su padre. Hoy se sentía suficientemente afectado por lo de los sándwiches como para no querer jugar solo. Estaba viendo el canal de caricaturas. El mapa había crecido otra vez. En el rabillo de su ojo, parecía amenazador, devorando lentamente la pared con sus zarcillos color rojo, morado, verde bosque. Brotaban puertas por todas partes como manchas de dálmata, perillas como ojos sin párpados. También su padre jugaba sin él. Joshua desenvolvió una rebanada de queso y se lo comió tira por tira. Borró todos los mensajes, incluso los nuevos, sin escucharlos. Desenvolvió otra rebanada.

Llegó su padre con un sobre sin abrir en el puño. “Cortaron el gas”, dijo con los dientes apretados.

“Lo siento”, dijo Joshua.

“Podemos hacer sándwiches de queso en el micro”.

“No”, dijo Joshua. “Eso no funciona”.

La electricidad estaba pagada hasta el viernes. Podían seguir con su videojuego. El padre de Joshua se cambió y se puso su pantalonera de casa.

El nombre de ella era Alicia. Ése era, según Joshua, el segundo nombre más bonito en el mundo. El primer nombre más bonito era Trudy. En tercer lugar estaba su propio nombre. Luego el de su padre, Dustin. Al principio, Alicia no era sólo una reina sino también una muchacha-pájaro. Tenía grandes alas color café que estaban salpicadas de motitas blancas y plateadas. Después de su corona y la sala del trono, éstas fueron las siguientes cosas a las que renunció. Voló hasta el techo de una sala muy alta (ocho cuadrados por cincuenta y cinco en el mapa) y encontró una puerta que daba a una sala más pequeña, una sola pantalla, la cual alojaba las botas de metal y por lo demás estaba vacía. Las botas reposaban sobre un pedestal blanco como el que habían designado para su corona. A estas alturas del juego, padre e hijo no comprendían por completo sus principios –pensaban que la sala del trono era una chiripa interesante–. El padre de Joshua había hecho que Alicia se pusiera las botas. No lograron adivinar qué se suponía que harían. El padre de Joshua condujo a Alicia fuera de la sala y la hizo brincar hacia el vacío de la sala con el techo muy alto. Se cayó al piso, batiendo sus alas sin efecto alguno. Las botas le pesaban demasiado. Se le doblaron y deformaron las alas con el esfuerzo mientras caía a través de siete pantallas. Después se quedó desplomada en el suelo, medio muerta, y los enemigos la empujaron con el hocico, la dentellaron, y le seguían quitando puntos de vida. Lentamente, sus alas se atrofiarían por el desuso: se encogerían, se enroscarían hacia adentro, soltando pellas de plumas durante el resto del juego, hasta que no quedara nada. Estas plumas eran pixeles, por supuesto –dos cada una–, y se iban torciendo y oblicuando hacia acá y hacia allá, para que el espectador pudiese ver qué se suponía que eran. Luego padre e hijo entendieron el juego. “Éste es un juego real”, dijo el padre de Joshua.

Pasó un buen rato antes de que encontraran el Elíxir del Hielo. Era un poción azul que se derramó de la boca de una gárgola que se parecía a Alicia, sólo que con cuernos y alas sanas. El Elíxir del Hielo le generó cristales en la sangre y otros fluidos corporales para que no pudiera correr tan rápido como antes, ni balancear tan bien su espada, ni sacar su pistola con tanta agilidad. Joshua podía moverse de la misma manera cuando tensaba todos los músculos hasta el dolor.

Una vez jugaron hasta las dos de la madrugada y exploraron las cuevas oscuras en la esquina inferior derecha del mapa, que estaban infestadas de hombres-topo color morado y estalactitas de cera que derramaban enormes gotas de agua tóxica. El jefe de esta zona era un gusano de piel pegajosa, la cual atraía a diversos enemigos y peligros: pinchos, hombres-topos. Joshua no podía matar el gusano porque, sin las alas de Alicia, era difícil saltar los numerosos obstáculos multiformes que se pegaban a él. Su padre sentó a Joshua en su regazo, le quitó el control de la mano, y terminó la pelea con la espada de Alicia. En el cuarto adyacente sólo había tinieblas y una gran piedra azul. Pensaron que tendrían que dejar su espada ahí como un regalo para el rey Arturo. Cuando el padre de Joshua presionó B, Alicia golpeó la piedra: la espada se hizo añicos y quedó sólo una pequeña parte de la hoja y la empuñadura. Los fragmentos explotados quedaron flotando y torciéndose en el aire como estrellas o una escultura móvil hecha de chatarra.

“¿Cómo vamos a matar a los enemigos?”, preguntó Joshua.

“Aún tenemos la pistola”, le contestó su padre. Su pecho zumbó contra la espalda de Joshua, y su voz le sonó baja y seca en el oído.

“También la vamos a perder”, dijo Joshua.

“Entonces huimos”, dijo su padre. Joshua vio que se le estaba cayendo el cabello. Tenía la piel cerosa como las estalactitas.

Intentaron cocinar juntos. Hicieron un pastel de carne con carne de res de tercera y galletas saladas Great Value. Revolvieron la carne cruda y lo demás con las manos y luego se limpiaron con servitoallas para quitarse el pegajoso residuo rosa, mientras Joshua se sentía como el gusano. La catsup y el glaseado de azúcar mascabado se chamuscaron, formando una cáscara negra y quebradiza sobre el pastel de carne.

Hicieron un revuelto de verduras con trocitos de huevo y demasiada salsa de soya, demasiada sal. Hicieron una cacerola de macarrones y se forzaron a comer las costras de queso cheddar. Hicieron pizzas con bagels: marinara, queso mozzarella, rodajas de pepperoni. Cenaron sándwiches de crema de cacahuate y mermelada durante tres días seguidos. Joshua tomó la costumbre de dormirse en el sofá mientras su padre trazaba el juego en el mapa. Estaban buscando el terrón de mugre.

“¿Qué crees que va a hacer con él?”, dijo Joshua.

“No sé”, dijo su padre. “Podría comérselo”.

“Si se lo comiera, ¿qué importancia tendría?”

“¿Alguna vez has comido tierra, Joshie?”

Joshua negó con la cabeza.

“Por una parte, se podría enfermar”, dijo su padre. “Para empezar”.

“Yo creo que lo va a usar para cubrirse los ojos”, dijo Joshua. “O a lo mejor se lo va a meter en la boca, pero para tenerlo ahí, y se va a tapar la nariz con él, para que no pueda gritar y sienta su sabor todo el tiempo.” Se imaginó la sensación de tener la boca atiborrada.

“Como estar enterrado vivo”, dijo su padre. Le dio una palmadita en la cabeza a Joshua. “¿Todo bien, compadre?”

“Claro”, dijo Joshua. “¿Quieres que dibuje esta sala en el mapa?”

Su padre dijo que sí.

Su padre dijo, “Ya tenemos un sesenta por ciento del juego en el mapa, pero ni la mitad de los artefactos”.

Su padre se durmió en el sofá. La pantalla del televisor se reflejaba en sus lentes, y los movimientos del juego lo hacían parecer despierto. Joshua se sentó en sus piernas y tomó el control. Encontró el terrón bajo un piso falso en la Cámara de Comercio, donde dólares y monedas asaltaron a Alicia por todas partes y se le pegaron al cuerpo. Por un instante, reconstruyeron sus alas en color verde. “Despiértate”, le dijo Joshua a su padre. Su padre abrió los ojos.

“Lo encontraste”.

Esto es lo que hizo Alicia con el terrón:

Se ensució, manchó y ennegreció su ropa, quitándole el lustre. Nubes de inmundicia flotaban en torno a ella.

“Oooh”, dijo su padre. Se volvió a dormir.

Joshua estudió su ropa: la de su padre, la suya. Tenía costras de polvo de frituras sabor a queso y manchas de jugo de arándano. Había pasado casi un mes desde la última vez que lavaron. A Joshua no le gustaba doblar la ropa, pero tampoco le gustaba cuando la gente se le quedaba viendo, en la escuela o en donde fuera. Por el desgaste, sus pantalones de mezclilla se estaban adelgazando en las rodillas y en las ingles, y el dobladillo ya estaba deshilachado. Pausó el juego y fue a la cocina a buscar algo de comer.

El fregadero estaba lleno de trastes grasientos. Había latas de refresco amontonadas sobre la mesa, algunas vacías y otras medio llenas. En la mesa también había cupones para el Gimnasio Gold y LA Fitness, acomodados en abanico, como una baraja. Lo único que había en la alacena eran macarrones y relleno para pay de calabaza.

Sonó el teléfono dos veces antes de que Joshua llegara a él. Tuvo la impresión de que había sabido que sonaría antes de que sonara, y fue por eso, pensó él, que había mirado el teléfono en ese mismo momento.

“¿Bueno?”, dijo Joshua.

“Disculpe”, contestó una voz de mujer. “Me equivoqué de número”.

“¿Quién era?”, dijo su padre, nuevamente despierto.

“Una señora”, dijo Joshua. “Número equivocado”.

“Vieja loca”, dijo su padre. Cerró los ojos.

Joshua se quedaría despierto durante una hora más, tratando de encontrar el viejo casete del contestador, o cualquier otra cosa con la voz de su madre, para ver si sonaba igual.

A la mañana siguiente desayunaron cereales genéricos tipo Cap’n Crunch. El padre de Joshua derramó gotitas de leche en los cupones del gimnasio. Se arrugaron y pusieron grises. Se pegaban a la mesa como pegamento. Se abrían hoyitos en el papel. Su padre dijo: “Vamos a cambiarnos a un depa más chico”.

Joshua asintió con la cabeza.

Dijo su padre, “Una renta más baja”.

Joshua asintió con la cabeza.

Dijo su padre, “Más dinero a nuestra disposición”.

En la sala de conciertos, en la parte superior izquierda del mapa, encontraron los tapones rezumantes adentro del podio del director. Los abrieron rompiéndolos después de matar a la orquesta. Cuando Alicia se puso los tapones, el juego se calló. Sus pasos y los pasos de los enemigos no hacían sonido alguno. La música era no-música. Joshua disparó la pistola de Alicia. Los tiros no borbotearon como antes.

“¿Tú crees que se va a quedar así?”, dijo Joshua.

“Sí”, dijo su padre.

Se cambiaron al nuevo departamento. Ninguno de los amigos de su padre lograron llegar a ayudarlos. Compartieron una botella de Gatorade azul en lo que descargaron la camioneta prestada. Lo primero que hizo el padre de Joshua fue pegar su mapa sobre la puerta corrediza de cristal que formaba su muro oeste, o la mayor parte del mismo. El mapa estaba creciendo. Daba una sombra oscura y un tono tenue sobre la alfombra desnuda, como un moretón. Luego empezó a cubrir el sofá, entonces empujaron éste contra el muro sur. Puso el televisor directamente enfrente y cargó el refrigerador con todo lo que restaba del anterior. Un frasco de mayonesa. Pepinillos. Té Lipton con los saquitos todavía en remojo. Una bolsa de papas. Pan blanco. Dijo su padre, “¿Quieres el sofá o el cuarto?”

Joshua buscó la respuesta en el rostro de su padre. No estaba ahí. Era posible que no hubiera respuesta. Era posible que pudiera decir lo que quería. Dijo, “El sofá”.

Dijo su padre, “Ok”.

Movieron las pesas de su padre al cuarto, junto con su rodillo abdominal todavía empaquetado, su ropa y varias cajas de zapatos, todas cerradas con cinta adhesiva.

Conectaron su juego mientras caía la tarde. El sol brillaba a través del mapa y proyectaba una cuadrícula sobre la cocina y sus caras, y en esa cuadrícula se generó un moretón más radiante, o una niebla, como crayolas derretidas. El rostro del padre de Joshua estaba azul y amarillo por el agua y el ácido venenoso. Las manos de Joshua estaban manchadas de verde y marrón por la zona de plantas. La sala de trono se proyectaba sobre el costado del refrigerador.

Guiaron a Alicia desde la salida de la sala del trono, bajando por una de las puertas que abrió ante el lodo que manchaba su ropa, y luego otras puertas que abrieron otras dolencias. Joshua quiso abrir una bolsa de papas, pero su padre dijo que las deberían guardar para más al rato. En breve encontraron la cámara del corcho de color naranja. El padre de Joshua presionó B y Alicia agarró el corcho. Sacó su pistola tan solemnemente como se puede en píxeles. Embonó el corcho en la pistola y lo empujó fuerte hasta que sólo sobresaliera un poco: una bengala al final.

“¿Ya no dispara?” dijo Joshua.

Su padre negó con la cabeza.

“Está indefensa”.

Su padre asintió con la cabeza.

Su juego llegó a ser un juego de evasión. Alicia aún podía agacharse, brincar. Pasaron el resto de la noche huyendo de enemigos y buscando rutas alternativas: subieron escaleras que antes habían obviado, se escondieron detrás de rocas. Cuando no podían esquivar los monstruos, chocaban directamente con ellos y utilizaron la invulnerabilidad momentánea que esta táctica les dio para escaparse a la siguiente sala, donde lo repetían todo. El padre de Joshua hizo muchas pausas. Le ofrecía el control a su hijo, que siempre rehusaba tomarlo. Ambos sudaban.

Joshua se despertó unas horas después. Sintió su propia baba en la rodilla de la pantalonera de casa de su papá y la limpió.

“Ya te levantaste”, dijo su padre. “Mira lo que encontré”.

“Alicia está en el piso”, dijo Joshua.

“Encontré el cinto de plomo. ¿Ves?”. Era una banda angosta de píxeles en la cintura de Alicia. Se sostenía en sus codos y con las piernas flexionadas. La hebilla del cinto (que no se veía, pero Joshua lo sabía por el manual y por la modalidad de atracción) la empujaba firmemente contra el piso. Éste era el peso que la mantenía abajo. “Esto es lo único que pasa cuando intento atacar”, dijo su padre, y levantó débilmente el brazo de Alicia, gesto que extendía el remanente desafilado de su espada. Parecía ser más un ofrecimiento que una agresión. “Y puede gatear”. La hizo gatear.

“Ya valimos”, dijo Joshua. “Papá, así no vamos a llegar a ningún lado, y todavía necesitamos los lentes de sol”.

“A lo mejor no podemos ganar”, dijo su padre. “Así es la vida también, supongo”.

No les quedó claro cómo podían salir de la cámara.

Después de gatear un rato, descubrieron que había ladrillos en la pared, ladrillos bajos que se podían destruir con la espada desafilada de Alicia. El mundo de su juego estaba agujereado y minado de túneles que eran apenas suficientemente grandes como para atravesarlos gateando. A veces estos túneles eran visibles para los jugadores, pero muchas veces no. Muchas veces los escondían rocas o raíces de árboles, o flujos de lava o agua. La única manera de saber que ella seguía moviéndose era el lento desplazarse de la pantalla. Joshua dijo, “¿De dónde crees que salieron los túneles?”

“Seguro que los hizo el gusano pegajoso”, dijo su padre.

Árboles y sus troncos pasaban de largo. Velas eternamente prendidas. Cavernas y formaciones rocosas. Vieron desde nuevos ángulos lo que ya habían visto. Joshua dibujó los túneles en el mapa, que ya llenaba la mayor parte del papel cuadriculado. Eran líneas negras que hacían espirales hacia el centro del mapa mientras su padre abría paso. Pero había muchos callejones sin salida adentro de los túneles. Padre e hijo supieron que habían chocado contra uno cuando la pantalla dejaba de desplazarse. Y luego volvían sobre sus pasos.

Cuando Joshua se despertó de nuevo, estaba solo en el sofá. Tenía las piernas enredadas en su cobija San Marcos impresa con un lobo solitario y ya no llevaba puestos sus zapatos ni sus calcetines. Se limpió la baba de nariz y mentón. El brazo del sofá estaba encostrado de sus mocos. Entró al baño. El inquilino anterior había dejado una foto enmarcada de Greta Garbo, fumando, en la pared. Había una pequeña pluma de pavorreal en su sombrerito. Se veía feliz.

El padre de Joshua hablaba de los lugares a los que podrían ir de vacaciones. El pueblo de Santa Claus, Indiana, era de los mejores contendientes. Ahí estaba Holiday World, que ahora era un parque acuático también. “La montaña rusa de madera más grande del mundo”, dijo su padre.

“Qué chido”, dijo Joshua.

Resultó que tener “más dinero a nuestra disposición” quería decir pagar los servicios a tiempo.

Padre e hijo experimentaron con una dieta principalmente vegetariana. Los sándwiches de crema de cacahuate y mermelada seguían igual, y también las papas, pero quedaron eliminadas hamburguesas y palitos de pescado, excepto en viernes, noche de ir a Hardee’s. Les alcanzaba para rentar dos videos por semana en Blockbuster. Una siempre era una Película de Papá, clasificación C. Una era una Película de Joshua, clasificación B o menos. Por lo general, la Película de Papá era nueva y venía de las repisas que cubrían las paredes y circundaban las demás. La Película de Joshua venía de las repisas interiores.

A veces el padre de Joshua hablaba con familiares y platicaba sobre la madre de Joshua, aunque fingía que no. Pensaba estar hablando en código. “La reina”, le decía. “La duquesa”. Joshua escuchaba minuciosamente a ver si salía alguna pista sobre dónde estaba, qué andaba haciendo. “(Algo algo) teléfonos públicos”, dijo su padre. “(Algo algo) Atlanta”.

Atlanta era la capital del estado de Georgia. Era una ciudad grande. Esto de ninguna manera era suficiente. Joshua ni siquiera encontraba la forma de salir de La Leyenda del Silencio.

El mapa ya casi estaba terminado. El sol lo proyectaba sobre la mesa de la sala, sobre sus zapatos y sobre la ropa que dejaban desparramada en el piso. Pronto acabarían su juego. Su padre conectó el NES a través del VCR y compró una cinta en blanco para poder grabar el final.

Su padre solía ofrecer sabiduría en momentos extraños. Joshua estaba sentado en el inodoro cuando su padre tocó a la puerta. “Está ocupado”, dijo.

Su padre dijo, “Nunca te resignes a menos de lo que mereces. Pero consigas lo que consigas, entiende que algún día tendrás que renunciar a todo. Prepárate para eso tanto como puedas”.

“Ok”, dijo Joshua.

“Ok”, dijo su padre. “¿Crees que deberías tener una mesada?”

“No creo que te alcance para darme una”.

“Ok”.

Se encontraban cerca del centro del mapa, justo arriba de la sala del trono, cuando encontraron los lentes de sol. Era lo último que necesitaban. El padre de Joshua lo sentó en sus piernas. Puso el control en las manos de Joshua. Joshua presionó B. Alicia se puso los lentes. La pantalla se atenuó. Alicia se acercó gateando al centro del mapa. Mientras gateaba, los colores se disolvieron en negro. Atravesó una puerta, que abrió con la tanta nada que era ya, con su tanto silencio, con todo su gateo. Se cayó por una trampilla hasta lo que antes había sido la sala del trono. Ya no era la sala del trono.

“Está cambiada”, dijo su padre. “Tendré que cambiar el mapa”.

Usaría el marcador permanente negro. La pantalla ya estaba negra.

Apareció un cursor blanco e intermitente en el centro de la pantalla, como en un procesador de textos. Luego de un instante de vacilación, generó un texto blanco y cuadrado.

Estás en el nirvana, dijo. No estás en el nirvana.

Has venido aquí para destruir a tu enemigo. Tu enemigo ha estado esperándote en el nirvana. ¿Está tu enemigo en el nirvana? Sí o no.

“No”, dijo el padre de Joshua. Joshua escogió “No”.

No, dijo el juego. Tu enemigo no está en el nirvana, ni tú tampoco. No hay un tú.

“¿Qué está pasando?” dijo Joshua.

Su padre lo agarró fuerte. Sobó la pancita de Joshua a través de su playera de las Tortugas Ninja.

Podrías perseguir a tu enemigo, dijo el juego. ¿Quieres perseguir a tu enemigo? Sí o no.

“¿Qué opinas?” dijo el padre de Joshua.

“No”, dijo Joshua. “No deberíamos de perseguir a nuestro enemigo”.

“Bien”, dijo el padre de Joshua. Joshua escogió “No”.

No, dijo el juego. No tienes ningún enemigo. No tienes un tú. Ha desaparecido el laberinto. El peso se cae de tu cuerpo. Tu cuerpo se cae de tu alma. Tu alma se cae de tu ausencia. La ausencia no es tuya. ¿Temes? Sí o no.

“¿Tenemos miedo?”, dijo su padre.

“Sí”, dijo Joshua.

Olvidarás el miedo. ¿Amas?”

“Sí”, dijo su padre.

“Sí”, dijo Joshua.

Olvidarás el amor.

Felicidades. Ganaste”.

“¿Final del juego?”, dijo Joshua.

“Eso parece”.

Su padre lo abrazó fuerte. Joshua se preguntó qué harían ahora. La necesidad que sintió era como esas veces que pisaba una astilla de cristal, y su madre le jalaba la piel con sus pinzas, y las presionaba hacia adentro hasta encontrar el cristal. Era como cuando le dijo a Joshua que se alistara, que sujetara la mano de su padre. Apretando los dientes, cerrando los ojos, esperaba.

—Traducido por Robin Myers


Autores
es escritor. Colabora para Noemi Press editando relatos de ficción. Coedita la revista Uncanny Valley. Su cuento “Navigators”, incluido en este número, apareció en The Best American Short Stories 2012 . Vive y trabaja en Iowa City, con su esposa y una gata llamada Molly. Su novela Fat Man and Little Boy, aparecerá en Black Balloon Publishing en 2014.
(Nueva York, 1987) poeta y traductora, vino a México por primera vez a los nueve años, luego volvió para vivir en Oaxaca en 2005 y 2008. Licenciada en Letras Inglesas por parte del Swarthmore College (Pennsylvania), Robin dedica gran parte de su tiempo a la traducción de poesía hispanoamericana. Publicó por vez primera un poema suyo en The Kenyon Review. Ahora vive y trabaja en la Ciudad de México.