La reproducción técnica de el Rey, Elvis Presley
Al respecto de la obra de arte, nos dice Benjamin, “siempre ha sido reproducible. Lo que había sido hecho por seres humanos podía siempre ser re-hecho o imitado por otros seres humanos”.
En efecto, cualquier obra puede ser copiada (con menor o mayor acercamiento), cualquier acto artístico del hombre es susceptible de ser repetido por otros. Éstas bien pueden llamarse reproducciones artesanales, manuales o no técnicas. Por lo tanto, la reproducción artesanal es tan vieja como el arte mismo: se reproducía para obtener un lucro indebido o para aprender.
La reproducción técnica libera a su autor de su responsabilidad con el medio que imita. En la reproducción artesanal, el que reproducía escultura debía ser buen escultor, el que reproducía música debía ser buen músico.
La acuñación, el aguafuerte, la litografía, la xilografía y el molde son algunas herramientas de la reproducción técnica, es decir, máquinas (en cierto sentido) que permiten una producción en serie. O, mejor dicho, una serie de copias que son independientes de la habilidad del copista.
La fotografía es una posibilidad de la reproducción técnica de la plástica; después, con la fotografía a color, la reproducción llegó a un grado indistinguible del original. Se podía decir que ya no son copias. No tiene sentido decir que una fotografía del Cristo muerto de Hans Holbein sea una imitación.
Con la fotografía (y, en menor medida, con los métodos técnicos anteriores a ella), la obra de arte pudo llegar a espacios masivos. Gracias a la fotografía, la gráfica pudo acompañar a la vida diaria (reproducciones de una exposición en un reportaje periodístico, por ejemplo).
El esquema, aunque con sus diferencias, fue la imprenta: a partir del diseño de Gutenberg, la palabra escrita pudo ser reproducida de manera rápida y a gran escala (las letras de plomo podían imprimir, las veces que se necesitara, el mismo folio). Sólo a partir de la imprenta se puede hablar de la posibilidad de alfabetización universal. El libro abandona el convento o la biblioteca del noble, se vuelve accesible (y vuelve accesible todo libro anterior) a la masa.
La fotografía como la imprenta permiten apropiarse de la totalidad de la tradición artística. Es decir, a partir de su posibilidad de reproducción técnica se modifica el valor de las obras heredadas: ahora, en vez de su aparición única, tienen una aparición masiva. Tienen la posibilidad de ser reproducidas en los más mínimos detalles y de ser llevadas a lugares insospechados.
No sólo es cuestión de masificación contra élitismo, sino de objeto contra representación. La representación técnica ha toma el lugar del original, por lo menos en cuanto al espectador se refiere. Muchos han visto El beso, de Klimt, pero, en relación a esos muchos, pocos han entrado al museo Belvedere y han visto el lienzo del cual se han tomado las fotografías. Sin embargo, no es posible decir que sólo los que han entrado a ese museo en Viena conocen la obra de Klimt. Bien se podría hacer una tesis de estética sobre el pintor austriaco con las representaciones de sus cuadros.
La reproducción técnica (cuyo último estandarte es el cine) descarta el valor de culto y lo sustituye por el valor de exhibición. Transporta la importancia de la obra del “ser” al “ser vista”.
El último Elvis (Bo, 2012) narra la historia de Carlos Velázquez, un imitador argentino de Elvis Prestley que tiene una voz demasiado similar (idéntica, tal vez) a la del Rey. Carlos vive obsesionado con Elvis: le copia el look, compra el mismo auto, nombra a su hija Lisa Marie.
Un día, la exesposa de Carlos sufre un accidente de auto y el imitador tiene que hacerse cargo de su hija y de su vida.
Hay una escena en la que Carlos da los motivos de su obsesión con Elvis: “Dios me dio su voz. Yo sólo tuve que aceptarla”.
El acierto de la película es no a establecer a Carlos como un psicópata con trastorno de identidad disociativo (por lo menos, no de manera obvia), es decir, Carlos sabe que él y Elvis son dos personas distintas, no es su reencarnación, simplemente tienen la misma voz y Carlos debe repetir los pasos de el Rey.
El imitador es una reproducción artesanal (y, por lo tanto, dependiente del original). Por más que se intente mimetizar el aquí y ahora del Rey (el allá y entonces, para ser exactos), pesa demasiado para que Carlos no termine siendo una copia. Lo que no puede reproducir el imitador es justo lo que hizo al Rey mismo, es decir, la historia que llevó a ese joven de Tupelo a convertirse en uno de los grandes íconos de la música contemporánea.
Carlos viaja a Graceland, en Memphis. Se queda después de la hora del cierre, se siente al piano de Elvis, se acuesta en la cama de Elvis y, al final, se suicida con pastillas y muere en el escusado, como lo hiciera el cantante.
No podía ser de otra manera. Una copia no puede ir más allá del original. No se le pueden poner bigotes al retrato de Inocencio X, de Velázquez (de hacer algo similar, tendríamos el retrato de Inocencio X de Bacon). Por eso, Carlos tiene que morir, porque no puede ir más allá del mismo Elvis, tiene que reproducirlo en todos los detalles, incluso el de su muerte. Aunque su gran tragedia es que su personificación del Rey siempre estará por debajo de un disco, siempre se le verán las costuras.
Al ser Carlos una reproducción no técnica, es un imitador, una falsificación, algo que se parece, que trata de pasar por el original, pero al no tener el aquí y ahora, no es auténtico y, por lo tanto, ontológicamente es inferior.
Pero no sólo se enfrenta el imitador a la aparición única del Rey, sino a su aparición masiva. ¿Cómo competir contra las grabaciones? ¿Para qué un imitador si tenemos grabaciones de Unchained Melody, Heartbreak Hotel, Don´t be cruel, Hounddog? ¿De qué sirve Carlos si el concierto Aloha from Hawaii resume y transmite al Rey completo?
[…] II. Reproductibilidad técnica […]