Tierra Adentro
Ilustración realizada por Rosario Lucas
Ilustración realizada por Rosario Lucas

I

En cuanto la señora Méndez recobró la conciencia y poco antes de abrir los ojos, sintió un dolor que iba desde el esternón hasta los dedos de su mano derecha. Rápidamente recordó la caída de las escaleras y entristeció porque sabía que no volvería nunca más a la planta alta de su casa. La advertencia de su hija se haría realidad y, de regreso, la instalarían en una alcoba improvisada entre el comedor y la sala. Ya no habría más privacía, ni tardes tranquilas mirando las novelas de las seis mientras la luz del sol decrecía como las notas finales de un piano.

Frente a ella, lo primero que vio fue un televisor de buen tamaño que en la pantalla negra la reflejaba en una cama. Estaba ahí, acostada, y un pinchazo de pronto la despertó aún más. Era la aguja enterrada en el dorso de la otra mano. Sintió que en cualquier momento podría despegarse y causar un sangrado. ¿Qué usarán para lavar todas estas sábanas? No se ven tan blancas. Pensó mientras trataba de incorporarse, pero ese dolor que antes era casi llevadero se sintió como los cinturonazos que solía darle su madre cuando no tendía la cama antes de ir a la escuela.

—Si necesita pararse, debe avisarnos. Solo apriete el botón de este control que tiene de su lado derecho. Mire, es este. Cuando lo aprieta, se enciende esa luz y mis compañeras o yo vendremos lo más rápido posible. ¿Cómo se siente, señora Méndez? ¿Me puede decir su nombre completo y fecha de nacimiento?

Eugenia Méndez no habló. Solo miró a la mujer que la observaba desde un extremo de la habitación. Es grande y alta, pensó. ¿Por qué me mirará así? ¿Qué fue lo que preguntó? El silencio solo se interrumpió cuando, de la blusa, la enfermera sacó un plumón y al lado del televisor comenzó a escribir mientras decía en voz alta:

—Mi nombre es Brenda Hernández y yo la voy a acompañar durante el turno de la mañana, que termina a las tres de la tarde. Después otra de mis compañeras vendrá a presentarse con usted. Está en la habitación 508. Ahora, le voy a tomar sus signos vitales. ¿Cómo se siente?

Esa pregunta la sacó del letargo del que no había despertado del todo.

—Me llamo Eugenia Méndez, nací el 15 de marzo de 1951. Y no recuerdo qué más me preguntó. ¿Sabe dónde está mi hija?

—Debe estar en el pasillo arreglando los papeles de su ingreso. Dijo la enfermera mientras tomaba un brazo delgado, de piel suave y con unas arrugas más bien discretas, no como las que solía ver en otras pacientes de esa edad. Colocó la circunferencia de tela del baumanómetro a la altura del bíceps izquierdo y en el índice de ese mismo brazo el oxímetro. Apretó el botón de encendido del carrito medidor y esperó a obtener los resultados. Introdujo los datos en la tablet, para después retirar ambos instrumentos.

—¿No me ha dicho cómo se siente, señora? En una escala del 1 al 10, ¿cuánto le duele?

Fue hasta este momento que los ojos de ambas mujeres se encontraron. A pesar de que hasta ese instante, todo había sido parte de un proceso bien estudiado y mil veces repetido, esa primera mirada encontró un resquicio nuevo de angustias en las dos. Como si fuera un error en la matrix, por ese agujero del tiempo se coló una duda. Un viento de novedad para ambas perceptible.

Eugenia Méndez trató de reconocer qué era aquello que sentía: no era el dolor de la operación, más bien un viento tibio que comenzó en las mejillas y la boca, que con una alteración extraña del tiempo, viajó tan rápido pero tan claro por su pecho, el abdomen y terminó en la pelvis. Después dejó un hueco que ahí se instaló. 

—Me siento cansada, adolorida del brazo. Siento un poco de taquicardia. Pero bueno, me duele poco, un seis tal vez.

—¿Taquicardia? Qué extraño, en sus signos vitales sus latidos marcaron normal. Debe ser el dolor y la sorpresa de estar acá. Pero ya verá que pronto se va a su casa a descansar y a que la apapachen.

El reloj de la habitación avanzaba con su sonido de rutina, aunque para Eugenia no había manera de saber qué hora marcaba. No sin sus lentes. Entonces cerró los ojos y el rostro de la enfermera apareció frente a ella, difuminándose con destellos de colores vibrantes que se movían al compás de las manecillas. Luego, un sueño seguido de otro. Ya no había rostro, pero había manos que le apretaban el cuerpo y pinchaban con los dedos. Una mujer empuja su silla de ruedas y le pregunta si es por ese camino que se va a su casa. Frente a ellas, una puerta con una aldaba en forma de medusa o, acaso, de león. Extiende la mano para abrirla, pero la luz de dentro la despierta.

—Perdón si la desperté, pero voy a tomarle de nuevo sus signos vitales. Parece que su canalización no está bien puesta, ahora tratamos de acomodarla. 130/90. Su presión está un poco alta, voy a apuntarlo para decirle a su médico, porque en los registros no hay antecedentes de hipertensión.

Cuando la enfermera retiró la cinta adhesiva que sostenía la aguja, Eugenia se quejó un poco y eso le extrañó. Nunca se había considerado una mujer quejumbrosa, pero esta vez no pudo evitarlo. Achaques de la vejez, dijo para sí. Sintió un dedo recorrer el dorso de su mano, un camino que hacía piruetas por las manchas de la edad y las venas, se detenía en puntos específicos, apretaba y volvía a moverse. La búsqueda siguió y subió por el antebrazo, entonces el cosquilleo ya había trascendido a otras partes del cuerpo, sintió cómo el vacío del estómago empezó a agrandarse, como caída al precipicio. En un acto instintivo, su boca comenzó a dibujar una línea inclinada que pronto se volvió una sonrisa discreta. Cuando por fin el dedo se detuvo un tiempo considerable y hacía unos círculos firmes, sintió cómo la aguja perforó la piel y un ardor se apoderó de su brazo.

—Tiene buena mano. Pocas enfermeras me encuentran tan rápido la vena—. Exclamó la paciente, con una sensualidad que le resultó extraña.

—Sí, está un poco escondida, por eso hay que buscarla bien. Bueno, la dejo descansar. Regreso en un rato. Cualquier cosa, apriete el botón.

II

Desde aquí se ven los volcanes. La vista es bonita a esta hora de la mañana. Pensó mientras trataba de encontrar una posición cómoda. Se dio cuenta de que el dolor había bajado y que podía moverse más fácilmente. Sus ojos volvieron a cerrarse y escuchó a lo lejos que su hija se despedía.

—¿Puedes decirles a las enfermeras que me gustaría bañarme?

No tuvo certeza de que hubiera escuchado esta última frase y volvió a dormir. En el sueño reapareció el mismo rostro que se parecía al de la enfermera Brenda, pero esta vez no empujaba la silla de ruedas, sino que la cargaba en su regazo y sus caras se veían muy cerca, muy a los ojos. De pronto, esa habitación donde ambas estaban se convirtió en un páramo frío y el viento helado se les metía por los huesos. En su mano fracturada sintió la nieve que caía y se convertía en vidrios clavándose en su piel. Un toque eléctrico la despertó, con la respiración agitada.

—¿Es usted muy asustadiza? Preguntó Brenda, con una sonrisa un tanto divertida.

—Pues parece que aquí me asusto con todo. Estaba soñando algo muy raro. ¿Qué hora es?

—Van a ser las ocho de la mañana, apenas estamos haciendo el cambio de turno. Me dijeron que quería bañarse. ¿Quiere que primero la bañe o primero desayuna?

—Primero me baño. ¿Sí me van a dar de alta hoy?

—Voy por las toallas. Ya regreso.

Esta última frase la agobió. Desde que era niña nadie la había bañado. Mucho menos alguien que no fuera su marido la había visto desnuda. Su corazón volvió a agitarse y las lanzas de cristal seguían enterradas en el dorso de la mano y se extendían por el antebrazo. Pensó que cuando entrara la enfermera le diría que mejor esperaría a llegar a casa para bañarse. Fue cuando se dio cuenta de que por varios días tendría que depender de su hija no solo para bañarse, sino para cocinar, limpiar la casa, abrir las puertas, cerrarlas. La garganta también empezó a latir y comenzó a llorar sin que pudiera detenerlo. Ni cuando su marido murió se sintió tan frágil y desesperanzada.

—Es normal que se sienta así. Lo mejor que puede hacer es llorar y tratar de entender lo que le está pasando. Pero sepa que su muñeca va a recuperarse, quizá va a tomar un par de meses, pero va a estar bien. Ahora, voy a bajar el barandal de la camilla, va a empezar a mover poco a poco su cadera y piernas al filo de la cama y yo la ayudaré a incorporarse para que se siente y así se pueda parar sin lastimarse. Cuando esté lista.

A veces es inexplicable cómo una frase o una palabra dicha en el momento justo, puede poner todo en perspectiva. Sí, era un hecho que ya no era joven, ni siquiera una mujer madura. Era una señora mayor que se estaba enfrentando a ese hecho por primera vez. Más allá de la diabetes bastante bien llevada, nunca se había sentido vulnerable y más valía que se fuera haciendo a esa idea poco a poco.

Se levantó de la cama con la ayuda de la enfermera y de pronto, sintió como si toda la sangre de su cuerpo se concentrara en la mano fracturada. Caminar no le costó trabajo y se alegró.

La sensación de estar indefensa por su desnudez duró apenas unos segundos. Brenda ni siquiera la miró cuando le quitó la bata, tampoco cuando cubrió su brazo con una bolsa de plástico para proteger los vendajes y la canalización. Entonces entró a la regadera y se sentó en el banco que se descolgaba de la pared. El agua caliente empezó a recorrer su cuerpo. Cerró los ojos y el chasquido del agua al chocar con el plástico de la mano la llevó a su juventud, a esas tardes cuando ella y sus amigas salían del cine y corrían debajo de la lluvia para no llegar tarde a casa. Era mejor empaparse a no cumplir la hora prometida.

—Si me permite, voy a ponerle shampoo y luego le voy a tallar el cuerpo.

Eugenia Méndez asintió. Entonces unos dedos comenzaron a entretejer círculos en su cabello, como un tejido en punto de cruz. Un frente, un revés, dos frentes, dos reveses. Caricias húmedas olor a coco que espumeaban y caían por sus ojos, atrás de las orejas, la nariz. Tibias. Así, hasta que el agua se volvió transparente de nuevo y el cabello apenas marcaba unos discretos rizos. Brenda tomó el jabón, lo sacó con una maestría casi perfecta del empaque de cartón y lo mojó como un pase de cartas en manos de un mago. Una vuelta, dos vueltas. Cuando la espuma fue generosa, acarició la frente de la mujer que tenía enfrente y dibujó planetas y estrellas, conexiones entre el párpado y la comisura de los labios. Un camino de veredas entre la barbilla y las mejillas. Entonces, con un zarpazo lleno de agua, borró toda huella de jabón. 

Repitió el mismo pase, la misma puntada una y otra vez. El calor se extendió por todo el cuerpo de Eugenia, las serpentinas brillantes que había visto la mañana anterior en su sueño se movían con más agilidad. Entre los pechos y el estómago se formaba un precipicio difícil de sortear, como si estuviera en caída libre. Su entrepierna se sintió pesada, llena de corriente eléctrica, haciendo una conexión peligrosa, mientras seguía sintiendo esa mano extraña recorrer su abdomen, rodear la espalda para terminar en sus nalgas. El corazón, el corazón no podía contenerse en ese cuerpo y la mano, como serpiente, se enredaba en los muslos, acercándose peligrosamente a la ingle. La espuma estaba ya en el pubis y poco a poco escurría por la comisura. Fue entonces cuando hubo otra puntada en el tejido, con un frente, un revés, dos frentes, dos reveses. La palma de una mano puede convertirse en una vasija que lleva el agua a otros ríos.


Autores
Poeta, promotora cultural, profesionista e investigadora de museos. Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Coeditora de Versas y diversas, muestra de poesía lésbica mexicana contemporánea, y cofundadora del proyecto Bulevar Arcoíris, dedicado a promocionar la literatura de la diversidad. Todos vieron al sol quemar el pastizal (Buenos Aires Poetry, 2023) es su primer libro de poesía.
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