Tierra Adentro

Una versión del mito romántico de la práctica de la literatura suele suponer, en su versión más elemental al menos, que ésta se origina en una esfera anterior a su circulación material. No es que la literatura prescinda de los editores, las ferias del libro o la industria editorial, sino que todo eso sucede cuando el genio creador ha concluido la obra y puede liberarla a sus andanzas públicas. Este mito también suele enmarcar la práctica ritual de las presentaciones editoriales y los encuentros entre los creadores y el público; no son pocas las mesas organizadas por instituciones públicas y editoriales en las que estos encuentros se centran en el proceso de escritura de la obra en cuestión. Un proceso de escritura, sobra decirlo, narrado en forma de episodios de soledad y manías menores: la escritura nocturna, el café, el cigarro u otros estimulantes dosificados para intensificar la imaginación, etc.

En la versión más seria de este mito, el escritor profesional destierra la creencia de que sólo escribe cuando sufre un arrebato imaginativo y prefiere dar un aire de continuidad a sus manías: horarios, disciplina, correcciones, lectura y relectura (con la amargura a la Connolly de quien busca una obra maestra no siempre accesible). La vida cotidiana no suele aparecer en esta forma del mito, sino como una preparación para la escritura. Económicamente desahogado, el escritor —seguramente— no pierde tiempo en preparar el desayuno, o lavar trastes, o limpiar el polvo sobre el escritorio antes de trabajar; no se distrae en papeleos, pagos y citas; se dedica a lo único para lo que es bueno, escribir.

El escritor profesional es un caso excepcional en el mundo literario, por supuesto. La mayoría de quienes de algún modo tenemos un pie en la escritura, por fuerza necesitamos tener el otro pie en otro espacio: damos clases, organizamos festivales, vendemos libros, los editamos, estudiamos doctorados o todas las anteriores. Aspiramos a ser escritores profesionales, es decir, rutinarios, pero la precariedad económica difícilmente lo permite. Como una forma de paliar la inestable economía de los creadores, el estado administra becas y concursos que, al mismo tiempo, permiten profesionalizar la práctica de la literatura sin hacerla partícipe de las estructuras políticas del gobierno en turno: concursantes y jurados, e incluso a veces los administradores, son miembros de un campo literario relativamente heterogéneo y disperso. Para asegurar esta heterogeneidad, sin embargo, la burocracia utiliza métodos de homogeneidad en las solicitudes y formatos; los aspirantes a becarios o premiados se rigen por reglas externas al aparato estético tradicional pero que no suponen una invasión de la autonomía literaria (las reglas, se entiende, han sido generadas por participantes del campo): por un lado, elaboración de proyectos con formatos similares que incluyen objetivos, cronogramas, diseño de los procesos de escritura y antecedentes artísticos; por otro, libros con una cantidad de páginas promedio, tema y forma libres pero de preferencia con unidad, incluso que respondan a programas previos.

Si bien existen becas para cubrir los principales géneros literarios, son quizá la poesía y el ensayo los que más dependen de esta estructura financiera, sobre todo porque son los que menos espacio tienen dentro del mercado editorial; así, el perfil del escritor contemporáneo en México difícilmente escapa de obras hechas en el marco de proyectos y del diseño de esos proyectos. Frente a la precariedad de la literatura como un modus vivendi, la profesionalización de los escritores pasa por la elaboración de programas para generar textos.

El mito romántico de la práctica de la escritura, entonces, resulta insostenible. La escritura literaria no solamente es un fenómeno personal (puramente subjetivo y heterogéneo), sino profundamente social, doblemente social. Por un lado, el trabajo creativo se socializa en talleres y encuentros (quienes tienen una beca, deben entregar avances de los proyectos y ser evaluados por sus pares y los tutores, profesionales de la escritura de mayor rango); por otro, los textos literarios se originan en textos no literarios con estructuras fijas que son evaluados por otros escritores profesionales: tutores, evaluadores de proyecto y jurados.

Como lo señalara Ignacio Sánchez Prado en un artículo reciente, las becas como modo de subvención de la literatura, además de permitir la supervivencia de los escritores, de algún modo determinan la variedad estética de las obras dentro del campo literario mexicano. Es decir, no sólo los libros de quienes concursan por becas o premios generan una literatura semejante formal o temáticamente, sino que ésta se privilegia a tal grado dentro de los breves márgenes del consumo literario que la mayoría de los escritores publican libros que podrían pasar la prueba de un jurado. Basta echar un ojo a algunos de los libros de poesía, por ejemplo, de los últimos años para notarlo: libros que tienen como marco estético un programa previo de escritura como el desarrollo de varias voces en torno de un tema, la experimentación con registros varios de la lírica, la creación de personajes, etc.; incluso, encontramos libros que compilan poemas escritos de modo disperso pero que encuentran acomodo en la publicación con tal de permitir una lectura programática. En ambos casos, el libro (el «poemario») funciona como un dispositivo estético que privilegia la lectura dentro de marcos específicos.

La profesionalización del escritor de proyectos no es, por supuesto, una singularidad de la escritura literaria en México. Escribe Boris Groys en su ensayo La soledad del proyecto,[1] que «No es necesario mencionar la cantidad de trabajo que implica la presentación de un proyecto […] Por lo tanto, este modo de formulación avanza gradualmente hasta convertirse en una forma estética en sí misma, cuya importancia permanece no del todo reconocida por nuestra sociedad. Más allá de si un proyecto particular es llevado adelante o no, se ubica como borrador de una particular visión del futuro y puede, por este motivo, ser fascinante e informativo».

El proyecto es una forma estética fija de la escritura pre-literaria, su forma determina la aceptación y la consecución de la escritura artística que, entonces, deviene una realización posterior dentro de un sistema literario artístico-burocrático. El estudio de la literatura del presente debería pasar, al menos en alguna etapa futura, no sólo por el análisis de formas y formatos, sino también por el estudio cercano de la estética de los proyectos. Para Boris Groys, el proyecto es una escritura que temporalmente se sitúa en el futuro, puesto que distiende el tiempo de la obra desde su origen mental hacia su realización incierta; en la lectura de las obras publicadas, el proyecto sería un momento contemporáneo de la obra, pues su temporalidad sería la de un futuro confirmado en el texto literario concreto. Sigue Groys: «Uno puede incluso afirmar que el arte no es nada más que la documentación y representación de tal proyecto basado en una temporalidad heterogénea».

Una idea tentadora, sin duda. Si nuestra época se caracteriza por la hiperestetización de sus procesos sociales, una posible muestra de esa forma sensible en el ámbito literario serían los proyectos de solicitud de becas; los libros de poemas, por mantener el ejemplo, serían la documentación. La etapa final de la profesionalización del escritor, las huellas de una escritura que nació programada para ser heterogénea al exterior pero homogénea en su origen. La escritura tradicionalmente literaria y su contraparte actual, que reniega de la literaturidad, estarían hermanadas por la estructura de los proyectos que les dieron origen; la verdadera estética literaria de nuestro tiempo no se encontraría, pues, en la lectura de la documentación sino en el trabajo de la planeación.

Los proyectos de escritura son una literatura biopolítica, acorde a los tiempos, porque determinan la vida de quien los escribe: cronogramas que disponen los tiempos de la creatividad, antecedentes que fundan la genealogía de los procesos (declaraciones de influencias, bibliografía propia y ajena), encuentros programados en los que los escritores socializan fragmentos de su devenir estético. Los proyectos de escritura son programas de diseño del yo escritor ante el público y la comunidad, su temporalidad es heterogénea y su disposición, social; son una cartografía de la personalidad artística, por decirlo de otro modo, una estética de las instrucciones. Esto no es en absoluto nuevo si pensamos que grupos literarios como el Oulipo se guiaban por instrucciones y límites para generar obras artísticas singulares en los extremos de la posibilidad misma de escribir. Si pensamos en los conceptualismos contemporáneos, podemos extender la artisticidad de los programas previos: antes que el objeto, la estética reside en la idea, su proyección y su proceso.

En este momento pienso en una forma que permita incluir la temporalidad a futuro del proyecto y la temporalidad documental de la poética. Pienso en una proyección colectiva que permita distribuir el tiempo del proyecto entre diversos escritores, una biopolítica de los escritores contemporáneos que nos lleve a pensar la forma social del diseño del yo escritor. Pienso en un proyecto que permita pensar otros proyectos y su extensión social.

Tomemos cualquiera de los proyectos que fueron enviados hace unos días para obtener una beca de jóvenes creadores, no importa que sea seleccionado o no, lo relevante es su impronta de tiempo futuro. Luego, distribuyamos el proyecto entre diversos escritores, aspirantes también a una beca del estado, y pidamos que cada uno realice el proyecto propuesto siguiendo las instrucciones artísticas y el cronograma. Lo que tendríamos sería un futuro fragmentado en múltiples devenires estéticos, cada escritor habría de generar una obra singular pero determinada por el proyecto original; al mismo tiempo, la vida de cada escritor estaría diseñada por la escritura pre-literaria socializada en los programas de becas. Cada obra resultante sería la documentación de una obra programada para existir en otras condiciones. Los resultados habrían de ser distintos pero en algún punto convergentes; en su heterogeneidad serían formas estéticas del presente; en su confluencia, el presente de la estética.


[1]Uso la traducción de Paola Cortes Rocca, publicada por Caja Negra en 2014, dentro del libro Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea.