Tierra Adentro
Libellus de medicinalibus Indorum herbis ff. 38v-39r. Martín de la Cruz, 1552. Obra de dominio público. Recuperada de Wikimedia Commons.
Libellus de medicinalibus Indorum herbis ff. 38v-39r. Martín de la Cruz, 1552. Obra de dominio público. Recuperada de Wikimedia Commons.

En mi libro de lecturas de segundo grado, había un poema sobre una niña que iba al monte. Es un texto corto del cual, a fuerza de leerlas y releerlas varias veces por años, recuerdo incluso de memoria algunas de sus líneas. Era muy fácil aprender versos de memoria, lo hacía a menudo. Estoy segura de que entonces lo hacía por gusto, por pasar el rato, por juego, solo porque sí. “Al monte va: con un cesto, en la mañana, ¿Quién sabe lo que traerá? La niña no va por flores, por hierbabuena ni malva. ¡Quién sabe lo que será!”. Tal vez aprendía rimas y poemas con tal de no aburrirme por las tardes, pues, a diferencia de la niña, yo no podía ir al monte.

Si por luceros, limones,
estrellitas o naranjas.

¡Dígame, si alguien lo sabe,
que no sé por lo que va!

Tan solo el ejercicio de lectura me hacía sentir que podía estar en un lado distinto. Quería ser esa niña, emprender largas caminatas al monte, vivir rodeada de hierbas, de árboles frutales y de flores. Era muy fuerte el pacto que lograba hacer con las palabras, memorizaba y repetía los versos hasta que podía sentir la frescura de la mañana en el rostro. Intuía cómo podían ser los colores, los aromas, la luz intensa, incluso desde donde estaba, una habitación sin decorado. Mi mirada se dirigía hacia la ventana siempre, desde donde podía ver de lejos la montaña.

Lo que más me daba gusto de imaginar en ese juego era la canasta y lo que podría contener. En el poema no lo dice, ese es su misterio, “¡Quién sabe lo que será!”. A veces pensaba que, si yo fuera la niña, llenaría mi canasta con hierbas aromáticas, flores silvestres muy pequeñas, hongos con sombreros de distintas formas, semillas y bayas, de color rojo o morado intenso, de esas que decían que eran venenosas. Imaginaba el camino de ida y de vuelta, llevando siempre en la mano un diente de león.

Recuerdo también la lectura de un cuento compilado en otro libro de texto, “La escuela de las flores”, de Rabindranath Tagore. Hablaba del viento húmedo, de la lluvia, de las flores, y de cómo aparecen en el suelo después de un aguacero de junio, las

ramas entrechocan en el bosque y las hojas se estremecen con el viento furioso, las gigantescas nubes dan unas palmadas y las niñas-flores salen corriendo, con sus vestidos rosados, amarillos y blancos.

En realidad, conocía esa escena, las flores de algunos árboles esparcidas en el pavimento después de una tarde de lluvia, tan quietas, adornaban el piso por un momento breve y solemne. Leía y releía mientras recreaba ese ambiente que me parecía cercano, no tenía que ir muy lejos para contemplar esa ceremonia, solo abrir la ventana y esperar a que sucediera, imaginando que las flores brotarían pronto por las grietas y las esquinas.

Al día de hoy, mis juegos de memoria y la relectura de ese cuento me parecen muy ingenuos. ¿Cómo podía pretender que exploraba el monte o el bosque cuando ni siquiera salía de casa? Era una aspiración distante de mi entorno, como la montaña, que resultaba casi irreal. Mi experiencia de la niñez estuvo marcada por largas horas en casa. Ahora resulta cursi, sin embargo, aún persiste esa urgencia en mí. Cada tarde, al recordar el poema de la niña y el cuento de Tagore, me siento con el apuro de salir apresuradamente de casa. Camino —por la banqueta— buscando flores y hierbas que crecen en el pavimento o que caen después de la lluvia. Es como si esas lecturas hubieran sembrado una semilla que he tenido que buscar en los rincones de mi entorno urbano porque hay una barrera que no comprendo, pero me impide ir más allá.

Sin embargo, hay un encuentro en cada paso de estas caminatas. Llevo un registro de cada especie que llama mi atención, dónde y cómo la encontré. Anoto el lugar, la hora precisa, como si estuviera construyendo un herbario, aunque en un formato distinto del tradicional ya que no me atrevo a arrancarlas. Me gusta hacerlo así, mi herbario queda donde está y es como es, con las especies labradas en la calle, colgando de las bardas, en los terrenos baldíos o en la orilla del camino. Aunque no las recolecte físicamente, no dejo de hacer un intento por catalogarlas y comprender su presencia en el entorno urbano. Mi herbario callejero es efímero porque su flora es transitoria, pero vuelve y permanece, es por eso que quisiera conservar su memoria.

La representación de plantas en herbarios y textos botánicos ha sido una práctica arraigada a lo largo de la historia. Antiguamente, estos compendios no solo registraban las características botánicas de las plantas, sino que también reflejaban las creencias y prácticas culturales de sus creadores. Las plantas se representaban utilizando una técnica llamada ectypa plantarum, que consistía en impregnar las plantas con negro de humo para luego imprimir la imagen sobre un papel. En ocasiones, en los herbarios europeos aparecían algunos glifos, los cuales podrían haber sido utilizados para indicar propiedades medicinales, prácticas mágicas, virtudes atribuidas a las plantas, o incluso aspectos relacionados con su cultivo o recolección. Durante la época medieval, fueron escritos en latín.

Estos herbarios están estrechamente vinculados a los antidotarios, libros dedicados a la preparación de medicamentos. La herbolaria fue una práctica común en diversas épocas, que implicaba recolectar e identificar diferentes tipos de plantas, considerando el momento del año y la hora del día o de la noche para hacerlo. Al plasmar sus propiedades medicinales y mágicas, las plantas se convertían en protagonistas. Incluso hoy en día, la lectura de estos textos nos permite reflexionar sobre su importancia, pero sobre todo da la oportunidad de imaginarlas con todas sus propiedades, en cada uno de sus dominios y entornos, disfrutar así de su aliento y belleza.

En el mismo afán de fantasear con las imágenes que evoca la literatura al mencionar ciertas plantas, o de recorrer las calles en busca de especies botánicas, la contemplación de estos herbarios produce una satisfacción única. Se puede pasar mucho tiempo solamente observando las imágenes, intentando interpretarlas, o repasando qué propiedades se le atribuyen a cada especie.

Uno de los herbarios más fascinantes para observar y comparar con la flora que se encuentra comúnmente en el entorno arvense y ruderal es el Códice Badiano, también conocido como Libellus de Medicinalibus Indorum Herbis. Este antiguo manuscrito fue elaborado alrededor de 1550 en el Colegio de Santiago Tlatelolco en México, bajo la supervisión de Fray Jacobo de Grado. Fue creado por un médico indígena llamado Martín de la Cruz y traducido al latín por Juan Badiano, un discípulo del colegio. Es probable que un tercer colaborador, cuya identidad desconocemos pero probablemente era un tlacuilo, haya pintado las plantas siguiendo técnicas y glifos prehispánicos. Este herbario combina la estructura de los herbarios europeos con un estilo pictórico único y nombres originales en lengua náhuatl.

Además del Códice Badiano, otro texto interesante para reflexionar acerca de la flora encontrada es el Rerum medicarum novae hispaniae thesaurus, de Francisco Hernández. Este libro representa un punto de referencia importante en la comprensión de la flora medicinal de la Nueva España en el siglo XVI. Bajo la orden del rey Felipe II en 1570, Francisco Hernández realizó exhaustivas expediciones por todo el territorio, principalmente en el centro y sur, abarcando regiones como Michoacán, Oaxaca y Veracruz, donde recopiló información detallada sobre las plantas medicinales y las prácticas médicas de las comunidades indígenas. Durante ocho años, documentó meticulosamente cientos de plantas medicinales y sus propiedades, lo que resultó en un compendio invaluable de conocimientos botánicos y médicos.

Tengo en mi registro el apunte de una hierba fresca, adornada con flores azules que resaltan en mi memoria de manera singular, el recuerdo de su color me sugiere que no la olvide. La encontré por primera vez una tarde de junio, mientras caminaba de regreso a casa después del trabajo. Las flores se asomaban, muy pequeñas, tímidas, por debajo de un zaguán que bordea un terreno baldío. No es común encontrar en el camino ese color, tal vez por eso pescó mi mirada como un imán. El ruido de la calle, los autos, las voces, pareció desvanecerse en el fondo, mientras mi atención se centraba en aquel color. Sentí un profundo consuelo, como si esas flores fueran las mismas que había imaginado en mis fantasías al leer el poema sobre la niña que va al monte y por fin las hubiera encontrado. Me incliné hacia ellas, arrodillándome para reconocerlas, y quise capturar ese encuentro en una fotografía.

Utilizando la herramienta digital de iNaturalist, una plataforma de ciencia ciudadana y red social en línea que reúne a naturalistas, científicos ciudadanos y biólogos, pude identificar esta planta como Commelina. Este género comprende aproximadamente unas doscientas especies y tiende a crecer en lugares con exposición parcial al sol o ligeramente sombreados. Las flores son azules y el follaje es verde. Matlalxóchitl, una flor azul de este género, está representada en el códice Badiano, donde Martín de la Cruz la recomienda para aliviar el calor o la irritación de los ojos. También encontré referencias a esta planta y sus propiedades medicinales en el Rerum Medicarum Novae Hispaniae Thesaurus, de Francisco Hernández. Teresa Castelló Yturbide describe esta flor como una Commelina coelestis, “diurna y silvestre que nos trae la lluvia; es hija del agua, abre sus corolas al recibir los primeros rayos del sol y muere con la tarde”.

En El sueño de toda célula (2018), la poeta Maricela Guerrero plantea la búsqueda de un lenguaje poético que actúe como una forma de cuidado, sin dejar de reconocer la crisis ambiental actual como un punto de partida para reflexionar sobre la relación entre la humanidad y la naturaleza. En este poemario hace énfasis en el vínculo con “el baldío de al lado”, y hace recurrente la búsqueda de una lengua que acerque y fluya libremente, una lengua que nos conecte con el entorno inmediato y nos permita comunicarnos y vincularnos con la naturaleza que nos rodea.

Expandir el corazón: brotan manantiales en difusas y

posibles lenguas en químicas orgánicas e inorgánicas

y los pulmones y el baldío de al lado habitan:

aire compartido:

células soñando con células

mórulas

sábila

yerbabuena

olmo 

arce 

abeto

lobo

no estamos solos:

Estamos aquí

Maricela Guerrero, El sueño de toda célula, p. 23.

Leo y releo sus poemas como lo hacía cuando leía el cuento de Tagore o recitaba el poema de la niña que iba al monte. Me esfuerzo por aprenderlos de memoria y por tener de nuevo la capacidad de imaginar. Lo pienso como una invocación, llevo esos versos conmigo cada vez que salgo en la búsqueda, en mi limitado espacio cotidiano, de una nueva hierba para mi registro, el encuentro con la mirada de una flor.

Guerrero, Maricela, El sueño de toda célula, México, Antílope, 2022.

Hernández, Francisco, Rerum medicarum Novae Hispaniae thesaurus, 1570, recuperado de [https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=gri.ark:/13960/t9378cb8j&view=1up&seq=5&skin=2021]

Martín de la Cruz y Juan Badiano, Códice Badiano, Libellus de Medicinalibus Indorum Herbis, 1550, recuperado de [https://indd.adobe.com/view/ef9bfea9-94bc-4c06-8e54-b4c91c2f59cd]