Diagnóstico y delirio
Nos cifra una suma impredecible. Entre el cuerpo y la mente se acomodan mecanismos opacos que acaso nunca terminaremos de entender. Puede que me haya vuelto biólogo a causa de esa incógnita inamovible: más que la minucia bioquímica y el capricho estructural de los organismos, lo que me interesa de ellos es la sombra que no se alcanza a explicar a punta de matemática y fisiología.
Sé que la vida nos iguala a todos en el desconocimiento de sus circunstancias.
No pienso, pues, dedicarle mi desprecio a nadie que procure comprender —con timidez o distancia incluso— la materia abstracta de la que está hecha la personalidad. ¿Qué es madurar sino el proceso de perseguir ese descubrimiento y nunca llegar a él? La vida vale la pena cuando la dedicamos a inquirir la mente que nos habita el cráneo, obstinados por dar con hallazgos tan momentáneos como la pólvora que estalla y muere en la oscuridad.
No existe oficio más noble que el de explicarse los contornos propios.
Sin embargo, buena parte de los monstruos que deambulan por nuestro siglo nacieron de la necesidad colectiva de encontrarle sentido al desconcierto que se traslapa en el interior de la mente. Entre las personas de mi edad —y de una o dos generaciones a la redonda— persiste la encomienda extraña de empaquetar comportamientos y hábitos para luego mutilarlos de su singularidad; envueltos en celofán, se busca sellarlos con un código de barras que permita clasificarlos con rigidez.
Pocas cosas definen tanto a los miembros de la generación Z como su urgencia por un diagnóstico: con supersticiones o pseudociencia, horóscopos o psiquiatría, procuran la excusa mínima para embalar sus rasgos usando etiquetas omniscientes.
Internet está lleno de gente que necesita filtrar su conducta bajo el signo de una prescripción.
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No somos monografías. No somos especímenes resguardados en formol a los que, por pura conveniencia taxonómica, se les puede pegar una notita rayada con plumón que baste para condensar todo lo que nos compone. No cargamos en la frente con un marbete que sea capaz de, con sencillez y desenfado, resumirnos las usanzas del temperamento, las costumbres de nuestra identidad, los vicios de nuestro carácter.
El cuerpo no admite epígrafes.
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Acaso todo esto es culpa de los millenials que hace diez años decidieron distraer sus horas de oficina respondiendo cuestionarios exprés de personalidad. En los tiempos en los que las palabras BuzzFeed y Vice aún significaban algo para el internauta promedio, abundaron quizzes que uno podía usar para evadir las responsabilidades del Excel y, con base en un puñado de preguntas, conocer qué clase de postre o carro deportivo era.
Sospecho que esta broma, tras el paso del tiempo, escaló a las alturas del diagnóstico y comenzó a ser replicada en diferentes pruebas de personalidad que se popularizaron más tarde (quizá esta misma inercia fue la encargada de resucitar a la de Myers-Briggs, la cual, a pesar de haber dejado buenos memes, pronto perdió fama). Se puede dar un paseo entre los escombros de BuzzFeed —el latinoamericano, al menos— para constatar que las pruebas proyectivas migraron de la mofa inocua hacia una seriedad ridícula. Sobran entradas como las que siguen:
Elige entre estos objetos negros y te diremos cómo se ve el lado oscuro de tu mente.
Elige entre muchos animales bebés y te diré qué emoción secundaria te domina.
Elige entre estos colores y te diré si tienes más energía femenina o energía masculina.
Elige entre estos personajes de Sanrio y te diremos si eres convincente o manipulador.
Responde estas preguntas y te diré si eres más sabio, genio o erudito.
Puedo adivinar cuál es tu coeficiente intelectual solo con tus respuestas a estas preguntas.
Puedo adivinar si tu cerebro es más lógico o creativo con este test de matemáticas.
Quisiera estar bromeando.
No propongo la hoguera como castigo para los desdichados copy writers que tuvieron que redactar semejantes bodrios; me queda claro que ellos escriben lo que escriben por motivos semejantes a los míos: porque tienen la costumbre de comer. En años recientes, el problema de esta dinámica es que ha sido tomada en serio fuera del contexto burlesco dentro del que se concibió por primera vez. La creación de categorías tan arbitrarias para condensar la esencia de una persona (como someter el cerebro al binarismo de ser lógico o creativo, por ejemplo, o asumir que si no eres convincente entonces eres manipulador) se ha vuelto una norma popular gracias a la complicidad de las plataformas de video de formato corto, como TikTok.
Entre adolescentes (niños incluso) es común divulgar discursos sobre la personalidad que, además de pseudocientíficos, resultan peligrosos la mayoría del tiempo. No son pocos los creadores de contenido que han replicado conceptos como el de energía femenina y energía masculina, perfecta excusa de renovación del sexismo más rancio que nos ha rodeado toda la vida. Es fácil toparse con clips en los que se clasifica a las personas a partir de criterios frenológicos con tintes bastante racistas (fenómeno del cual ya he hablado por acá).
Cada que nos encontremos con clasificaciones tan miopes alrededor de la conducta y la identidad, habría que diseccionarlas con precaución para encontrar los motivos ideológicos que les subyacen.
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Twitter está lleno de neurodivergentes autodiagnosticados. Autistas y personas con déficit de atención sostienen concilios multitudinarios con bipolares y víctimas del trastorno limítrofe de la personalidad para contar cómo ha sido su vida desde el terrible día que descubrieron su condición gracias a tres tiktoks y una entrada de blog anónima. Sin ironías de por medio, me animo a defenderlos: limitados a un acceso precario a la atención mental, los internautas (y sobre todo los jóvenes) cuentan con pocos recursos para procurar entenderse. ¿Qué hacer sino buscar un diagnóstico que ilumine los malestares que los aquejan?
No existe proyecto más legítimo que el de la formación de la cosmogonía personal. Fermentados a lo largo de los años que cargamos encima, los sucesos significativos de nuestra biografía y los hábitos más peculiares que devinieron de ellos se combinan en una suerte de código íntimo que dicta las minucias de nuestro actuar. Acaso reducir las aristas complejas de la identidad a un mero compendio de etiquetas restrictivas y defectuosas es un mecanismo de defensa, una forma de eludir el difícil conflicto del autoconocimiento. Un modo de suspender la mente en una superficialidad cómoda.