Tierra Adentro
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Walter Benjamin expone la historia del arte como una sucesión de desplazamientos entre dos polos de valor de las obras: el ritual y el de exhibición.

El primero está conectado directamente con la magia y la religión. Lo importante es que el objeto exista como un tipo de representación de lo divino. En el acto de existir, la obra que se carga más hacia este polo tiene su justificación en la ceremonia. Representación y objeto están en el mismo nivel y son sólo una cosa. Los murti del hinduismo o la forma de las catedrales (que sólo puede ser apreciada desde el cielo, i. e., por Dios) son elementos que no están ahí para ser vistos, sino para ser y cumplir algún tipo de función ritual (ofrenda, presencia, salvaguarda de un evento catastrófico).

El segundo hace referencia directa a la visión. Una obra de arte cuyo polo principal sea la exhibición debe ser vista. Su razón de ser es que alguien la vea: en el movimiento de ser vista, la obra de arte se completa y llega a su verdadero ser.

Para Benjamin, cuando el valor de exhibición es total se revela la función artística y podemos decir que una pieza es arte.

Dentro del valor ritual, no es posible hablar de arte. O sí, pero en retrospectiva. Cuando la pieza, que era tenida como parte de un culto, se lleva a un museo, deja de tener las connotaciones de ofrenda o amuleto para convertirse en una pieza de exhibición.

La posibilidad de reproducir técnicamente los objetos artísticos aumenta el peso del valor de exhibición. Si un cuadro de dimensiones pequeñas podía ser prestado entre nobles para fiestas o galas, hoy cualquiera puede tener La guardia nocturna, o incluso Stonehenge, en su sala y a la mitad de tamaño.

El hombre pájaro y el bisonte de la caverna de Lascaux, como nos cuenta Bataille, permanecieron ocultos durante milenios, a la vista de dos o tres animales rastreros. Ahora, a través de la fotografía, asistimos al nacimiento del arte a  posteriori. Lo que para ese humano era un testimonio de su naciente humanidad, algo personalísimo (tanto que debía ser plasmado en la oscuridad de una cueva), se vuelve público gracias a la fotografía. Si el hombre pájaro de Lascaux fue la primera obra ritual de la historia humana, por medio de la reproducción técnica se convirtió en la primera obra de exhibición de la historia del arte.

Si lo artístico surge en todas su consecuencias cuando el valor de exhibición es el polo principal, entonces es sólo hasta la exhibición que la pieza alcanza su preeminencia. Dentro del polo ritual, los objetos eran reemplazables, pues correspondían a un fin ulterior. Si éste se modificaba o necesitaba otros medios, los objetos eran destruidos. Si lo importante es el valor de exhibición, las obras “no se agotan”, pues el observador de la pieza se renueva constantemente. Son otras las personas que entran al museo, a la galería, a la sala de cine.

El cine es el primer arte (con la fotografía muy de cerca) que surgió sin valor ritual. O si lo tiene, es un ritual que no se asocia a lo oculto, a que algo exista, sino a que algo se exhiba: el ritual de la política. El cine surge para ser visto y nunca para “existir sin más”. London After Midnight (Browning, 1927) no vale por haber existido, sino por la esperanza de encontrarla algún día; de que se descubran, en el fondo de una bodega eslovena, dos carretes sin marcar. Y se tiene la esperanza de encontrar esa cinemateca perdida porque el cine sobrevive en las copias que se crearon para que pudieran ser vistas.

Lisbon Story (Wenders, 1994) narra la historia de un sonidista alemán, Philip Winter, que llega a Lisboa para colaborar en la última película del director Friedrich Monroe. El sonidista llega a la casa donde se hospeda el director sólo para darse cuenta de que Friedrich está desaparecido desde hace tiempo. El sonidista conoce a unos niños y a Madredeus mientras da largos paseos por la capital portuguesa y capta el “sonido del alma lisboeta”.

Winter descubre los videodiarios de Friedrich, en los que el director confiesa su hartazgo por el cine comercial, por la manera en que las imágenes se han hecho máquinas de dinero. Odia y desconfía de sus ojos, que han cooperado en esta espiral mercantil del cine. Se propone, entonces, vagar por la ciudad y, con una cámara portátil en la espalda, dejar que las imágenes se graben sin intervención humana y, por tanto, sin intenciones comerciales.

Hacia el final de la película, Friedrich y Winter se encuentran. El sonidista sigue al director hasta un cine abandonado. Ahí, después de un discurso sobre la banalidad del cine hollywoodense, Friedrich le revela a Winter su nuevo proyecto: el cementerio de las cintas que nunca serán proyectadas. El director tiene centenares de grabaciones que no ha visto y que nadie verá (por lo menos no mientras ellos vivan): “Si la película no es vista, objeto y representación son uno”, sentencia el director.

Winter lo convence (de una manera cursi) de que vale la pena seguir narrando historias y que el objetivo de esas historias es que sean vistas. Lo que está argumentando Winter es similar a lo que expone Benjamin. Si Friedrich quería regresar el cine a su valor ritual (como dice, olvidar la historia del cine o la del arte), a su valor simplemente por existir, Winter le contrapone el valor de exhibición. No tiene sentido guardar cintas que nunca serán vistas porque se vuelven objetos dispensables. Al proyectarlas, las imágenes encuentran su valor en el espectador y se vuelven indispensables porque se renuevan en cada proyección.

El objeto del cine (un carrete) no tiene valor ritual. Tal vez tenga valor en cuanto a reliquia (el primer positivo de Tiempos modernos o la copia de Weekend que le pertenecía a Agnés Varda), pero en cuanto a “cosa”, el carrete no es más que la posibilidad del verdadero punto del cine: la proyección; y la proyección no es nada más que luz sobre una superficie. Y siempre será exactamente la misma.

El carrete es el elemento a partir del cual se (re)crea el arte cinematográfico, su excusa, su elemento, pero nunca su esencia. Si se encontrara una copia de London After Midnight, lo nodal no sería ese objeto, sino la posibilidad de copiar y exhibirlo. Crear, de nuevo, el ritual de la política para el cual fue hecha la película.

A pesar de lo cliché del argumento de Winter, tiene razón: sin el espectador, el cine es inútil.


Autores
La redacción de Tierra Adentro trabaja para estimular, apoyar y difundir la obra de los escritores y artistas jóvenes de México.
(Chihuahua, 1986) vivió en Toluca y ahora en el Distrito Federal. Próximamente será maestro en filosofía. Ha publicado en las revistas Los bastardos de la uva, F.I.L.M.E., Icónica, Registromx y El portal de Toluca. En este momento forma parte de Kinotecnia cineclub.
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