Tierra Adentro
Una habitante de Yuguelito, celebrando sus XV años.Todas las fotografías: Alfonso Vargas García

Esta es la historia de muchos habitantes de la Ciudad de México. Instalados en la zona conurbada, en predios carentes de servicios básicos. Su lucha por condiciones de vivienda digna se da todos los días, en medio de la inseguridad y la indiferencia de las autoridades. Pero ellos no se rinden, pues «la tierra es de quien la trabaja».

El predio Yuguelito se encuentra en la delegación Iztapalapa. Entre dos calles: Buena Suerte y Alta Tensión. Para llegar, referencia obligada: avenida Tláhuac. Estas dos calles son la entrada a un territorio gobernado por el trabajo comunitario y una democracia que se ejerce día a día. Los habitantes de estos linderos son una simbiosis de historia bíblica con leyendas mesoamericanas. Son peregrinos en búsqueda de la Tierra Prometida. El Huitzilopochtli de esta historia fue el Frente Popular Francisco Villa Independiente, una organización que nació en 1988, promotora del trabajo comunitario urbano y orientada a la resolución de problemas de vivienda, por medio de la ocupación de tierras irregulares. Así fue que doscientas cincuenta familias sin casa y sin un peso salieron a la toma de tierras bajo el lema de Zapata: «La tierra es de quien la trabaja». La Nueva Aztlán se asentaría «en un antiguo basurero a cielo abierto, susceptible de explosividad, producto de la concentración de gas metano y lixiviados», y con una hermosa vista hacia una mina de tezontle, roja como la piel de aquellos que habitan en sus faldas.

El camino para llegar es largo y rico en imágenes, flanqueado por caseríos desordenados y grises. La avenida Tláhuac es un mercado de vida, gobernada por combis y peseros que dominan el asfalto. No es difícil ver a un discapacitado en silla de ruedas pasando por la avenida, mientras las combis les juegan desafiantes y ventajosas «carreritas». La lucha es desigual, pues hay que esquivar vehículos y quitarse de encima al perro que corre y ladra, incansable, detrás. Mientras el minusválido gira la rueda derecha, con la mano izquierda encaja un golpe a un canino famélico, como si la silla de ruedas se hubiese transformado, improvisadamente, en un carro romano. No hay duda, el darwinismo urbano rige las vidas humanas. Para un ojo inexperto éste es un espacio folclórico; para sus habitantes, la cotidianidad abigarrada y desordenada del México perenne.

Los puestos de carnitas, huaraches y quesadillas dominan la escena, convirtiendo aceras y calles en un picnic de multitudinarias proporciones. Los puestos son patriotas hasta morir, tal y como el destino de los héroes que por doquier aparecen estampados sobre sus estructuras de lámina: Morelos, Guerrero y Allende. Cada uno de estos íconos marca pertenencias y establece diferencias entre una organización y otra, todas vinculadas a facciones de partidos políticos. Allí se vive y se aprende la historia nacional sin necesidad de ir a la escuela, que hace rato además los olvidó.

UN MUNDO PARALELO

Un regaderazo al aire libre (fotografía del archivo de la comunidad).

Un regaderazo al aire libre (fotografía del archivo de la comunidad).

Al acercarnos al Yuguelito, cinco «aduanas» dan pase de entrada y salida a sus habitantes. Cinco lonas son el arma psicológica contra rateros o «malandros». La advertencia es clara: «Ratero si te agarramos no te vamos a remitir con las autoridades, ¡Te vamos a linchar!».

Hombres y mujeres hacen la guardia, prohíben el acceso a desconocidos y policías, pero también a un ejército de jóvenes que transcurren como sombras, siempre cabizbajos sosteniendo con fuerza, entre manos, un trapo húmedo de solvente. Estos se diluyen en otras direcciones al ver las guardias que, sin entrenamiento policiaco, pero con la fuerza del mandato popular, expresan la potencia de una autoridad reconocida. Aquí, por ciento cincuenta pesos, permanecen veinticuatro horas como soldados de terracota, empuñando un palo de madera a la espera de que «algún malandrín pueda llegar»; o «si los propios granaderos intentan sorprendernos». Los vigilantes tienen la obligación de ser de la comunidad y asumen que el peligro es grande: sólo una macana como defensa, en la segunda delegación más peligrosa de la Ciudad de México.

La Independencia en Yuguelito no es el 15 de septiembre, sino el 28 de junio, día de la ocupación del predio. Allí coexisten dos colonias: «Rubén Jaramillo» y «Patria y Libertad», con alrededor de mil familias.

Raúl Trejo, dirigente de la «Rubén Jaramillo», estuvo preso en el Reclusorio Sur dos meses y diez días acusado de despojo agravado. «Actualmente sigo en proceso, llevo año y dos meses firmando en el quinto juzgado». Este sociólogo, de ojos chiquitos y cuerpo macizo, narra el origen de este lugar:

Cuando llegamos sólo había una cancha de futbol; el espacio había sido empleado por el gobierno como tiradero de basura, como respuesta a la saturación que presentaba el basurero de Santa Cruz Meyehualco. Al poco tiempo se percataron que el espacio resultó insuficiente.

Luis Richardi Gómez, alias Catracho, gentilicio empleado para referirse a los hondureños, llegó a la Ciudad de México cuando tenía doce años y once hermanos, huyendo de un país acostumbrado a los golpes de Estado.

En un inicio, fue huésped de las transitadas esquinas de la plaza Garibaldi, guarecido por las banquetas y habituado a la conversación fugaz y cotidiana de aquel que acostumbra vivir la vida a partir de la suela. Su primer trabajo en México, en compañía de otros amigos suyos también huéspedes de la plaza, se orientó al robo de autopartes que posteriormente revendían; se convirtieron así en practicantes de uno de los oficios más viejos del mundo. Un día despertó queriendo cambiar de rumbo. «Empecé a buscar trabajo, pero me decían: trae una foto, un comprobante de domicilio, trae esto, trae lo otro. ¡Cómo iba yo a entregar un comprobante de domicilio si vivía en Garibaldi!».

Fue la suerte del trompo de pastor y la rotación de la caída de la piña sobre los tacos lo que transformó su vida. Gracias a su labor como taquero, comenzó a rentar un cuarto, distante del frío y de los olores punzantes y ácidos de Garibaldi. Aquejado y perseguido por la renta, un día su vecina le vino a contar la buena nueva: un grupo de personas, al parecer paracaidistas, venían ofreciendo terrenos baldíos con la promesa de volverse dueños de éstos, si estaban dispuestos a arriesgar algo contribuyendo a la invasión de esos parajes.

«Ese día me presenté a pedir un espacio y me dijeron que tenía que venir a una junta cada semana y pagar veinte pesos en cada asamblea. Estuve cuatro meses yendo a esas reuniones». Tras un tiempo de planeación y pagos semanales, el 28 de junio de 2008 se programó lo que para muchos representó el día de su independencia, emprendida con palos, plásticos y cobijas.

«Eran las cuatro de la tarde cuando se hizo el mitin, y nos asignaron a cada uno un lugar chiquito donde dormir. Nos quedamos toda la noche a la intemperie; ya nadie durmió, alerta, esperando que en cualquier momento llegaran los granaderos. Todos allí con una cobija y cuatro palos que usamos como techo para taparnos del sereno», recuerda.

La falta de baños generó la necesidad y la intuición social de darle un uso a los espacios dominados por la oculta y salvaje maleza, convirtiéndolos en baño público, haciendo así del acto de la excreción una excursión, surcando barrancos, árboles, tarántulas y culebras.

En julio, tiempo de lluvias, un hedor emergió de la tierra, invadiendo el lugar y el olfato de sus habitantes. Eran las emanaciones que sobresalían, gestadas por estos baños improvisados. Con picos, palas y carretillas se procedió primero a limpiarlos. «Después se hicieron letrinas, fosas y así se mejoró la situación». Para sorpresa de sus habitantes, un día como cualquier otro, trabajando por esas pestilentes áreas, una persona se percató que de aquella infame maleza emergían unos tubos incrustados, roídos por el tiempo, donde se alcanzaba a leer: «No construir». «Tiempo después se supo que eran respiraderos, porque esto había sido un basurero. Las autoridades nos decían que esto iba a explotar, que aquí había mucho gas y que no podíamos estar aquí. Pero bueno, nosotros con la necesidad que teníamos —y seguimos teniendo— de una vivienda, pues poco caso hicimos de si había gas o no», sentencia el Catracho.

«El gobierno señala que el Yuguelito está asentado en una zona de alto riesgo, ya que en él se acumulan lixiviados y biogás, producto de la basura que forma parte de los cimientos de este predio, lo que pudiera afectar cualquier tipo de construcción», indica Raúl Trejo. En 2010 los miembros de la comunidad de Yuguelito, conducidos por el dicho popular que reza «a donde fueres haz lo que vieres», tomaron pico y pala, y sustituyeron los vestigios de los tubos de PVC, puestos por el gobierno once años antes, por tubos nuevos. Hoy en día no queda muestra de esta proeza, sustituida por la demanda constante de nuevos hogares.

Doña Cristina, quien es pionera en estas tierras y tiene una tienda de abarrotes, cuenta: «Cuando llegamos aquí, estaban los hoyos de las minas, un basurero. Después del terremoto del 85 todo lo que se sacó del cascajo, basura, cuerpos mutilados, todo lo vinieron a tirar aquí para rellenar». Quizás la muerte anónima y colectiva sea el principio de una nueva democracia.

Me encuentro con Alicia Coba, de sesenta y tres años, originaria de Tlaxcala, quien empezó su vida laboral a los catorce en una maquila y a los dieciséis optó por casarse con un hombre catorce años mayor que ella, a quien conoció yendo a tirar la basura. Alicia coincide con algunos vecinos: esta tierra la curó. Ella es considerada por muchos como una mujer que podría superar cualquier obstáculo para una futura canonización. Con un paro cardiaco a cuestas y un derrame cerebral. Su casa, o su «caracol», como lo denomina ella, está compuesta de materiales reciclables: polines, tablas, alambres y lonas.

Es la quinta vez que cambio mi caracol de lugar, por eso mismo decidí no hacerla con tabique, ya que por mi edad no podía cargarlos. Así, cuando tenía que desplazarme a otra parte del predio, simplemente quitaba los palos y los alambres, y me los llevaba al lugar que me designaban. De esa forma siento que no me voy sola cuando me muevo. Donde voy yo, va mi caracol.

Todos los materiales que se puedan imaginar y encontrar son útiles para la construcción. Cambian de casa en casa, aunque las hay con tabiques sostenidos como en una partida de tetris. Otras derivan de un conglomerado de piezas recicladas que, unidas con otros materiales, forman un collage distópico: ruedas de madera que son puertas; pedazos de lámina, techos o paredes; troncos sueltos; pilares para soportar carpas que entechan puestos de elotes o tlacoyos, imprescindibles en la gastronomía yuguelitana.

Aquí, la imaginación y el ingenio se unen para sobrevivir. Sin ellos, quebraría el taquero que emplea la lupa para sacar el último resquicio de carne para rellenar los tacos; sin ellos, no habría patrimonios emergidos de la civilización del desperdicio, construidos gracias a una mezcla inverosímil de basamento ecologista con principios de la arquitectura de la precariedad. Aquí, todo es imprescindible.

Doña Emma empieza su jornada a las 6:30 de la mañana para conseguir los dos litros de leche que tiene asignados cada martes en Liconsa. Todos los días, como si fuera manda, recorre religiosamente las calles del predio con una charola de plástico con veinte gelatinas de diversos sabores. Sus instrumentos de producción son una licuadora y un refrigerador que desde hace doce años acompañan su peregrinar. Lleva veintitrés elaborando gelatinas y su fama deriva de su flan; su secreto: calentarlo a leña y no a gas. Vive con su hija adolescente en un espacio de veinticinco metros cuadrados con piso de tierra y techo de lámina. Es de San José Cuanajillo, Michoacán, y tiene un sexenio en la colonia «Patria y Libertad». Doña Emma paga diez pesos semanales por vender su producto. Los impuestos son proporcionales: el elotero paga veinte pesos y las tienditas cuarenta a la semana. Hay un ahorro invisible, pero real: «No hay mordidas».

Doña Emma, como muchas otras personas, llegó sin dinero, pero con un gran patrimonio: su fuerza de trabajo. Con este conocimiento práctico, los domingos dan inicio las faenas, la construcción colectiva, el trabajo comunitario. Ese día de la semana, el gallo descansa y cede el lugar al martillo y la pala. Estos dos elementos son el despertador social y el reloj que pauta las etapas del día. Por las mañanas, las calles dejan de ser gobernadas por Dios y pasan a manos de mujeres y hombres que con pico, pala y barreta, trazan las calles, y le dan figura y sentido a su paisaje.

Las faenas inician a las ocho de la mañana. La organización es la del tequio: una forma mesoamericana de trabajo y servicio a la comunidad. En Yuguelito, un miembro de cada familia en cada calle tiene obligación de trabajar colectivamente para resolver necesidades comunitarias: agua, drenaje, trazado de calles y banquetas. Las personas que no puedan hacerlo, buscan un sustituto o pagan a alguien de la comunidad para trabajar en su lugar. A partir de las once de la mañana, por doquier pululan torsos desnudos, figuras más esbeltas y fibrosas en el caso de los hombres, y mujeres con ciertos acentos de musculatura que tapizan este predio sin árboles. Sin distinción de género realizan trabajos comunitarios, desde la pesada labor de cargar piedras, hasta la alquimia de la mezcla.

Socorro, una mujer de menos de cincuenta años, robusta y de risa inmediata, es la dirigente de «Patria y Libertad» que, sin solicitárselo, explica: «si una mujer no puede cargar una piedra muy pesada, llama a dos mujeres para que la carguen, o si es demasiado pesada, entonces llaman a una tercera. ¿Para qué se necesitan hombres entonces?».

Las mujeres de Yuguelito cuestionan prácticamente todas las teorías biologistas y médicas de los siglos XIX y XX que hablan sobre la superioridad genética y constitutiva de los hombres sobre las mujeres. La fuerza física no es determinante. Son la inteligencia, la maña, el ingenio, la acción unitaria y colectiva lo que hace la diferencia.

Dulce Galván vive con su marido, sus dos hijos y una flotilla de imágenes de la Santa Muerte apostadas en un mueble de madera en la entrada de su casa. En las repisas del mueble descansan objetos litúrgicos, tequila, cigarros y una bolsita de marihuana. Dos fotos rodean el altar: su hija de trece años, «raptada» por su novio de dieciocho, y al lado la imagen de su hermano que está preso en el Reclusorio Sur. En su conjunto, el altar parece un árbol de la vida. Dulce afirma que el «machismo aquí ya no existe… el dominio de los hombres era antes».

Cruza la pierna derecha y enciende un cigarro. Después narra las desventuras de no tener dinero, de los momentos en que sólo comió tortillas y no tuvo ni para un tabaco. Ella agradece a la Santa Muerte que su vida haya cambiado, pues sostiene que ni los objetos novedosos que exhibía en los puentes peatonales se vendían. «Comenzamos a ganar más dinerito; yo me dediqué a cuidar a mis hijos, a resolver los pendientes de la casa, y a hacer las faenas los domingos. Ahora ya compro hasta mi cajetilla completa».

En un ámbito gobernado por el trabajo, en un ambiente que parece indómito, el estereotipo de la mujer sumisa, débil e inocente no tiene cabida. En este territorio, los insultos no son altisonantes y son parte inherente al lenguaje de la cotidianidad: el pendejo o «el hijo de la chiripiorca» son conceptos de gran elasticidad y reflejo exacto de la tosca y ruda encomienda de todos los días.

MARTES DE TEMPLO MAYOR

Dulce Galván, resguardada por las efigies del altar a la Santa Muerte.

Dulce Galván, resguardada por las efigies del altar a la Santa Muerte.

Los martes, la calle Templo Mayor, la avenida principal de Yuguelito, luce abarrotada de gente, sillas y polvo: mujeres y hombres, niñas y niños cargan sus asientos, sortean hoyos y desafían la polvareda que emerge de las pendientes que dan al auditorio. Los rostros de las mujeres mayores muestran el peso de la silla, escenificando un viacrucis que se repite cada siete días.

Poco a poco, la gente entra ordenadamente al recinto legislativo de Yuguelito, cargando su propio asiento. Se trata de un pequeño auditorio de sesenta metros cuadrados, de paredes rosas, deslavadas, en donde se llevan a cabo las asambleas.

A las siete de la tarde varias manos con las uñas decoradas de barniz rosa, negro, azul o de puntitos se dan cita aquí, se mueven desordenadamente en tres mesas conjuntas, pasando de mano en mano un amasijo de papeles con la contabilidad de cada calle, mientras una fila de veintiocho individuos, en su mayoría mujeres, coordinadoras de cada una de estas calles, hacen fila en espera de dar sus comprobantes de deudores y acreedores de la comunidad.

En las asambleas se reúnen los coordinadores y cualquier persona que tenga alguna propuesta o queja. Mujeres adultas y adolescentes participan del referéndum constante y del plebiscito permanente. Como la sentencia que lanza el cura al público antes de esposar a los novios, se advierte para que no haya engaño: «Digan algo o callen para siempre».

Socorro es la encargada de dar la palabra a los coordinadores. La respetan y la quieren. Meses atrás, la comunidad salió en su defensa ante la amenaza de diez patrullas de llevársela al Ministerio Público. El cargo: despojo de tierras. La población del predio cercó el edificio donde se escondía Socorro y obligó a la policía a replegarse.

El salón se encuentra abarrotado. Mujeres como doña Emma se instalan con sus mesitas ofreciendo «vicio o gelatina»; también hay vendedoras de cacahuates y gomitas. Después de hacer cuentas, la asamblea inicia. Cada representante de calle expone públicamente la situación de las cuentas de los vecinos de los andadores; conversan, entre otras cosas, sobre los proyectos que faltan, los problemas referentes a la luz o al drenaje. Pero también tocan asuntos privados como la golpiza de un marido a su esposa o sobre algunas infidelidades.

A don Jaime no le caía el veinte cuando los guardias internos de Yuguelito no le permitieron acceder a su casa: su esposa había presentado una denuncia en su contra por los golpes infligidos la noche anterior. La denuncia iba con una fotografía del golpeador para que, reconocido por los guardias, no le permitiesen poner pie en casa. Don Jaime no engulle el balconeo, y se queja de por qué los asuntos privados se convierten en públicos, trastocando las reuniones comunitarias en un híbrido de derecho consuetudinario y terapia de grupo. Aquí los jueces son sus habitantes: ellos dictan sentencias y, como en Utopía de Tomás Moro, la pena máxima es el destierro del predio.

GUARDARROPA ELECTORAL

Para estos habitantes, cada contienda electoral se convierte en la época ideal para renovar el guardarropa. Se podría trazar una cronología reciente del sistema político mexicano simplemente haciendo una revisión de los roperos de quienes habitan esta zona limítrofe al oriente de la Ciudad de México.

Mochilas, gorras y playeras se regalan o intercambian por una promesa de voto. Así, aparecen los mismos logos, los mismos colores, sólo cambian los rostros y los nombres. Aquí la pobreza y la falta de movilidad social aparecen como factores inalterables de la historia. Decía Walter Benjamin: «el hombre es un engaño nato y la vida un contexto culpable».

EL FUTBOL NOS HARÁ LIBRES

El día sábado el predio luce deshabitado: sólo las polvaredas deambulan por las calles en su coqueteo con el viento. A lo lejos se escuchan gritos ininteligibles y un silbato que suena incansable. En la cancha de polvo, charcos y piedritas traicioneras se asoman unas cien personas sentadas en gradas improvisadas de tierra y llantas, en medio de algo que aparenta ser un estadio de futbol.

Los gritos ensordecedores de los aficionados, los insultos al árbitro y las mentadas de madre que vuelan de lado a lado compiten con el punzante sol. Los aficionados usan periódicos y sombrillas para guarecerse en esta cancha que parece no conocer sombra. Aunque aquí no juegan los «merengues» ni el Barça; «Las Panchitas» se baten a duelo contra «Los Indestructibles».

El futbol mixto no es ninguna fantasía en esta liga compuesta por cuatrocientos jugadores. Los hombres juegan con las mujeres y viceversa. ¿Cómo no escuchar a Elizabeth, que juega en la Liga de Futbol 7 Yuguelito y ostenta una camiseta de las Chivas? Explica que «las oportunidades de esparcimiento son muy pocas. El correr y el gritar nos cambia toda la rutina de la semana».

Octavio inició este proyecto hace seis años, con el fin de sacar del ocio a los jóvenes; es taxista y tiene dos hijos. Todos los sábados es el juez supremo de esta cancha. Empieza a las siete de la mañana y concluye a las ocho de la noche. Este perseguidor de la pelota porta con orgullo un uniforme color naranja, semioficial, con las insignias medio descosidas y descoloridas típicas del jefe de la tribu, el árbitro. Octavio dicta las penas máximas y saca las tarjetas rojas, pero también es el confidente de estos jóvenes sin escuela que ven en el juego su tránsito hacia una nueva vida.

EL DÍA QUE SE HIZO LA LUZ

Doña Cristina González, pionera y marchanta de Yuguelito.

Doña Cristina González, pionera y marchanta de Yuguelito.

Después de un año sin luz, viviendo con velas y lámparas de petróleo o de aceite, los pobladores del predio se vincularon con trabajadores del casi extinto Sindicato Mexicano de Electricistas —SME—, quienes le propusieron hacer la instalación de un sistema de cableado. Los vecinos accedieron y pagaron por los materiales: cables y postes fueron levantados por todo el predio en una inimaginable obra de ingeniería que logró en meses lo que en otros lugares habría exigido siglos.

Pendones, lonas, cartones y asbesto fueron los materiales que le dieron piel a este lugar, invisible para el ojo de Google Maps e imposible de rastrear con el auxilio de la Guía Roji. En este poblado fantasma, en esta ciudad invisible, los nombres de las calles lo decide la gente y la geografía popular se ha impuesto a la geografía del poder.

«Todo esto ha sido por nuestro esfuerzo, sabíamos que el gobierno nunca vendría a ayudar». Así se expresa doña María, quien en su casa de cincuenta metros cuadrados hospeda a su mascota el «Boni», un chivo de color café, atado en el patio a una cadena de metal. Esta mujer de cincuenta y siete años, originaria de Oaxaca, ha trabajado casi toda su vida en el tianguis de las Torres, en avenida Tláhuac. De tez morena y largos cabellos aún de un negro intenso, empieza su jornada a las siete de la mañana; entra al baño, donde se encuentra un excusado y dos contenedores de plástico de cincuenta litros. En uno de ellos, sumerge una jícara de plástico, se echa el agua al cuerpo y repite este acto litúrgico todos los días. La falta de drenaje obliga a tener estos contenedores de agua y asearse diario «a jicarazos». No hay espejos en el baño, ni en la recámara, lo que hace que siempre le digan «La despeinada».

Al salir de su casa se dirige por la Buena Suerte para llegar a avenida Tláhuac, donde maneja un puesto de herramientas, clavos y tornillos. «Es cansado, pues acabamos a las nueve de la noche, después de empacar las herramientas. Un día noté que cuando volvía a casa me quedaba dormida, y así anduve un rato. Y de pronto la ropa me quedó grande, comencé a sentirme cansada, y ya no podía atender el puesto. Fui al médico y me dijeron que tenía anemia».

La mesa luce abarrotada de medicinas, pero doña Mari está contenta de vivir aquí. Es consciente de que los granaderos podrían irrumpir cualquier día y dejarla sin casa. Todas las noches, una patrulla hace un recorrido por las fronteras de este predio; las luces rojas y azules se desvanecen al pasar, pero permanecen en el subconsciente de muchos. «El gobierno nos mantiene en una situación de tensión, no está interesado en dar más a los pobres. ¿Cuándo habrá un gobierno para los pobres? ¡Jamás! Ni aunque trabajemos y trabajemos, nunca te va a dar. Cuando te da, te lo quita». Doña Mari ama las canciones rancheras y, en efecto, podría ser la doble de Chavela Vargas. Dice ser «india de a de veras». Al escuchar el himno nacional, «hasta la piel se me pone chinita».

Al final, doña Mari levanta la cabeza y comenta: «Estas casas son nuestras, porque como dice Emiliano Zapata, la tierra es de quien la trabaja».

La leyenda náhuatl habla de cómo la ciudad de Culhuacán ofreció a los aztecas la zona del Tizapán, infestada de serpientes y alimañas venenosas, para así deshacerse de ellos. No imaginaron que éstos se adaptarían y acabarían comiéndose la fauna allí existente y transformando ese espacio en el punto de partida de su historia. ¿Podría ser que los actuales habitantes del Yuguelito sean descendientes de aquellos aguerridos mexicas, que buscan revirar un pasaje de la historia y cambiar así su destino?

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