Yoram Kaniuk
De los grandes narradores israelitas contemporáneos, Yoram Kaniuk es uno de los menos conocidos en México. Es lógico. Es raro encontrar en español traducciones de su obra directas del hebreo. Sólo en años recientes han aparecido a nuestra lengua algunos de sus libros —El buen árabe (Ediciones Versal, 2004); El hombre perro (Libros del Asteroide, 2007); Wasserman: historia de un perro (Siruela/Fondo de Cultura Económica, 2008); 1948 (Libros del Asteroide, 2012)— y sólo uno de ellos ha tenido una circulación más o menos amplia entre nosotros. Pero su obra es vasta —conformada por más de treinta libros, e innumerables artículos dispersos en periódicos de Israel— y su renombre en otros países —en especial los de lengua inglesa— es grande.[1] (Gracias, digámoslo entre paréntesis, a la fortuna de contar con traductores como la políglota norteamericana Barbara Harshav, espléndida recreadora de poesía y de prosa.) La noticia de su muerte, ocurrida el 8 de junio de este año, tuvo gran resonancia en la prensa de ese idioma, y contribuyó a que la de lengua española se ocupara, así fuera de rebote, en hablar un poco de su obra y esbozar un retrato suyo. Empezaremos a conocerlo al final de su vida.
Yoram Kaniuk nació el 2 de mayo de 1930 en Tel Aviv, en el seno de una familia de origen ruso que emigró a Palestina en 1909, justo el año en que Tel Aviv se fundó, y su vida está entrañablemente ligada a la historia moderna de Israel. A los 17 años de edad se integró a un grupo militar de élite, y en 1948 luchó por la independencia de su país, así como en la guerra árabe-isarelí que tuvo lugar inmediatamente después. En ésta fue herido y pudo haber muerto, pero, misteriosamente, el hombre que le acribilló las piernas, teniéndolo a tiro a sólo unos metros de distancia, le perdonó la vida.
La vida de Kaniuk tiene tintes de leyenda que él mismo se encarga de acentuar en Life on Sandpaper, su autobiografía, publicada en 2003.
Kaniuk sabe muy bien que la memoria es una invención, que describe el pasado no como fue sino como quisiéramos que hubiese sido. “Es como el alcohol”, ha dicho, “nos embriaga y nos engaña”. Sabe que sólo el historiador intenta ser fidedigno. Y que lo consigue sólo hasta cierto punto. Como él mismo supo verlo, escribió sus memorias no para decir quién fue, sino para tratar de saber quién era al momento de redactarlas.
En Life on Sandpaper vemos a Kaniuk, recuperado de sus heridas, emigrar a París, y luego a Nueva York para tratar de hacerse de un nombre como pintor expresionista en la década de los 50, cuando la mayoría de los pintores norteamericanos cultiva el arte abstracto. Allí se asienta en Greenwich Village y hace migas con numerosos artistas, entre ellos dos figuras totémicas del jazz: Charlie Parker y Billie Holiday, a la que presume haber besado. Y narra, también un improbable (por alucinante) viaje a México, en cuyo transcurso vio murales de Rivera y de Siqueiros y supuestamente comió hongos y peyote y un puñado de campesinos quiso comprarle a la blanca mujer que lo acompañaba pagándole con una cabeza de cerdo y otras menudencias animales.
Quizá lo más interesante es que Kaniuk volvió a Israel en 1961 y se convirtió en un acérrimo crítico del estado que él contribuyó a fundar. Fue así como lo capturó Susan Sontag en Promised Lands, el notable documental que ella realizó en 1974 a propósito del conflicto árabe-isaraelí tras la guerra del Yom Kippur.
Ya entonces Kaniuk era tal como habría de definirlo la prensa internacional por el resto de su vida: un hombre de izquierda, laicista convencido en un estado cuya identidad emana de su religión, alerta y crítico siempre, un defensor de los derechos de los palestinos frente a una Israel que —como él solía decir— abandona sus raíces socialistas por una cultura consumista a la usanza norteamericana.
Pero crítica no quiere decir desamor. Pocos autores tan fervientemente enamorados de su patria como Yoram Kaniuk, quien a pesar de su acendrado pesimismo y de la alternativa de vivir en muchas otras partes nunca quiso residir en ningún otro país más que Israel.
La roca fundacional, como siempre lo supo —lo explica en el breve ensayo que ahora presentamos— fue el hebreo. Como muy pocos, Kaniuk contribuyó a cultivarlo.
[1] Hay que mencionar que uno de los mayores reconocimientos que Kaniuk tuvo en vida fue la celebración del simposio internacional “El mundo y la obra de Yoram Kaniuk”, realizado entre el 29 y el 41 de marzo de 2006 en el Magdalene College de Cambridge.