Yo y Bob Dylan
Me despertó un mensaje; el celular vibró sacudiéndome el sueño. No me gusta revisar el teléfono tan temprano, pero por alguna razón lo levanté y vi que era una felicitación porque Bob Dylan había ganado el premio Nobel de Literatura. Primero, mi pobre corazón de fan dylaniano sintió que alguien jugaba con sus sentimientos; seguro me querían hacer la maldad, hasta revisé si no era 28 de diciembre, por eso de las bromas.
— Michelle (@Michelle_RG9) 13 de octubre de 2016
Muy feliz debe estar @alejandrotuit este día. 🙋
— Angie Vázquez (@Muertelenta_) 13 de octubre de 2016
Ahhh. Sí, sí estaba emocionado ¡Feliz! Así que me fui a donde la alegría debía estar en su punto de ebullición: entre la banda de compañeros dylanólogos; en los foros de Expecting Rain brindaban y en Twitter y Facebook los hermanos bobcats se felicitaban, como si un poquito, aunque sea un rozón de este triunfo, fuera de nosotros:
@alejandrotuit enhorabuena por la parte que te toca a ti y a miles como yo que amamos al genio de Minnesota pic.twitter.com/rwUYibq4I1
— Antonio Энтони (@ANTONIOTonisejo) 13 de octubre de 2016
Todos los que me felicitaron sabían que desde los 19 años me volví fan de Robert Zimmerman. La primera vez que oí su voz fue con “The Man In Me”, la rola que abre los créditos de The Big Lebowsky (¡es hermoso ver flotar a The Dude sobre Los Angeles con esta rola de fondo!).
Conocí a Bobby por Peter, el padrastro de Mónica, una novia que tenía entonces; Peter, siendo un viejo blusero de Chicago, había tocado la armónica con grandes grupos de blues de aquellos años, al mismo tiempo que la voz de Bobby recorría el país, transformando la música popular, los intestinos y corazones de un chingo de adolescentes y viejos, de chicos y grandes. Décadas después, en la casa de Tepoztlán de esa ex novia, fumando Delicados sin filtro mientras contemplábamos el Tepozteco, Bob tatuó sus versos mercuriales, palpitantes de geranio, en toda mi piel.
Bob, en esa primera canción que oí, le cantaba a su amada:
Una mujer como tú
Para sacar al hombre que hay en mí
Y eso era lo que yo quería hacer con mi vida, encontrar algo: un amor, una canción, un ídolo o un maestro que escarbara en mis todavía adolescentes revolturas y extrajera, a punta de madrazos si era necesario, al hombre que había en mí; ya después, con mi cáscara de niño, que pasara lo que pasara.
El primer paso en mi misión para crecer era recorrer las grandes avenidas musicales del gurú; arranqué por The Essential Bob Dylan, del 2000, y ahí la dulce descarga dylaniana empezó a enredarse en mis venas.
De ese disco con la que más me clavé fue con “Things Have Changed”, la rola con la que Bob se había ganado el Óscar.
He caminado 40 millas de pésimo camino
Si la Biblia no se equivoca el mundo va a explotar
He tratado de alejarme lo más posible de mí mismo
Algunas cosas queman demasiado
La mente humana no puede aguantar tanto
Y no puedes ganar si no tienes juego
Con ese disco bajo el brazo arranqué mi propio viaje: salté el charco y me fui a vivir a Barcelona. Deambulaba por allá sin papeles, haciendo trabajitos como ayudante de albañil, o repartiendo volantes en las ramblas; en mis tiempos libres me escapaba a una biblioteca pública al lado del estadio olímpico, sacaba prestados los discos que tenían de Dylan y luego en mi cuartucho al lado de la Sagrada Familia los pasaba a la compu y los quemaba.
Ahí, mientras mis sueños de chaval de 21 que quería ser escritor azotaban las calles catalanas, me enamoré del Blood on The Tracks, duro como una patada en el corazón, rabioso, casi todo sobre su relación con su esposa.
Viento idiota que sopla cada vez que abres la boca
Soplando por los senderos que van al sur
Viento idiota que sopla cada vez que mueves los dientes
Eres una idiota, nena
Es increíble que todavía sepas respirar
…gritaba Bob en “Idiot Wind”
Y del Oh, Mercy, Most Of The Time, joya sombría y envolvente como un pantano melancólico:
Casi siempre
Estoy claramente enfocado
Casi siempre
Tengo los pies en la tierra
Casi siempre
Sigo la senda, entiendo las señales
No me desvío a medio camino
Puedo afrontar lo que venga
Y ni siquiera me doy cuenta que se fue
Casi siempre
Sobre Passeig de Gracia me compré mi primera biografía, un tomo gordísimo de Howard Suns (no es la mejor biografía, recomiendo Behind the Shadows), y aprendí que Bob nació el 24 de mayo de 1941 con el nombre Robert Allen Zimmerman en Duluth, Minnesota —una ciudad minera en el norte de los Estados Unidos—, que su primera novia se llamó Echo Star porque vino al mundo una noche en la que apareció un cometa, que su papá tenía poliomielitis y que Bob creció escuchando la radio, suspirando por Little Richard.
Cuando regresé a México, mi fanatismo dylaniano se adormeció, igual que mis ganas de escribir; según yo, había cosas más importantes: salvar mi alma y hacer dinero —o intentarlo, por lo menos—. Trabajé vendiendo afores y discos piratas afuera de la facultad de ciencias y estuve atrás del mostrador en una tienda esotérica; hice cualquier cosa menos lo que más quería hacer: ¡Escribir! ¡Ser como Dylan y mis ídolos literarios y recorrer las carreteras del mundo y probarlo todo y verlo todo y escribirlo todo!
Iba por ahí deprimido, arrastrando los pies por las banquetas del mundo, con mi corazón un poco como el de Bob cuando en 1998, después de que un virus se le metiera al corazón, sacó otra obra maestra: “Not Dark Yet”.
Mi humanidad se ha ido por el drenaje
Detrás de todo lo hermoso siempre hubo algún tipo de dolor
…
Contemplaba mi sombra, también los colores del cielo,
Vagaba bajo la lluvia y el granizo, buscaba el sol del amor.
Hasta que lo encontré, el amor. O eso creí. Me enamoré. Escribí sobre las visiones estáticas de sus labios, igual que Bob había escrito para su esposa, Sara:
Con tu boca de mercurio en tiempos de misioneros
Y tus ojos de humo y tus plegarias como versos
Pero ella, la chica de la que creía estar enamorado, ni siquiera me peló; después de varios plantones mis versitos se fueron deslavando, desaparecieron solitos de las paredes de mi idealizada poesía. ¡Chale! Y con eso vino la verdadera revelación, lo que siempre late en el fondo del dolor y que casi siempre queremos solucionar con alguna otra cosa —como con una gran historia de amor—: una tristeza culera, negra; físicamente me empecé a sentir mal; me dolía el brazo izquierdo y pensaba que me iba a dar un infarto; todo lo que me había tragado esos años en los que quise adaptarme y ser como los demás y trabajar en una oficina se me estaba escapando por los poros en forma de un ácido que ardía, tóxico, como el de una batería. Trash, crok, track: oía cómo se derrumbaban las paredes y el dolor me desbordaba.
“Quien no se ocupa de nacer, se ocupa de morir”, había dicho Bobby en “It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)”.
Volví a escribir. Me lo tomé en serio, me metí a escuelas de escritores, hasta que finalmente me reencontré con Bob Dylan. En una clase, como trabajo final, nos pidieron escribir los tres primeros capítulos de una novela. Luego luego, lo primero que se me vino a la cabeza fue la imagen del protagonista, Omar, un chavo de 19 años obsesionado con Dylan (la edad que yo tenía cuando conocí a Bob), poniéndose los audífonos; al salir de casa de su novia con el corazón roto, le da play a “It’s All Over Now, Baby Blue”, la canción que Bob Dylan grabó el 15 de enero de 1965 en la tercera sesión de su álbum Bring It All Back Home.
Deja atrás las piedras ya pisadas, algo te llama
Olvida a los muertos que has dejado, no te seguirán
El vagabundo que golpea tu puerta
Viste la ropa que antes llevabas
Cuando empecé a escribirla lo primero que descubrí era que estaba lejos de ser un verdadero dylanólogo y que si quería entender a mi personaje tenía que leer mucho más, oír mucho más, investigar mucho más. ¡Y eso es lo más delicioso de sumergirte en el mundo de Bob! Para llegar a él hay que pasar por sus influencias, sus ídolos; recorrer el camino que lleva hasta los gigantes sobre los que él se paró para crear lo que creó; desde el atasque de los sentidos de Baudelaire y Rimbaud, hasta el desquiciado bop de Kerouack y Allen Ginsberg; de los hobos y la América polvosa de Woody Guthrie hasta las grabaciones de campo de Harry Smith y su antología de música folk; de Federico García Lorca a Robert Graves; de Robert Johnson vendiendo su alma al diablo para tocar como nadie a los ojos manchados de sangre de los Mississippi Sheiks; de Dylan Thomas a Fellini. Y así, al infinito: estudiar a Dylan era estudiar a todos sus ídolos, a los maestros musicales y literarios que lo hicieron hacer lo que hizo, y sin los cuales, como él lo dice, no hubiera hecho nada.
Leí 15 biografías y tres biografías ilustradas. Me sumergí en los foros de los hermanos bobcats —término que usamos los fans de Bob para referirnos a nosotros mismos—. Leí libros que él escribió: Tarántula, Crónicas y el libro de poemas sobre fotografías de Hollywood; leí tomos de análisis de letras, compendios críticos literarios, enciclopedias; rastreé todos los cursos y postgrados que se impartían sobre Bob Dylan en diferentes universidades del mundo y, además de un largo etcétera, oí su música a fondo, como nunca antes la había oído.
Descubrí canciones que me habían pasado de largo y que ahora latían como tranvías emocionados:
El tiempo y el amor me han marcado con sus garras…
Pobre diablo, tu hotel es el Palacio de las Tinieblas
(de Love And Theft).
Tropecé con mis pies
Cabalgué dejando atrás la destrucción de las trincheras
Con las suturas frescas bajo un corazón tatuado Curas renegados y brujitas traicioneras Repartían las flores que te había regalado
(Del Street Legal).
Me tardé seis años en esto. En escribir la novela y volverme un bobcat (uno pasable, lejos de ser el más conocedor). En todo este tiempo lo mejor que me dejó Bob fueron la absoluta rabia y las ganas que siempre tiene de ser él mismo; la lucha por transformarse, por cambiar, por traicionar sus ideales, para ser más fiel a sí mismo: como en los sesenta, cuando después de ser el Rey del Folk le dio la espalda a la bola de escuincles blanquitos que lo admiraban, dejó de escribir canciones de protesta, se volvió eléctrico y aguantó los abucheos del público que hubiera querido dejarlo fijo, estático, con su cómoda etiqueta de “defensor de las libertades”; como en los ochenta, cuando renunció a todo eso de ser eléctrico y traicionó ahora a su fans rockeros, cantando durante toda una gira puras canciones cristianas: Bob había encontrado la Luz y quería compartirla con los demás.
El valiente te matará con la espada, el cobarde con un beso
(del Slow Train Coming).
Descubrí que además de las joyas poéticas, de sus versos que queman como humo sobre la orilla de los sueños, lo que más admiraba de Bob era eso: poder usar mi arte para encontrarme a mí mismo, sin darle explicaciones a nadie; traicionando cualquier ideal, cualquier “ismo” al que me pudiera agarrar para sentirme cómodo y aceptado; usar mi escritura para empujarme más allá, para llevarme a un punto donde finalmente tuviera que decirle adiós. Adiós a su influencia. Adiós a su paternidad salvaje.
Usaba las ideas como mapas,
…
Pero entonces yo era más viejo
Y ahora soy mucho más joven
(De My Back Pages).
Y ahora que se acaba de ganar el Nobel y está en boca de todos y algunos indignados lo critican con o sin razón y otros tantos festejamos encantados que este bardo chingón haya vuelto a revolver las entrañas del status quo y haya hecho que señores cultos y estirados se indignen por este premio, igual que lo hicieron cuando dejó el folk, o cuando se volvió cristiano, lo único raro para mí es ver su nombre (el símbolo de lo que representó en mi vida) manoseado por tantos, sin que se imaginen todo lo que esta figura y yo hemos pasado juntos.
Pero bueno, ya se me pasará.
“Dentro de los museos, el infinito va a juicio”, escribió alguna vez Bob en “Vissions Of Johana” del Blonde on Blonde.