Tierra Adentro
Ilustración realizada por Laura Velázquez
Ilustración realizada por Laura Velázquez

Tu n’as rien vu à Hiroshima, rien.

Marguerite Duras, Hiroshima mon amour

Como muchos, llevaba varios meses esperando con expectación la nueva entrega de la brillante carrera de Christopher Nolan, uno de los directores contemporáneos más taquilleros y creador de la saga más relevante (a mi juicio) del Caballero de la Noche. En esta ocasión, Nolan se alejó de los superhéroes, el espacio exterior, y otros planos de la ciencia ficción para adentrarse en uno de los personajes más influyentes en la Historia del siglo xx: el tristemente célebre J Robert Oppenheimer.

Dado que no vi ningún tráiler de la película —había decidido verla prácticamente a ciegas, sin más información que la poca que conocía sobre el Proyecto Manhattan— me adentré en ella con muchas expectativas, curioso por el tratamiento que Nolan le daría a este personaje icónico, pero ciertamente problemático para el discurso estadounidense. Y si bien me parece que Nolan fue sensato en mostrar la crisis política de la Gran Guerra, así como el papel de ciertos personajes —el presidente Eisenhower, el implacable Lewis Strauss—, fue la aparición de un personaje más políticamente modesto lo que llamó mi atención.

Quiero retomar en este texto una parte del diálogo que Oppenheimer sostiene con Albert Einstein en los últimos minutos de la cinta. En la escena, un desaliñado Einstein está caminando en un jardín, alrededor de un estanque. Para este momento, ya hemos visto toda la trama, y sabemos lo que Oppenheimer ha tenido que sobrevivir para llegar hasta ahí. Pero hace falta un epílogo, una resolución para el remordimiento —o la carencia de él— de un hombre que inventó el arma más potente de la Historia hasta hoy:

“Albert, cuando vine contigo con esos cálculos [dice Oppenheimer mientras mira el estanque frente a sí; las pequeñas gotas de la lluvia parecen pequeñas explosiones en la superficie del agua], creímos que iniciaríamos una reacción en cadena que destruiría el mundo… Temo que lo hicimos”.

La película cierra con Oppenheimer mirando en silencio la visión de unos misiles surcando el cielo, como proféticos jinetes de un apocalipsis nuclear que, aunque no se concretó, abrió paso a la Guerra Fría y a muchas tensiones geopolíticas de nuestros días —la Guerra en Irak, la crisis con Corea del Norte, entre otras—.

Más allá de la extraordinaria actuación de Cillian Murphy, y del gesto un poco cínico que tiene hacer dinero con el dolor ajeno —¿De quién es ese chiste que dice que los gringos invadirán tu país y después harán una película millonaria donde cuenten lo tristes que se pusieron cuando invadieron tu país?—, esta última escena me hizo pensar en las palabras que George W. Bush padre dijo en 1991, hablando sobre la disculpa que Estados Unidos le debería a Japón por haber soltado el “Little Boy” el 6 de agosto de 1943, y el Fat Man apenas unos días más tarde: hey let’s forget that, let’s go forward now together. 1

Esta reminiscencia despertó algunas preguntas que ahora comparto: ¿Por qué hacer una película sobre Oppenheimer? ¿Qué importancia tiene haberla estrenado tan cerca de los primeros y únicos bombardeos nucleares en una ciudad habitada? ¿Qué sentido tiene hablar sobre Hiroshima o Nagasaki y sus víctimas casi 80 años después de la bomba? 

En diciembre de 2016, como parte de una visita académica, mis amigos de la maestría en Estudios de Asia y África tomaron el tren bala a Hiroshima. Yo no fui a ese viaje, pues me había quedado varado en el invierno de Nagano, pero recuerdo con claridad la profunda decepción que sentí ante la imposibilidad de conocer una de las dos ciudades japonesas que sintieron en carne viva el poder de la bomba de Oppenheimer.

Pedí, por supuesto, que me mostraran todas las fotografías de aquel viaje: el Monumento de la Paz, el Parque Memorial de la Paz, el santuario de Itsukushima —uno de los sitios más populares: el arco del santuario shintō se yergue sobre la superficie acuática como una herida abierta del pasado atómico—, en cada uno de estos sitios podía sentirse el eco reprimido del dolor; pero, sobre todo, me sorprendía la resiliencia de una ciudad que, a décadas de la catástrofe, ha logrado constituirse como una de las capitales económicas de la región de Chugoku-Shikoku, con una población de alrededor de 1.2 millones y uno de los centros de producción de Mazda más importantes a nivel mundial —el Mazda MX-5, por ejemplo, se construye ahí.

Confieso que mi curiosidad estaba motivada por el morbo de conocer las cenizas de una catástrofe; sin embargo, también me interesaba escuchar la experiencia de mis compañeros, sus impresiones y sus emociones mientras deambulaban por aquella ciudad reconstruida. De aquellas entrevistas informales, alguien me dijo que todo el viaje se sintió muy motivada y contenta, pero al estar frente a los arcos del Parque Memorial súbitamente sintió una congoja inexplicable que no le permitió tomar fotos del lugar.

La primera vez que fui a la Plaza de las Tres Culturas, en 2011, tuve una sensación similar: hay algo de profano en visitar espacios que vieron la tragedia. (¿No vivimos así todos: caminando sobre las cenizas de nuestros muertos?) Un monumento, después de todo, es una cicatriz, y las cicatrices nos recuerdan que el pasado fue real.

Así lo apuntó Marguerite Duras:

L’illusion, c’est bien simple, est tellement parfaite que les touristes pleurent.

On peut toujours se moquer mais que peut faire d’autre un touriste que, justement, pleurer?2

En agosto de 1963, el escritor Ōe Kenzaburō también tomó el tren a Hiroshima. Aquel viaje pretendió hacer un recuento de la tragedia de los sobrevivientes del bombardeo —las víctimas del Little Boy y el Fat Man se calcularon con respecto al estallido inicial, el recuento de los muertos como consecuencia de las quemaduras, las mutaciones, el cáncer y otras secuelas de la radiactividad se deberían buscar hasta muchos años más tarde—.

El testimonio de los llamados 被爆者 [hibakusha, lit. víctima de la bomba atómica], así como los de todos aquellos médicos, voluntarios y trabajadores que reconstruyeron una de las ciudades estratégicas para el crecimiento del imperio japonés, se recopilaron en los llamados Cuadernos de Hiroshima (1965), un viaje sentimental que el joven Ōe realizó en las peores circunstancias posibles, como él mismo narra.

Mi primer hijo agonizaba sin esperanza en una incubadora. Ryōsuke [el editor] acababa de perder a su hija mayor. Un amigo común, al que le atormentaba la idea del fin del mundo por culpa de las armas nucleares, se acababa de suicidar en París. Ryōsuke y yo estábamos profundamente abatidos. A pesar de todo, partimos en pleno verano hacia Hiroshima. Nunca había hecho un viaje tan extenuante, triste y cargado de prolongados silencios como aquél.

Tu n’as rien vu à Hiroshima, rien. La frase que he colocado como epígrafe en este texto habla de este silencio que Ōe anota como una constante durante su viaje. El silencio es, a mi parecer, uno de los elementos que caracteriza a las víctimas, de aquéllos que desearían permanecer dueños de su propia vida y de su propia muerte. Un silencio cargado de dolor, pero también de dignidad, y de otro sentimiento humano que se me escapa, pero que se parece a la piedad y, también, un poco, a la ira. 

La mayoría de los intelectuales y escritores no están de acuerdo con que las víctimas callemos y nos instan a denunciar nuestra tragedia. Detesto a quienes no comprenden nuestro deseo de silencio. Nosotros no podemos conmemorar el 6 de agosto. Lo único que podemos hacer es pasarlo en silencio junto a nuestros muertos. Somos incapaces de participar en los ostentosos preparativos que se realizan para conmemorar esta fecha. Las personas que conocimos de primera mano el horror de la bomba atómica preferimos callar.

El silencio no debe entenderse, por supuesto, como el olvido. El silencio es una forma de protesta y también la única manera de expresar lo que no tiene nombre. En el primer cuento de El favor de la sirena, de Denis Johnson, uno de los personajes nos revela que la cosa más silenciosa que ha oído nunca fue la mina que le arrancó la pierna en Afganistán. Lo que de verdad nos liquida se parece mucho a ese silencio que precede un estallido. El instante en que la Tierra misma contiene la respiración.

En 1994 Ōe reunió y prologó The crazy iris: and other stories of the atomic aftermath, una serie de cuentos que hablan sobre el horror de los bombardeos. Se trata de un testimonio bastante complejo, me parece, de la experiencia de la bomba, antes, durante y después de los bombardeos. Algunos de los autores recopilados estuvieron en Hiroshima o Nagasaki durante la explosión, algunos, como Tamiki Hara, sobrevivirían muchos años más. De su cuento, “Flores de verano”, rescato el siguiente fragmento, narrado apenas unos instantes después de la explosión.

Lo que vi parecía salido de la peor de las pesadillas. Desde el primer momento, nada más recibir el impacto de la explosión en la cabeza y de que todo se sumiera en las tinieblas, fui consciente de que no había muerto. Después, pensando en la catástrofe que esto suponía, me enfurecí. Grité; mi voz resonó en mis oídos como si perteneciera a otra persona. Cuando la situación a mi alrededor comenzó a aclararse, me sentí como si me encontrara en medio del escenario en plena representación de una tragedia, o actuando en alguna película como las que solía contemplar en el cine. Más allá de la espesa nube de polvo pude vislumbrar pequeños claros azules, que poco después empezaron a multiplicarse. La luz comenzó a filtrarse por las rendijas de los muros derruidos. La claridad emanaba de lugares inverosímiles.

“Destrucción mutua garantizada”, tal fue la denominación que el matemático John von Neumann empleó para referirse al conflicto atómico entre dos naciones. La frase, que marcó el inicio de la Guerra Fría, se volvió un referente luego del conflicto de los misiles en Cuba, y otorgaría una endeble tranquilidad para los países involucrados en el conflicto. Pero es difícil confiar en la paz que nace de la amenaza. Como ocurriera con el amigo que Ōe menciona en sus cuadernos, Tamiki Hara se suicidó en 1951, en las vísperas de la Guerra coreana, y tras los rumores de que aquél habría de convertirse en un conflicto nuclear. Para Hara, que había presenciado la devastación, el futuro planteado por la Guerra Fría no podía ser más alentador que aquel que, al menos en la película de Nolan, inundó los sueños lúcidos de Oppenheimer luego de completar su proyecto. Y luego del estallido, asevera Denis Johnson, el silencio.

Silencios semejantes presencié yo mismo en Yasukuni, el inmenso santuario shintō donde se cree que descansan los espíritus de los héroes de Japón. Construido en 1869 bajo el imperio de Mutsuhito, Yasukuni alberga las almas de casi dos millones y medio de guerreros. Se ha vuelto un sitio profundamente controversial, pues entre todos aquellos héroes que dieron su vida por el imperio del sol, hay algunos que fueron reconocidos como criminales de guerra. El hecho de que en Japón se les venere como espíritus sagrados es, sin duda, un tópico bastante problemático para algunos países vecinos de Japón.

Durante años, los líderes japoneses han sido muy cuidadosos de acudir al santuario, pues esto podría interpretarse como un acto de poca sensibilidad hacia las víctimas chinas o coreanas que sufrieron en manos de los soldados japoneses durante la invasión. Esta forma de prudencia se mantuvo hasta 2013, cuando el controversial Shinzō Abe acudió para mostrar sus respetos a los espíritus de los guerreros muertos antes de presentar su renuncia. Abe, muy a lo Bush, tampoco se disculpó por los actos atroces que Japón cometió contra sus países vecinos durante la guerra.  

Recuerdo que al final del recorrido por el museo interior —donde se puede observar centenares de fotografías de estos oficiales y militares— visité la tienda de regalos. En ese sitio revisé un libro de Historia de la Segunda Guerra Mundial escrito, por supuesto, desde el punto de vista del país asiático.

Como mi escaso conocimiento del idioma me impidió leerlo en su totalidad, me dediqué a mirar las fotografías y, por supuesto, me detuve especialmente en la famosa fotografía del hongo atómico. Visto así, desde la distancia de la tinta, a veces me ha dado por pensar que aquel hongo tiene algo de bello. Una belleza cruel e implacable, como la de ciertos monstruos mitológicos. 

En el año 2016, el presidente Barack Obama también visitó Hiroshima. Sobre su visita, Donald Trump —su polémico sucesor— mencionaría que “estaba bien, pero siempre y cuando no pidiera disculpas”. Ese mismo año, la activista antinuclear Setsuko Thurlow declaró públicamente que los hibakusha merecían una disculpa por parte de los Estados Unidos. Esto no ocurrió con Obama, ni con Trump, ni ocurrirá con Biden, como él mismo declaró el pasado mes de febrero.

Yo, que nunca fui a Hiroshima, pienso en esta reticencia mientras veo el rostro desencajado de Oppenheimer, y me preguntó si acaso Nolan pretendía sugerir, si no una disculpa, al menos el arrepentimiento del padre indirecto de estos bombardeos: “Now I am become Death, the destroyer of worlds”3, diría el físico luego de presenciar la detonación de la bomba japonesa, línea que citó del diálogo entre Arjuna y Krishna, en el Bhagavad Gita.

Se calcula que la cifra total de víctimas en Hiroshima y Nagasaki es de alrededor de 110 000. Algunos datos, las estiman por encima de las 200 000. Quizás no sea un número impresionante para un habitante de una gran urbe donde viven millones; pero para mí, que vivo en Tlayolan —una población donde hay, a este día, alrededor de 110 mil habitantes—, cada cero es descomunal. Me resulta obsceno e imposible imaginar todas las vidas de mis vecinos esfumadas en un solo resplandor. 

¿Por qué hablar de Hiroshima a casi ocho décadas de los bombardeos? Quizás la respuesta recaiga, precisamente, en la disculpa nunca dicha. Quizás ninguna clase de inhumanidad debería convertirse, con el tiempo, en humana, ni la masacre en Historia, ni el silencio en olvido. Y a ocho décadas de distancia, la memoria de Hiroshima se mantiene viva, porque recordar es, como sugiere Duras en su famoso guion, nuestro último acto para salvar la dignidad. “De même que dans l’amour cette illusion existe, cette illusion de pouvoir ne jamais oublier, de même j’ai eu l’illusion devant Hiroshima que jamais je n’oublierai. De même que dans l’amour4

  1. Oigan, olvidemos eso, mejor avancemos juntos ahora.
  2. La ilusión, sencillamente, es tan perfecta que los turistas lloran. / Puede que nos cause gracia, pero qué más puede hacer un turista que, precisamente, llorar.
  3. Ahora me vuelvo la Muerte, el destructor de mundos.
  4. Así como en el amor existe esta ilusión, esta ilusión de no poder olvidar nunca, así yo tuve la ilusión antes de Hiroshima de que nunca olvidaría. Al igual que en el amor.

Autores
(Zapotlán el Grande, México, 1988) es narrador, artista y profesor de literatura. Actualmente estudia el Doctorado en Humanidades de la Universidad de Guadalajara. Es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara e Ingeniero Ambiental por el Instituto Tecnológico de Ciudad Guzmán, además de maestro en Estudios de Asia y África por El Colegio de México. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico en Jalisco en la categoría Jóvenes Creadores en 2006 y 2019 y becario del FONCA en la categoría Jóvenes Creadores en 2021. Ganador del Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela, en 2016, del Premio Nacional de Cuento Joven Comala, en 2018, del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay y el Premio Nacional de Cuento José Alvarado, en 2020, y del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, en 2021. Ha publicado los libros de cuentos El espectador (2013), Me negarás tres veces (2017), La noche sin nombre (2018), Padres sin hijos (2021) y el libro de crónicas Los niños del agua (2021).