Tierra Adentro

 

Para Leo
 

Todo era pedregoso
en mi Volkswagen sedan del 96,
todo era cálculo fino,
negociación y mutuo entendimiento:
mi vocho, un glóbulo
en las venas obstruidas de la ciudad,
insecto colindante con la máquina,
incómodo como ataúd, carroza sin lo fúnebre;
en esa cápsula de ruido blanco
parecían mitigarse las dolencias
confundidas en su estertor y a veces
lo trabajoso del mecanismo
me hacía pensar en algo rupestre,
en la dicha de inventar
herramientas al cobijo de una cueva.

No había decisiones precipitadas
ni volantazo dramático
en mi vocho blanco
(las vueltas en U se daban siempre
en dos pasos);
todo era más curvo,
al alcance de la vista,
a la medida de mis brazos
y la competencia en las vías rápidas
era tan impensable
que pronto olvidaba
la existencia de los otros:
había algo de día de campo
a bordo de mi vocho blanco.

A veces pienso en mi vocho
cuando pienso en todas las cosas
que no se salen de control,
las que tienen todavía la medida de la infancia.

Tuve que venderlo:
no se pudo hacer más por sus achaques
y su ciudad imaginaria,
anacrónica:
cuando veo otro vocho en el Periférico
me pregunto qué habrá sido del mío
y le deseo una segunda vida,
fragmentado entre los sobrevivientes
de su especie en extinción.

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