Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

Mauricio Molina, a su memoria

 

Hora pactada en las sombras.

 

Hay alcohol, delicias a la mesa, manos como áspid,

polvo, pólvora.

Hay armas como para dotar a una legión.

Hay euforia propia de coliseo romano:

no el dedo pulgar: es el índice compulsivo el que alardea.

 

La creación del armero ruso Mijaíl Kaláshnicov se desplaza

como torpedo de submarino alemán en el Atlántico norte.

 

Avtomat Kalashnikova (AK47),

 

el fusil más fabricado de la historia.

Dominará el mercado de las armas cincuenta años.

Las copias chinas durarán un siglo, y el fusil cubierto de oro

y troquelado en una sola pieza levitará en la eternidad.

Hoy está emplazado en los cuatro puntos cardinales,

trepidante,

fragoroso.

Venció en la guerra de Vietnam, y llegó con la caída del Muro de Berlín.

Es el estandarte de quien carece de entrenamiento militar,

pero tiene vocación de mercenario.

 

No es fuego sagrado: son flamas rojas y azules,

miríada de ojivas cuya errancia lastima.

 

Se teje en el aire un tapiz de plomo y cobre,

materia nacida en el vientre de la tierra o las montañas

que en su sueño mineral no vislumbró llegar a las alturas.

 

Con miles de ojivas en el cielo bajo,

qué tan probable es que haya una colisión;

tal vez menos probable que una bala perdida acierte en tierra.

 

Mijaíl Kaláshnikov recibía telegramas por su cumpleaños.

Comandantes de ejércitos rebeldes lo felicitaban.

Decían que su creación era emblema de libertad.

En Moscú hay una estatua suya rafagueada por las aves.

 

El cañón del AK47 se vuelve de color ceniza.

Gatillo: gallito: en los dedos índices del tirador, que aúlla,

palpita una quemadura de primer grado.

El cielo es el fondo de este paredón de fusilamiento formado contra nadie,

o contra la frente de los habitantes.

 

El R15 escolta al AK47 a la hora de acribillar enemigos —aun amigos,

aun familia, aun amantes— bajo los cuarenta grados Celsius.

 

El M60 excede el poder de fuego del AK47 y del R15,

y en el pavoroso desconcierto ostenta la voz de mando.

A nadie le importan las trayectorias balísticas

ni las consecuencias de disparar a ciegas,

y los tiradores francos —no francotiradores— apuntan a la bóveda celeste.

Son hombres jóvenes con el anillo de la calavera en, oh, el dedo cordial.

Sus uñas huelen a azufre.

Ah, sufre.

 

La andanada de las automáticas calibre .45 de míster Colt,

la .9 milímetros de quince tiros de míster Browning

(el hijo de mormón que revolucionó el cargador del arma automática

y triunfó en el frente europeo),

la .9 nuevecita del armero medieval Pietro Beretta

y la .9 milímetros de los socios Smith and Wesson son olas tímidas

al pie de la escollera frente al maremágnum de los rifles de asalto.

 

Si fuera verano, esto sería un ciclón:

no hay viento esta ardiente noche de diciembre:

hay ráfagas huracanadas, relámpagos, truenos,

trombas que arremeten desde tierra,

plata y plomo silbando, elementos siniestros del ritual de la barbarie.

 

Una práctica de tiro es una lluvia rala

frente a este chubasco fulminante.

 

La centella certera de Zeus explota,

el tridente de Poseidón se clava en las entrañas,

Pluto ríe, obsceno, y dobla la apuesta sobre la mesa,

la mano virtuosa de Hefesto golpea el yunque,

el tufo fétido de Hades lame la ciudad,

y Afrodita camina en zapatillas a su lado,

y roza con gracia el cuerpo de las hembras.

 

El metal, serpiente serenada, sisea;

la fricción alienta el movimiento.

 

La pistola automática abre las fauces,

simula los maxilares de la muerte,

y es recargada, y vacía sus entrañas rencorosas.

Su mecanismo está aceitado con hiel.

 

Soy kamikaze frustrado, cronista de la cólera, del furor turbio.

Me asomo a ver el cielo con falsa devoción de astrónomo maya.

No hay la blancura de las garzas y no trompetean los patos mandarines.

Orión apunta con paciencia cósmica su arco a un blanco en la galaxia

(cuando el cazador eterno suelte la flecha tal vez atine a un hoyo negro)

y un avión de pasajeros planea sobre la Sierra Madre.

¿Habrá fiesta a bordo, alguien verá los fogonazos desde el cielo,

el capitán percibirá el acoso de las baterías antiaéreas?

 

Soy vecino de El Mirador, de donde emergen

fuegos fatuos,

fuego a discreción,

 

fuego en los caminos donde Nuño Beltrán de Guzmán cortó en dos

[el aire con su espada,

brasas en la ciudad cuyo santo patrono es san Miguel Arcángel,

lengüetazos de infierno en la misión que patrullaron los Soldados de Jesucristo,

hierro y cromo en el delta generoso cuyo emblema es la imagen de Coltzin (Colt, Sin.),

[“el dios Torcido”,

chispazos en la ciudad que en manos de Nerón es Roma por una noche.

 

Saltan casquillos, lascas, y esquirlas

se incrustan en el techo de casa,

ojivas cuya fuerza cinegética

las hace fragmentarse en el vacío.

 

Oigo los clarines que alientan el zafarrancho de combate,

notas guerreras que trazan mensajes escritos con sangre.

 

Intensas detonaciones contrapuntean al unísono

desde múltiples puntos de la ciudad.

 

¿Cuántas mujeres estarán haciendo fuego,

estropeando sus uñas acrílicas?

 

Responden los arcabuces y culebrinas de Nuño,

las macanas de ébano de los vencidos,

las hachas de canto rodado que parten el cráneo,

los fusiles Minié de los ejércitos de Napoleón tercero;

 

el Mauser, la carabina 30-30, el revólver de la Revolución

y la Colt .45 modelo 1900 imperan esta medianoche babilónica

en que hay una paranoia de calibres:

.9 milímetros, .40, .45, .357 magnum, magnum .44, 5.7 X 28;

.38 y .380 no: es el calibre tibio de la ley, el fuego amigo.

 

No hay pausa.

 

El rugido de Pan es, como ciertas balas, expansivo. Pavoroso.

 

Solo el estrépito silencia al estrépito,

y el estampido,

la delirante estampida es acallada

por el cañón de un fusil Barret calibre .50

disparado contra un Black Hawk imaginario.

 

Quizás un cazador desempaña la mira telescópica de su high power rifle

o hace rezongar su escopeta calibre .12.

Tal vez un par de escoltas renegados,

contagiados por la sinfonía siniestra,

tumba el doble seguro de una Glock,

el arma que no figura en el arsenal de los mercenarios;

su ligereza no puede desfigurar el rostro de un levantado.

 

Quizás un veterano de la revuelta agraria acaricia nostálgico

su escuadra .38 súper, plagada de muescas.

Tal vez sea el asesino de mi abuelo y mi tío abuelo,

o el ejecutor por la espalda del bisabuelo de mi hijo.

¿Habrá firmado un armisticio en su conciencia?

 

Las armas braman —en brama.

 

Cacofonía del odio,

polvo y pólvora rabiosa.

 

Es un combate camuflado,

un ataque intimidante sin destinatario aparente.

 

Es la liturgia de los místicos multi tonantes,

de los hacedores de la mortaja de lumbre que nos arropa.

 

Girándula ingenua: los chicos disputan el primer plano sonoro.

 

Las bielas de un motor gigantesco,

desquiciado,

persisten.

Las descargas ubicuas se apropian del espacio,

no hay blindaje que las frene,

y el marco de la ventana tiembla,

 

y los fabricantes de armas chocan sus copas.

 

Sigue la tormenta en seco, la granizada candente,

el remoto tam-tam de nuestros antepasados,

la orgía de las balas que haría reír a Rodolfo Fierro,

el tema sobre el que Martín Luis Guzmán habría escrito una crónica a cuatro,

ocho, doce manos de falanges tan rápidas como el pulso sereno

de un inspirado Billy the Kid.

 

Los tiradores evitan entramparse,

señalan con el índice flamígero un punto impreciso,

y tras la acústica perversa no hay ningún tímpano roto,

excepto tal vez una o varias vidas segadas.

 

El salvaje oeste es utilería,

la guerra del Golfo es música de escena,

la guerrilla es fachada de estudio de Hollywood.

 

Entro a casa, confiado en que los dardos envenenados esquiven el destino.

“El que duerme bajo una ventana se enferma”, dice un proverbio chino.

Hagamos nuestra, por aceradas razones, esa sabiduría.

 

Adviene el año, forjado a hierro rojo, a roncos martillazos.

 

Más tarde sabré de la tragedia.

 

Más tarde veré mi sombra amedrentada por las calles

(no al amanecer: aún es tierra de nadie).

Encontraré cartuchos, vainas, esquirlas,

huesos ríspidos que refutan a la ceniza.

Llenaré una bolsa ziploc con astillas de las pezuñas del demonio.

Seré como el coleccionista que guarda metralla de la segunda guerra mundial,

ciudadano pacífico y de primer mundo que ama las armas

y que, por tedio, con sus amigos monta a cielo abierto

réplicas de batallas históricas, vestidos con uniformes originales

y armados con rifles Garand y Lee-Enfield

que disparan municiones de salva que manchan de rojo.

Seré como aquel taxista que con una caja de zapatos

salía a juntar casquillos y, con suerte, dólares,

y daba un rodeo por los charcos de sangre;

ese era, de niño, su paseo dominical por Tierra Blanca en los años setenta.

 

La llamarada horrísona,

omnipresente,

lame la luz del alba.

 

Y a mediodía aún habrá proyectiles dispersos

(¿hay algunos que no lo sean?)

y apenas cesará la insana algarabía.

 

*

Desea, me alentaste.

Con intensidad.

Que no haya sombras en tu velada.

 

¿Hay motivos para brindar?, dije.

 

Había belleza en tu silencio,

transparencia en tu mirada.

 

Ese silencio, tocado de claridad, fue mi deseo.

 

 

Culiacán, 24 de enero/ CDMX, 1 de mayo de 2018


Autores
Juan Esmerio Navarro [González] es un narrador, poeta y editor mexicano. Estudió Economía Política y Letras, y tomó cursos de edición de libros y revistas. Autor de ocho libros, obra suya forma parte de tres antologías nacionales y estatales. Fue jefe de Publicaciones del Instituto Sinaloense de Cultura ISIC y becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes FONCA 1989 en el Programa Jóvenes Creadores género poesía. Obtuvo el Premio de Cuento Colegio de Bachilleres del Estado de Sinaloa COBAES 2007. Actualmente se desempeña como subdirector de Publicaciones y Documentación en la Coordinación Nacional de Literatura CNL del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura INBAL

Ilustrador
Mildreth Reyes
(Martínez de la Torre, 1999) Estudió la Licenciatura en Arte y Diseño en la Escuela Nacional de Estudios Superiores, UNAM campus Morelia. Dicha formación le ha permitido reflexionar sobre distintos aspectos de la comunicación visual. Ilustra y escribe para anclar vivencias, pensamientos y convicciones a su mente, tenerlas presentes en su propio proceso y guardarlas a través de la forma.