Una nota para Sylvia
Parece imposible, las señales siempre están presentes, tan minúsculas para contemplarse y, sin embargo, dan cuenta de la forma en la que terminaremos este camino.
Cada mañana, al calentar la tetera y observar por la ventana cómo el alba anuncia otro día, entre respiraciones y sonidos marinos, resucitamos, programadxs con las mismas instrucciones, las mismas quejas, los quehaceres infinitos.
A veces, algunas chispas dan cuenta de nuestra resurrección, por la noche hemos cambiado hasta de piel, las escamas microscópicas sostienen alguno brillo en la mortaja, todavía invadida por el almizcle y las notas ambarinas de la leche de los sueños; nuestras huellas plasman la travesía de aquella vida interior suspendida siempre en el corto lapso, en el que se crea el sueño profundo; naufragamos entre los recuerdos y las vidas que no conocemos de manera plena, pero cuyas travesías exploramos, y cada viaje hacia el fondo del mar cuenta como un simulacro de lo que seremos.
Una mañana, del choque del agua en las frías costas de Massachusetts del 27 de octubre de 1932, un cuerpecito emergió de las profundidades para dialogar de manera suspendida con aquellas imágenes acuosas que perseguirían por siempre a Sylvia Plath.
Cada nota que se ha escrito sobre la autora de la novela La campana de cristal (1963), comienza dialogando con la sombra que, a pesar de las décadas, no termina por diluirse: la decisión de terminar con su vida, los detalles que en cada relato se perfeccionan al punto de construir una imagen cuya atención se centra en la escena final, como si su cuerpo solamente existiera en el instante, en el que decidió ahogarse con el calor del hogar, de manera que no pudiera resistirse al impulso de regresar al fondo marino y reposar ante la contemplación del ocaso.
Al haber vivido en esta época en la que cada minuto somos parte de nuestra extinción y al sobreexponernos continuamente ante la mirada sofocante y desconocida de las diversas redes sociales, la vida de Sylvia es una y otra vez penetrada, hasta el punto de sacarla de contexto.
La mirada pública posa su foco ante aquel retrato inusual dentro de la estética de lo maternal; en continuos balbuceos, la madeja se va alargando para encontrar una pista, algún dato, una carta, los diarios, las entrevistas de aquellas personas que la vieron días antes; los odios y complicidades con quienes tejió su historia antes del mito, algo que suspenda su voluntad.
Que nadie ose de terminar por sus propias razones con la vida, mucho menos siendo madre de niños. Por ello tenemos, miles de ojos carcomiendo cada año la misma historia, sin haberla leído siquiera: se le juzga, se le ama, se le revictimiza, como una decisión pueril, dejando de lado su voluntad, su pasión, su deseo.
Respiración artificial
El lugar común de las vidas que por distintas razones nos llenan de curiosidad se instala mediante la escritura de biografías. La no ficción ha resultado ser un género que siempre desata controversias, pero que sin duda, es no solamente una ganancia segura, sino también una forma de traer al presente aquella fantasmagoría que ha quedado varada en el lapso de la historia.
Virginia Woolf, quien de muchas formas estuvo ligada a Sylvia, advertía que quizá la tarea del biógrafo deba tomarse con mayor seriedad, incluso ante las libertades —poéticas o de la imaginación— que hayan decidido tomarse junto a las constantes negociaciones o, incluso, la edición, la verificación de los hechos o los fragmentos con los que se haya decidido acompañar al gran relato, al proceso de aquella escritura siempre en peligro de avivar o extinguir un legado, un brillo o sombra, como lo argumenta:
Al contarnos los hechos verdaderos, al separar lo pequeño de lo grande y dar forma al todo para que podamos percibir la silueta, el biógrafo hace más para estimular la imaginación que cualquier poeta o novelista, con excepción de los más grandes. Porque pocos poetas y novelistas son capaces de ese alto grado de tensión que estriba en darnos la realidad. Pero casi cualquier biógrafo, si respeta los hechos, puede darnos mucho más que otro hecho para agregar a nuestra colección. Puede darnos el hecho creativo; el hecho que sugiere y engendra. De esto también hay pruebas ciertas. Porque cuán a menudo, cuando leemos y dejamos a un costado una biografía, alguna escena continúa brillando, alguna figura pervive en las profundidades de la mente y hace que, cuando leemos un poema o una novela, sintamos un sobresalto de reconocimiento, como recordáramos algo que ya conocíamos (Woolf, 2012).
En cada página se posa una mota de polvo, algún fragmento de lo que sabremos décadas después fue la vida de quién logró desnudarnos con el pasar de las páginas, como si cada poema, cada ficción o ensayo desdoblaran mediante la voz literaria aquella presencia a la que reconocemos pasados los años; desde aquella primera vez, de aquel primer encuentro en donde nuestra imaginación de cara a la poética hizo el resto.
No hay nada más íntimo que la lectura. Solamente nosotrxs reconocemos la asfixia ante la ausencia del padre, la tristeza de saberse incompleta, la risa chispeante al regresar de la mano de la autora a aquella adolescencia plagada de promesas, esa voz nos pertenece, tanto como los recuerdos del mimo materno, del olor de nuestra leche al amamantar a nuestra progenie, la humedad de los besos en zonas nada exploradas por las prácticas heteronormadas, las veces que hemos regresado al mismo poema para traer a nuestro lado aquella sombra tibia que se ha adelantado al naufragio.
De pronto, una biografía sale, alguien se ha dado a la tarea de recoger durante años toda clase de pedacería, colecciones completas de notas, de hablar con quienes compartieron el salón de clases, la calle, las copas de madrugada, los besos; como si al morir se les diera el permiso de hurgar en nuestras cavidades, en los cajones y cuadernos: ¿acaso no hay derecho a los secretos?
Pero como lo admite una de sus biógrafas, Janet Malcom, con su célebre metabiografía, La mujer en silencio (2017), un trabajo arqueológico y sumamente pulido sobre los hechos, así como sobre las demás biografías y testimonios de quienes rodearon a Victoria Lucas —seudónimo con el que firmó La campana de cristal—: “una persona que muere a los treinta años en pleno desconcierto de una separación, permanece fija para siempre en ese desconcierto”.
Si la muerte es un lugar común —siempre lo ha sido—, cómo dejar pasar la oportunidad de atestiguar mediante terceros aquel cierre de página, y sobre todo cuando en realidad ya nada importa, sólo lo que se ha dejado entre papeles y, quizás, la memoria de aquellxs con quienes compartimos la cama, el café, el ADN. Al final los muertos no pueden defenderse, son los restos que se vuelven la piedra bezoar, la corporalidad resultante, la inmanencia de aquello que no atestiguamos.
En ese sentido, las biografías resultantes de la vida de Plath, incluida la de Anne Stevenson, Bitter Fame: A life of Sylvia Plath (1998), permiten no solamente darle oxígeno a quien ha dejado a sus niños en otra habitación, sino comprender en buena medida el significado de ser una escritora durante la Guerra Fría, en medio de la doble moral tan auténtica de la cultura norteamericana.
Cada testimonio, en conjunto con sus cartas y el cúmulo de su obra, construyen el paisaje sobre el que Sylvia deambuló de Massachusetts a Nueva York y de ahí a Londres.
Esa especie de educación sentimental, en la que todo estaba permitido menos el efecto de entropía que produce el deseo entre lxs cuerpos, el cual funciona como brújula para comprender la poética, así como las necesidades y obsesiones de Sylvia, pero también las de quienes compartieron su época, como la propia Anne Sexton —amiga y colega con quien compartió cocteles, lecturas y el deseo de respirar bajo el agua para siempre—, Susan Sontag, Diane Di Prima, Joanne Kyger, entre muchas otras escritoras que experimentaron ante los atavismos culturales —producto del coctel protestante, el petróleo, el azúcar y la religión, mezclados con el trabajo—, así como el placer de orientar sus deseos desde su cuerpo y el precio, con el eterno diagnóstico de depresiones, desórdenes mentales y episodios maníaco depresivos, como lo comenta Malcom:
La historia de su vida —como ya han contado las cinco biografías e innumerables artículos y estudios críticos— es una historia representativa de las dos caras de los temerosos años cincuenta. Plath encarna de un modo vivo, casi emblemático, el carácter esquizoide del período. Ella es el yo dividido por excelencia. El tenso surrealismo de los últimos poemas y el apagado realismo de su vida, propio de un libro para chicas (según la presentan los biógrafos de Plath y los propios escritos autobiográficos de ésta), son grotescamente incompatibles (Malcom, 2017).
Vale la pena, en medio de las voces y los tanques de oxígeno que cada biografía dota a Sylvia, cuestionarnos abiertamente sobre el contexto y las dificultades para ser una artista y para reconocerse como tal; por supuesto, en términos textuales, los quebrantos para crear una obra poco tienen que ver con ésta —al final ella es la que habla entre susurros y gritos al viento—; sin embargo, es justo decir que las dudas sobre el talento, la inteligencia —sin duda la independencia económica y corporal—, sometieron a quienes vivieron esta época a un estado de tristeza y soledad, como lo observa Joanna Russ, quien también compartió este período, así como las diversas etiquetas y fronteras para que emergiera su obra:
Una forma especialmente trágica de desmoralización tiene lugar cuando el mandato de no-ser-creadora no solo mina el tiempo, la energía y la autoestima, sino que introduce de un modo tan intenso en las expectativas que una mujer tiene sobre sí misma que llega a constituir una quiebra tremenda de su identidad (Russ, 1983)
Así, la mirada debiera centrarse en las condiciones en las que Sylvia pudo producir su obra, en su valor literario, en la potencia de su voz. Reconocerla desde ella misma produce el efecto de reconocernos desde nuestro propio naufragio y sabernos no a salvo, sino en la plena libertad de conducir nuestra respiración hacia la dirección deseada, saborear el tiempo que deseemos hacerlo, sabernos capitanas del barco y reconocer la propia felicidad en la creación, como lo indica Plath en el ensayo publicado en 1962, Ocean 1212-W:
La respiración es lo primero. Algo respira ¿Mi propia respiración? ¿La respiración de mi madre? No, es otra cosa, algo más grande, más lejano, más grave, más cansado. Así que floto un rato tras mis párpados cerrados; soy una pequeña capitana de barco, saboreo el tiempo del día: arietes en el rompeolas, espuma de metralla sobre valientes geranios de mi madre, o el ssh-ssh adormecedor de una marisma inundada y resplandeciente; la marisma da vueltas perezosas a la arenilla de cuarzo del borde, amablemente, una señora que repasa las joyas. A lo mejor había un silbido de lluvia en la ventana, a lo mejor el viento estaba suspirando y probando los chirridos de la casa como teclas. Yo no me dejaba engañar. El pulso maternal del mar se reía de esas falsificaciones. Como una mujer profunda, escondía mucho; tenía muchas caras, muchos velos delicados, terribles. […] Muchas veces me pregunto qué habría pasado si hubiese conseguido traspasar ese espejo ¿Habrían actuado mis branquias infantiles, la sal de mi sangre? Durante mucho tiempo no creí ni en dios ni en Papá Noel, sino en las sirenas. Me parecían tan lógicas y posibles como la rama quebradiza de un caballito de mar en el acuario del Zoo, o las rayas atrapadas en las cañas de los pescadores domingueros que decían obscenidades, rayas con formas de fundas de almohada vieja, con labios de mujer carnosos y tímidos. Y recuerdo a mi madre, también chica de mar, leyéndonos a mí y a mi hermano —que llegó más tarde— el Tritón abandonado de Mathew Arnold […] Ví que tenía la carne de gallina. No sabía por qué. No tenía frío ¿Había pasado un fantasma? No, era la poesía. Una chispa saltó de Arnold y me estremeció, como un escalofrío. Tenía ganas de llorar; me sentía muy rara. Había descubierto una forma de ser feliz (Plath, 2017).
Seis décadas después, la sensación permanece intacta, es la poesía que, como el mar, al hacer contacto con nuestra piel nos lleva al centro de todo, al principio y final de nuestra voz, la misma que promete atravesar a generaciones.
Lady Lazarus
Me gusta pensarla joven, siempre lo será, su voz tiene la nota resplandeciente de la juventud, quizá a punto de chocar, pero todavía con interrogantes, con la capacidad de extrañar al grado de la nostalgia. Sabemos que resucitó y nunca se mantuvo ajena a los diagnósticos sobre su depresión, a su búsqueda incluso desde el quebranto.
Quien ha padecido alguna enfermedad sabe la libertad que genera el diagnóstico, en parte por saber de manera certera lo que le ocurre a nuestras cuerpas, en parte por comenzar a convivir con esa otra corporalidad, como lo admite Anne Boyer en Desmorir: “como los pájaros que han sido liberados de contenido de su vuelo y como el té liberado, una persona que recibe un diagnóstico se ve liberada de los que una vez pensó que era”. Es seguir de cerca la forma en que Woolf observaba a las enfermedades, incluyendo la mental, como una forma de belleza, la manera en que el cuerpo visibiliza aquellos secretos, dolores, almizcles profundos. En general su producción poética y prosa la llevó a una carrera sólida en la que obtuvo distinciones como el premio Glascok, la beca Fullbright con la que iría a estudiar a Cambridge, y de forma póstuma, en 1982, el Premio Pulitzer de poesía. Y, de nuevo, la sonrisa, tal como lo escribió en Lady Lazarus:
Este aliento agrio
se esfumará un día.
Pronto, pronto la carne
que el sombrío sepulcro se comió
estará en mí como en su casa
y seré una mujer sonriente.
Solo tengo treinta años.
Y, como el gato, siete ocasiones para morir.
No hace falta advertir el papel que ocupó su viudo, porque igualmente cada retrato que Sylvia ofreció de su vida en común con Hughes nos hace mirar el resto de la imagen, más allá incluso de las notas cuya cabeza podría ser parte de cualquier tabloide o hilo de twitter, lejos de los celos o las rabietas, y centrarnos más en la respiración que ocasionó la voz poética como ocurre en “Ouija”, título que nos lleva a la conversación póstuma entre Ted y Sylvia, un poeta sombrío que mantuvo en secreto su cáncer terminal y que se despide con Cartas de cumpleaños (2013), del que se extrae su propia versión de “Ouija”:
Te negaste a seguir con la Ouija. Nada
de lo que se me ocurría explicaba tu impresión y tu llanto. Tal vez,
simplemente, habías cazado un susurro que se me escapó,
antes de que nuestro vaso se moviera, una débil y quieta voz:
<<Vendrá la fama. Especialmente para ti.
La fama no puede evitarse. Y cuando llegue
la habrás pagado con tu felicidad,
con tu marido y tu propia vida>>.
Hughes siguió hablando con ella, eligió no el recuerdo vivo, sino los fantasmas, la Ouija sostuvo su conversación hasta el momento en que se dejó llevar por el gas tóxico del cáncer en 1998, un día después del cumpleaños de Sylvia. Cada 11 de febrero, Plath vuelve, traspasa las siete vidas. Sylvia reencarna cada año: Lady Lazarus nos mirará por siempre desde su juventud. Su sonrisa es infinita.