Una mujer solitaria
¿Qué hay al otro lado de la soledad? En este cuento, Atenea Cruz narra la historia de una mujer que, en medio de su nada extraordinaria rutina, encuentra un misterio que dislocará su experiencia cotidiana por completo.
Llamó al trabajo y dijo una mentira para faltar ese día. No fue difícil que le creyeran: era una empleada con historial impecable, reconocida por una puntualidad tan exagerada que irritaba a sus colegas. A Margarita le tenían sin cuidado las miradas de desagrado cada vez que se colgaba su retrato en aquella pared tapizada de fotos suyas con la leyenda «Empleado del mes»: el rostro serio, la cabeza erguida, ni un cabello fuera de su lugar; tal y como debe posarse ante la cámara. Tampoco le incomodaban los cuchicheos a la hora del almuerzo, las espaldas siempre volteadas hacia ella; ya en el colegio había tenido tiempo de sobra para practicar el fino arte de la indiferencia. Su trabajo era su vida, no tanto porque tuviera un alto cargo (a final de cuentas, no era más que una simple contadora), sino porque su dedicación y compromiso la habían vuelto una pieza indispensable en el engranaje perfecto de Tuercas y Tornillos Rodríguez, S. A.
Era una mujer de placeres simples: lo único que le causaba más satisfacción que escuchar a su patrón reiterarle que el día que ella se retirara la empresa iba a venirse abajo, era regresar por la noche a su departamento y tomar un té de azahar sentada a la mesa. Desde el octavo piso donde vivía bastaba mirar por la ventana para tener una panorámica privilegiada de la ciudad: decenas de edificios grises, idénticos al suyo; el asfalto por el que circulaban apresurados automóviles, los peatones como una hilera de las hormigas rojas a las que era alérgica. Todo era una entelequia, un universo que gustaba de contemplar como desde un telescopio.
Su departamento era más bien pequeño: una recámara, la sala-comedor, un pasillo que a duras penas podía llamarse cocina y el baño. Sin embargo, algunas tardes las paredes parecían contraerse, como si el exterior intentara derruirlas; en esos momentos Margarita experimentaba una opresión idéntica a cuando Boris, su gato, se acostaba sobre su pecho y le provoca pesadillas. Pero, en general, el departamento era el lugar en el cual se sentía más cómoda: un espacio armónico y de gusto exquisito donde los objetos se correspondían en limpio ordenamiento. Si alguna vez alguien le hubiera preguntado a qué olía la felicidad, habría respondido sin dudarlo: a cloro y a lavanda. Casi todas las religiones hablan de la pureza como un requisito fundamental para la paz espiritual y, puesto que el mundo le parecía un lugar cubierto de basura y mugre, Margarita estaba convencida de que el camino más corto a la tranquilidad del alma era una botella de desinfectante.
Por eso fue tan inesperado el descubrimiento de aquella mancha en el espejo situado encima del lavabo: un puntito negro (aproximadamente del tamaño de la cabeza de un alfiler), más o menos a la altura de su ojo derecho. Primero percibió algo extraño en su mirada, la posibilidad de tener un raspón en la retina la asustó, pero una vez pasado ese instante de sorpresa, cayó en cuenta de lo absurdo de su pensamiento: no era posible tener algo así en el ojo sin dolores o ardor. Respiró profundo un par de veces para terminar de calmarse y se dirigió al viejo tocador de su cuarto, herencia de una tía abuela solterona, como ella. La luz que entraba por la ventana fue suficiente para suspirar con alivio tras constatar que su ojo derecho no había sufrido ningún cambio.
Regresó al espejo del lavabo y lo inspeccionó con sumo cuidado. Una mancha. Una mancha en su casa. ¿Cómo era posible? Apresurada tomó un trapo, lo humedeció con líquido limpiavidrios y frotó, al principio con suavidad y después frenéticamente. Fue inútil. Por más fuerza que aplicara, aquel puntito negro se negaba a desaparecer. No supo cuánto tiempo llevaba intentando limpiar el espejo hasta que las campanadas de una iglesia cercana la sacaron de aquel trance aséptico. Miró el reloj de la sala y calculó que si tomaba un taxi llegaría al trabajo justo a la hora de entrada y no con sus acostumbrados 15 minutos de anticipación. Estuvo de mal humor el resto del día.
Esa noche, apenas volvió a casa, se despojó del saco sastre y se dedicó a tratar de eliminar aquel punto. Probó con todos los limpiadores que tenía (que no eran pocos), incluso los abrasivos, a riesgo de estropear el espejo. De nada sirvieron. Intrigada por el origen de la persistente mancha, Margarita se fue a la cama sin cenar, aunque no pudo pegar el ojo hasta bien entrada la madrugada.
Por la mañana, apenas se levantó, corrió al espejo y contempló con azoro que en una sola noche el punto había triplicado su diámetro. Margarita se talló los ojos con furia, en un intento por despejarse de la modorra y arrancar de su vista aquella mancha que parecía haberle quemado la retina como cuando se mira el sol. Pese a que tuvo el presentimiento de que sería en vano, pasó de nueva cuenta un trapo con cloro por la superficie del espejo. La mancha permaneció incólume. Con todo y desazón, Margarita logró recomponerse y decidió que no podía desperdiciar el tiempo del mismo modo que la mañana anterior. Tomar taxi más de una vez a la semana era un lujo innecesario. Quizá fuera la falta de sueño, lo cierto es que le temblaban tanto las manos que no pudo siquiera prepararse un café, así que optó por abandonar su hogar cuanto antes. Si había oportunidad, ya en la oficina se prepararía un té de manzanilla, aunque fuera de bolsita.
La noche en vela afectó su capacidad de concentración a tal grado que incluso un par de compañeros, acostumbrados al actuar enérgico y diligente de Margarita, se mostraron extrañados ante la lentitud de sus movimientos y constante titubeo. No obstante, lo que al principio fue una contrariedad, más tarde se convirtió en una ventaja: sus equivocaciones a lo largo del día la obligaron a olvidarse de aquel condenado punto casi por completo. Camino a casa acarició la certeza de que el agotamiento le ayudaría a conciliar el sueño. No contaba con que el horror aguardaba por ella en el espejo, materializado en una mancha negra del tamaño de una moneda de diez pesos. Pasó el trapo sólo una vez, casi por compromiso. Como no supo de qué modo proceder, hizo limpieza general. Fregó cada pedazo de piso, cada traste, cada vidrio con auténtica rabia. La frustración la hizo caer rendida aquella noche de sueño inquieto.
Eran las 10 de la mañana del día siguiente cuando Margarita, ya en la oficina, abrió el directorio telefónico en la letra E: «espejos, instalación de; véase también marcos y molduras». Escogió un negocio cuyo anuncio a todo color ocupaba la mitad de la página: la empresa se jactaba de ser la mejor en su ramo, 60 años de experiencia la avalaban. Margarita apuntó el número en su agenda de bolsillo y llamó, unos minutos después le dictaba su dirección a una señora de voz atiplada y exasperante rapidez al hablar. Acomodó la cita para su hora de comida y dio por resuelto el problema.
Dentro de la inmensa lista de cosas que Margarita detestaba en los demás —y en sí misma— se encontraba que los demás la vieran comer, así que resolvió no preparar alimento: era preferible no probar bocado a ser interrumpida por un extraño. Treinta minutos después de la hora acordada, cuando por fin llegó el empleado, Margarita se arrepentía de su decisión debido al ataque de colitis nerviosa que el hambre y el retraso de aquel hombre le estaban provocando.
Con toda la parsimonia del mundo, el sujeto enfundado en un overol azul parduzco con el nombre del negocio en la espalda y mugre bajo las uñas crecidas observó la mancha, que ahora ostentaba el tamaño de una de las micas de sus lentes. El empleado se rascó la cabeza y se limitó a hacer preguntas estúpidas, para luego pasar por el espejo una jerga apestosa que Margarita hubiera incinerado con suma alegría.
—Los espejos se deterioran con el tiempo, señora.
—Eso ya lo sé —respondió Margarita, irritada— lo que no entiendo es por qué crece tan rápido esa mancha.
—¿Cómo rápido?
—Apareció hace un par de días y se va extendiendo.
—Eso está muy raro. Normalmente se van desgastando poco a poco. No crecen.
—¿Y entonces?
—No sabría decirle, seño.
—¡Pero si en su negocio se anuncian como los expertos!, usted debería poder explicarme.
—Pues mire, lo que sí puedo decirle es que este espejo ya no va a servir. Nosotros vendemos unos muy buenos, garantizados. Si quiere ahorita mismo tomo las medidas y le hago un presupuesto.
En lugar de aceptar la propuesta, Margarita narró a detalle la aparición y crecimiento de la mancha. El empleado guardó un displicente silencio durante un momento, suspiró con fastidio e insistió en instalar un espejo nuevo. Como única respuesta Margarita lo corrió de la casa sin pagar el diagnóstico, igual que a otros seis chalanes de distintos negocios de la ciudad. No obstante, el fin de semana se dio por vencida, aceptó que instalaran otro espejo y movió el viejo a una esquina de su habitación. Para entonces la mancha había alcanzado las dimensiones de un platito pastelero.
Como Margarita no tenía amigos cercanos (ni lejanos) renunció a la posibilidad de desahogarse platicando. Tampoco estaba dispuesta a quedar como una chiflada frente a sus compañeros de trabajo, no quería proporcionarles más material para sus críticas cotidianas. Demostrar debilidad o desequilibrio ante cualquier persona era inaceptable para Margarita. Decidió guardar silencio. Y vaya que no hablar de ello era un verdadero reto. Durante las horas laborales, por mucho que se empeñara en resolver los pendientes con su característica eficiencia, una pequeña, casi ínfima parte de su cerebro no hacía más que pensar en aquella mancha, la obsesión se expandía hasta nublar su mirada. Cada noche, de vuelta en casa, se dedicaba a observarla largamente, presa de una angustiosa fascinación que poco a poco la fue llevando a realizar todos los deberes domésticos posibles frente a ella. Había notado que su crecimiento ya no era tan rápido como al principio, igual que sucede con el ser humano al llegar a la edad adulta; también su apariencia había cambiado: ahora lucía opaca y menos sólida que el resto de la superficie.
Una mañana se animó a tocarla. Todo su cuerpo se sacudió por la impresión de aquella textura inesperada: tibia, blanda, de una suavidad próxima al terciopelo. Pasó la yema de su dedo índice izquierdo por la mancha, palpó los bordes. Un impulso eléctrico recorrió su brazo. Asustada, salió de la casa. Ese día trabajó como una autómata, consumida por esa negrura que demandaba ser tocada de nuevo. La jornada le pareció eterna.
Una vez en su departamento, Margarita se dirigió a su habitación y se apostó frente al espejo, determinada a indagar aquello. Le sorprendió descubrir que la mancha había mudado no de tamaño, sino de forma: se había transformado en un largo óvalo, un poco más oscuro en las orillas que en el centro. Margarita posó su mano con lentitud, tapándolo, notó que despedía un leve calor que aumentó su temperatura también. Repasó los bordes con cuidado (no recordaba con exactitud, pero estaba casi segura de que todavía unas horas atrás no era más que una superficie lisa y dura): se habían vuelto esponjosos.
Lo siguiente era explorar el centro. Con la punta de los dedos índice y medio Margarita fue tanteando la profundidad de la ranura, una cosquilla deliciosa viajó por toda su piel conforme los introducía. Un gozo desconocido la invitó a meter un dedo más. Otra forma de ansiedad, hasta ahora desconocida, le dictó una cadencia que era preciso seguir. Sintió cómo el golpetear de la sangre iba elevando el pulso en todo su cuerpo y reparó de pronto en el vértice superior del óvalo: se alcanzaba a distinguir el primer punto, la primera mancha, ahora en forma de protuberancia. Lo tocó y un espasmo incontrolable la fulminó. No pudo contener sus gemidos ni el grito de éxtasis. Esa noche durmió plácidamente.
En Tuercas y Tornillos Rodríguez, S.A., por el contrario, la situación fue tornándose más y más fatigosa: si ya antes la sola existencia de la mancha le hacía difícil concentrarse, ahora le era imposible pensar en cualquier otra cosa. En el colmo de la neurosis (que creía haber alcanzado años atrás), los detalles más inocuos le resultaban chocantes: desde el respaldo de la silla giratoria hasta la charla plana de sus colegas a la hora del descanso. Las cifras, los antes amados libros de gastos, los cobros, las facturas fueron vaciándose de significado porque no había método en el mundo para aquilatar lo que experimentaba frente al espejo: ¿qué número podría denotar el grado máximo de plenitud que Margarita alcanzaba con sólo tocar la diminuta protuberancia al norte de aquella enigmática ranura? Con el inicio de mes llegó un anuncio inverosímil: por primera vez en años Margarita no era la empleada de mejor desempeño. Más sorprendente aún fue que no le importó en absoluto.
El deseo de penetrar aquella oscuridad inexplicable consumía a Margarita de manera literal: su estómago aprendió a resistir los largos periodos de hambre a los que era sometido y acabó por acostumbrarse a pedir apenas lo necesario para mantenerla con vida; no así el cuerpo, que pedía placer en cantidades cada vez mayores. Incapaz de satisfacer tales demandas con apenas tres dedos, Margarita probó introducir el antebrazo derecho y luego la pierna. El vaho que la proximidad de su rostro dejaba en el espejo le dio una idea. Insegura primero y con notable voracidad después, descubrió que pasear su lengua por las orillas de la mancha y succionar la protuberancia le proporcionaban un goce indescriptible. Esa noche fue apenas un suspiro junto a las delicias de la mancha.
La alarma del despertador regresó a Margarita a una deslucida realidad: dentro de hora y media tenía que estar checando la tarjeta de entrada. Se levantó para encaminarse al cuarto de baño, pero se detuvo en el marco de la puerta. Recorrió la habitación con la mirada, dilatándose en llegar al objeto de su atención. La mancha seguía ahí, inagotable, exigiéndole más; una ligera brisa proveniente de ésta acarició el rostro de Margarita. Tuvo una revelación. Volvió a cerrar la puerta del cuarto y, como hipnotizada, regresó ante el espejo.
Contempló su desnudez con una sonrisa que se extendía hacia el lado izquierdo de su rostro y extendió las piernas con lentitud, echándose sobre las nalgas y apoyando su peso en los codos. La oscuridad era una boca que recibió los dedos de sus pies con húmeda tibieza. Margarita se deleitó en la lujuria de esas cosquillas y fue metiéndose cada vez más. Algo más grande que la felicidad la envolvió cuando su bajo vientre tocó la negrura por primera vez. Sus pezones endurecidos la hicieron gritar al cruzar el límite. Cerró los ojos.
Cuando el último de sus cabellos fue engullido, la mancha comenzó a encogerse, devorándose a sí misma. Los cambios eran vertiginosos y en sentido inverso: un largo óvalo, una mancha del tamaño de un platito, de un lente, de una moneda, de un punto. Se escuchó un chasquido apenas perceptible y después no hubo nada.