UNA MASCULINIDAD SIN HOMBRES
Debo admitir que el mes del orgullo siempre me causa una serie de conflictos internos. Por un lado, me llena de dicha ver cómo tanta gente encuentra comunidad y disfruta vivir abiertamente su sexualidad o identidad de género de forma colectiva. Confieso que pocas cosas se comparan con estar en una marcha del orgullo en la Ciudad de México y sentir cómo vibra el piso cuando la multitud grita: “¡el que no brinque es buga!”.
Por otro lado, no puedo evitar pensar en aquellas personas que no pueden compartir este orgullo de forma abierta por miedo a perder a su familia, su comunidad o incluso la vida. Pienso, también, en la mercantilización de lo LGBTTTIQ+, en los anuncios publicitarios de antros y fiestas que muestran a personas blancas, delgadas, con ropa de marca.
Inevitablemente pienso en Pedro Lemebel, quien escribió sobre su visita a Nueva York, donde reflexionó que “tal vez lo gay es blanco” (64) y que “lo gay se suma al poder, no lo confronta, no lo transgrede” (117). Y es que formar parte de una comunidad que se ha visto cooptada por el orden neoliberal para ser vendida como algo digerible y amigable puede generar incomodidad pero, afortunadamente, también abrir espacios de reflexión.
Más allá de estos conflictos que me surgen cada que se aproxima el mes del orgullo, la vida me ha llevado a estar en un constante tránsito entre México y Estados Unidos, lo cual me ha dado varios privilegios y, al mismo tiempo, hecho de mi relación con mi expresión de género algo cambiante y que cuestiono muy a menudo dependiendo de mi contexto y perspectiva. Cuando era estudiante de doctorado en Estados Unidos solía participar como voluntaria en entrenamientos para la comunidad universitaria sobre cómo apoyar a las poblaciones LGBTTTIQ+.
Mi participación consistía en narrar mi salida del clóset y luego explicar que, a pesar de ser hija única de una madre soltera, mi experiencia había sido positiva y nuestra relación se había fortalecido desde aquel momento en que fui completamente honesta con ella. Sin embargo, la gente normalmente quería escuchar una historia trágica basada en prejuicios sobre un México monolítico, católico, conservador y machista. Porque existe la idea entre los estadounidenses de que su país es mucho más seguro para quienes vivimos al margen de la heterosexualidad. Sin embargo, a pesar de que México se enfrenta a un grave problema en cuanto a discriminación y crímenes de odio contra personas de la diversidad (ni hablar del índice de feminicidios), el vecino del norte no se queda atrás.
Desde la introducción de proyectos de ley que buscan limitar los derechos y protecciones a personas LGBTTTIQ+ en distintos estados, hasta la famosa ley “Don’t Say Gay” en la Florida, la cual prohíbe abordar temas relacionados con la orientación sexual e identidad de género en las escuelas públicas, ser parte de la comunidad es cada vez más difícil en los Estados Unidos, en especial para las personas transgénero y/o racializadas.
Por ello, me resulta indispensable rechazar la noción de Estados Unidos como un país ideal, pues en muchos casos esta idea se construye al oponerse a países como el mío. Si bien soy consciente de las muchas dificultades y horrores que atraviesan a las personas LGBTTTIQ+, pensar de modo colectivo también implica entender y valorar las experiencias individuales, en especial las de aquelles quienes no gozan de los mismos privilegios que otres.
Fue también durante mis años de estudiante que comenzaría mi investigación académica, la cual me ha llevado a escribir y pensar sobre lo queer, sobre su posible traducción al español como “cuir” y cómo se construye desde un contexto latinoamericano pero, sobre todo, me lleva a reflexionar constantemente en torno a mi propia relación con la masculinidad femenina. Mi primer contacto con esta idea surgió tras mi lectura del texto de J. Halberstam, Female Masculinity (1998). Las palabras de Halberstam me ayudaron a reflexionar sobre cómo las mujeres también contribuimos a generar distintas masculinidades y cómo éstas, más allá de ser simples copias de una categoría hegemónica, son múltiples e imposibles de definir bajo taxonomías simples (Halberstam 46).
Fue poco después de mi encuentro con este texto que las palabras de Halberstam pasaron de la teoría a la práctica, convirtiéndose en parte de mi relación personal con mi masculinidad. Hasta hace algunos años ésta era para mí algo incómodo que me generaba una sensación de fracaso por no caber dentro de la feminidad convencional. Si bien mi madre no se inmutó cuando salí del clóset, sí pasó toda una vida repitiéndome que tenía que ser “más femenina”, incluso llegándome a decir cómo sostener el cigarro para verme menos “tosca”.
Más que venir de un deseo de decirme cómo vivir, con los años he entendido que sus consejos provenían de la preocupación de que su hija causara incomodidad por no seguir las pautas de lo “femenino”. Sentía el mismo miedo que sienten muchas madres mexicanas cuando sus hijas viajan solas o salen de fiesta o simplemente salen de sus casas de noche. Quería hacerme invisible para protegerme, pero yo siempre me rehusé.
Fue de la mano de Halberstam, pero también gracias a una ex compañera de la secundaria que empecé a considerar mi expresión de género como algo liberador. La excompañera en cuestión, que diez años antes me había hecho bullying, llamándome “marimacho” y “machorra” frente a otros adolescentes, ahora me escribía para preguntarme sobre mi sexualidad y mi relación con el género y sus categorías: ¿Me identificaba yo como “butch” o “femme”? ¿Qué pensaba sobre las categorías? La verdad es que yo no pensaba mucho en ellas más allá de la teoría.
No me identificaba con ninguna y, por lo tanto, solía pensar que no eran relevantes para mí en la práctica. ¿No había sido suficiente el haber salido del clóset como lesbiana? ¿Ahora tenía que escoger otra etiqueta? Más tarde me di cuenta de que poco importaba lo que yo pensara sobre mi propia expresión de género, pues alguien siempre se encargaría de colocarme en una categoría.
Aunque mi otrora bully convertida en interlocutora me ayudó a cuestionar mi relación con el género, vivir en Estados Unidos ha complicado mi escurridiza relación con categorías como “femme” y “butch”. Algunas otras lesbianas de este lado del Río Bravo han insistido en nombrarme “butch” como si de un diagnóstico médico se tratase.
Las mismas personas que citan a Judith Butler de memoria para decir que el género es un performance parecen olvidarse de que en El género en disputa (1990), Butler escribió que tenía “la esperanza de que las minorías sexuales formen una coalición que trascienda las categorías simples de identidad… y suprima la violencia impuesta por las normas corporales restrictivas” (32). Si bien las categorías estadounidenses “butch” y “femme” han sido de suma importancia para la identidad lésbica, su visibilidad y sus luchas políticas, ir más allá de un orden binario nos permite verdaderamente entender la complejidad de la experiencia humana.
Como académica enfocada en la literatura mexicana y en los estudios de género, tengo y he tenido tanto la desgracia de presenciar los muchos esfuerzos que las escritoras y activistas LGBTTTIQ+ deben hacer para que se escuchen sus voces, como el privilegio de atestiguar cómo las nuevas generaciones cuestionan el pasado para construir un mejor futuro que nos incluya a todes. Por ejemplo, en primera instancia pienso en la historia que la escritora Artemisa Téllez ha compartido abiertamente en distintos espacios sobre su experiencia con la publicación de su novela Crema de vainilla, la cual, tras ser leída por un editor, fue rechazada por contener “demasiadas vaginas”.
Esto me recuerda que nuestra comunidad se ha visto históricamente dominada por los hombres gays y que todavía queda mucho por hacer para que otras voces puedan ayudarnos a entender las múltiples experiencias y puntos de vista que existen en nuestra colectividad. ¿Cómo podemos siquiera pensar en nuestras formas de vivir y expresar otras masculinidades si hay puertas que se nos siguen negando para hacerlo?
Por otro lado, también pienso en la Marcha Lencha en la Ciudad de México, que no sólo ha servido de inspiración para mi trabajo, sino que también ha renovado mi esperanza en que podemos construir redes de sororidad que luchen contra los prejuicios y cuyas voces hablen mucho más fuerte que las de grupos transodiantes. Una marcha organizada por mujeres para mujeres, que no deja fuera a personas trans y no binarias, que se aleja de los esencialismos y discursos de odio y que más allá de ver el lesbianismo como una identidad al invitar a pensar en las “lenchitudes”, o el amor entre mujeres, sin importar la orientación sexual ni las etiquetas.
Y es que este tipo de perspectiva me remite a mi propia relación con lo que se considera femenino, la cual es igual de compleja que con lo masculino. No rehúyo de “butch” o “femme” por llevar la contraria, sino porque son títulos de origen estadounidense que, como mexicana, me cuesta trabajo pensar que puedan definirme a pesar de vivir aquí. Al mismo tiempo, si retomamos la esperanza de Butler, debemos recordar que la expresión de género, como la sexualidad, no es algo estático. En mi caso personal, la forma en que me visto y me percibo a mí misma tiene más que ver con el día en que se me pregunte. Hay días en los que me gusta usar aretes, jamás salgo de casa sin maquillaje y cuando no me muerdo las uñas, me gusta hacerme manicure y pintármelas de colores. Pero también hay decisiones que tomo diariamente y que, sin duda, influyen en la forma en que me miran los demás. A mis 35 años, he decidido que no tengo por qué volver a ponerme un vestido. Si me invitan a una boda, simplemente aclaro que no uso vestido. Si es un requisito, entonces no tengo que por qué asistir. Y aunque la masculinidad femenina va mucho más allá de la ropa o los accesorios, estos aspectos visibles marcan las pautas de cómo nos ve el mundo.
No busco encontrar una categoría a mi medida y seguramente muchas personas tampoco piensan en ello como una meta. Más bien, concuerdo con Halberstam sobre la infinidad de maneras de aproximarnos a la masculinidad femenina y cómo estos tipos de masculinidades pueden ayudarnos a cuestionar el machismo y las ideas que ven el género como algo intrínseco.
¿Dónde cabemos quienes vemos la expresión de género como una infinidad de posibilidades y no como algo estático? ¿Cómo nos nombramos aquelles que no salimos de casa sin maquillaje, pero jamás nos pondríamos una falda o vestido? ¿Es realmente necesario encontrar una sola manera de ser o de hacer? Aunque no tengo respuestas para estas preguntas, sí intuyo que éstas radican en validarnos de forma colectiva y en comprometernos a seguir en constante evolución.
Bibliografía
- Butler, Judith. El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona. Paidós. 2007.
- Halberstam, J. Female Masculinity. Durham. Duke University Press. 1998.
- Lemebel, Pedro. Loco Afán. Crónicas de sidario. Barcelona. Anagrama. 1996.