Tierra Adentro
Ilustración realizada por Rosario Lucas
Ilustración realizada por Rosario Lucas

Lo primero fue la inexistencia. Hacía calor, como pocas veces lo recuerdo en esta ciudad. La memoria es un fantasma curioso. Se pasea por la casa sin permiso, a media noche, escondida, ensabanada entre los recuerdos furiosos de quien se mantiene con convicción en el olor del suavitel aroma lavanda que impregnaba una cama de la infancia. Pero esta no es esa cama. Una cama ajena. La memoria es selectiva, dicen. Creo más en los recuerdos como una forma de desdibujar el cuerpo frente al tiempo. En la insistencia del cuerpo por permanecer y borrarse. Ya sé que la memoria no es algo en lo que alguien pueda creer. Existe o se desvanece. Ya sé, y por eso insisto. Hacía calor y me desperté en una cama que no era la mía. Amaneció, como siempre. Las sábanas eran azules. En el buró, un vaso con flores de aquella otra noche que ya había vivido también con él. Frente a mí, apenas la primera insistencia del sol por entrar y un escritorio blanco. En realidad, mi mirada estuvo primero en el escritorio y luego en el sol pequeñísimo que atravesaba la ventana. Observé las llaves con la alpaca arcoiris que traje de regalo de Perú. Pensé en que la memoria también se instala en los objetos y se apropian de las formas en que habitamos el mundo a través de ellos. Pienso, todavía, en que me aterra la idea de la memoria como un cajón vacío. Recuerdo y me niego a levantarme. Esta es una de las memorias que quiero conservar intacta: pasará el tiempo, despertaré en lugares diferentes, me encontraré dispersa en los recuerdos de otros, pero en ese sitio, en el lugar intacto de las preguntas, destinada ya a la incertidumbre, envuelta en azul y en otro cuerpo que no reconozco como mío, en medio del calor, con mi mano entrelazada en otra mano, permanecerá la insistencia en el cariño.

 

Hacia allá, lejano, se encuentra mi cuerpo.

 

Crecí con la idea de que yo era un pecado. Mentir estaba mal. Querer como quería ser querida estaba mal. Todo lo que soy estaba mal. La idea sobre el bien y el mal estaba marcada por la interpretación de la biblia que hacían las profesoras de la escuelita cristiana a la que asistía todos los domingos. Ese diminutivo me molestaba. Una escuela igual que la escuela laica de lunes a viernes pero discursivamente en miniatura. ¿Por qué algo insignificante tenía que establecer la forma en que vivía la vida? ¿Por qué algo minúsculo decidía que mi existencia estaba mal? Mi cuerpo de infante era incluso mucho más grande que la palabra “escuelita”. Hasta antes de los doce años no podía cortarme el cabello. Tenía que usar faldas largas y un velo de encaje sobre la cabeza para que me cubriera el cabello. Ninguna mujer podía entrar al templo sin ese uniforme. Al parecer nuestro cabello y nuestras piernas le molestan a Dios. Mujeres disfrazadas de mujeres de otros tiempos. No recuerdo haber visto a mi madre en falda larga y velo. Nunca me cuestioné por qué solamente mis hermanos y yo teníamos que ir al templo todos los domingos. En algún momento me pareció profundamente injusto que mis padres no fueran con nosotrxs. Pero creí (siempre intento creer) que buscaban salvarnos de algo. La salvación, ese secreto escondido en un hoyo negro en medio del templo, oculto entre los pies de quienes bailaban y le hablaban en lenguas a nuestro señor. Siempre me imaginé que esa habilidad de hablar en lenguas le era otorgada a quienes, con fe, lograban entrever la existencia de ese señor. Para mi yo infante, ese hoyo negro tenía una membrana finísima que lo cubría y sostenía el baile y el canto de los creyentes. Algún día la membrana se iba a desbaratar con la potencia de las voces y de los pies sobre ella para dar paso a una increíble caída de cuerpos chocando contra otros cuerpos, felices de por fin conocer el fondo y ver con sus propios ojos la luz, el espíritu santo, nuestro señor. Nuestro, y sin embargo.

Mi abuelo paterno construyó el templo cristiano que estaba a una cuadra de nuestra casa. Toda su vida la ha dedicado a construir cosas. Ese es su compromiso consigo mismo. Erigió las casas que ahora habitan algunos de mis familiares y esas otras que ahora están en disputa. Ninguna nos pertenece. Mi única casa es mi cuerpo. Me miento insistentemente acerca de esta última oración.

Nunca me atreví a nombrarme bisexual hasta hace unos meses. Siempre supe que me gustaban las mujeres. Mis barbies se besaban entre ellas, incluso si existía la posibilidad de que algún Ken o algún Max Steel llegara a la ecuación que se formaba a partir del pacto de ficción entre mis muñecas de plástico y yo. Imaginaba que sufrían terribles rupturas amorosas. Ninguna de ellas se quedaba al final con el amor de su vida. Era pecado amar y desear a otra mujer. Yo, como escritora de sus vidas, Dios encarnado en una niña que jugaba con barbies, las castigaba por sus pecados. El castigo era ser infelices para toda su vida, como yo supuse que iba a ser la mía. Decidí renunciar a ser infeliz. Renuncié conscientemente a una vida en la que pudiera amar o desear a otra mujer. ¿Para qué insistir si de frente estaba la historia que alguien más ya había escrito para mí? Una historia como todas las historias que se han contado. O que nos hemos contado a partir de la existencia de la heterosexualidad obligatoria. Es decir, desde siempre. Me he enamorado, de verdad, o lo que entendía como enamoramiento en esos momentos, de un par de hombres a lo largo de esa historia. Me iba a casar. Estuve enamorada de un hombre que estudiaba una maestría en Nueva York. Un Poeta, en mayúsculas. Me enamoré también de un compañero de mis clases en la facultad que era diez años mayor que yo. Otro Poeta. Tenía publicados algunos libros en la editorial del gobierno de su estado. Venía los lunes a la Ciudad de México para estudiar su segunda licenciatura. Después vino la violencia. Y el engaño. Y un llorar en los autobuses. En los aviones. Los secretos. Y el MeToo. Dejarlo todo por irme con ellos y al final quedarme con nada. Renuncié a adoptar otra vez esa historia. Mi problema, quizás, es que me dolía demasiado no ser la persona que otros escogen. Qué difícil decir, incluso después de tantas lecturas, tantas reflexiones en conjunto, demasiados cuestionamientos al amor romántico, que una se tiene que elegir a sí misma. Escribo esto con la duda en la punta de los dedos.

Le conté que estaba escribiendo un ensayo en el que lo mencionaba. Me da cringe, dijo, y luego corrigió esa última palabra: me da vergüenza. Me arrepentí al instante. Regresé al libro que estaba releyendo y en el que, tiempo atrás, había subrayado las frases

¿Y cómo era yo? Como todas, pero me creía mejor.

Como si besarse por primera vez les hubiera pasado mil veces, porque les pasó mil veces.

Yo lo había provocado: yo y mi disfraz de falsa nymphet, a quien le habían robado su chupete.

 

Es un libro que estoy releyendo para el ensayo que escribo, le dije. Me preguntó si podía verlo. Descubrió los subrayados y me volví a arrepentir. Pensé en que las personas asumen que los subrayados en los libros son parte de la formación de una identidad en espejo a lo que leemos, una constante en la que nos repetimos a nosotras mismas con el lápiz sobre las letras y las oraciones con las que nos identificamos, las oraciones que queremos guardar, el momento justo en el que nos presentan de cuerpo entero una realidad que nos atraviesa desde la hoja de papel hasta la punta del ojo. Y tienen razón. Leer los subrayados en los libros de otras personas es un acto intimísimo. Por primera vez en mucho tiempo dejé de tener miedo. Ya no espero ser elegida. Soy esas palabras y las que continuarán acumulándose.

Disfrutaba mucho leer la biblia, a pesar de todo. Como cualquier preadolescente cristiano que siente curiosidad por los finales, me obsesioné con el libro del Apocalipsis. Quería devorarlo entero. Si estaba destinada a ser una mujer del templo, iba a ser la mujer de falda y velo negro experta en el gran libro de las revelaciones. Anhelaba el día del rapto. Estaba segura de que me iba a quedar en la tierra porque no merecía ser ascendida al reino de los cielos. Quería ver con mis propios ojos cómo se iba a terminar el mundo tal y como lo conocíamos. La obsesión me duró poco. Un día, en una de las clases dominicales, se me reveló que existía un libro dentro de la biblia que era considerado “poesía pura”, así, con esas palabras. No sólo era la palabra de Dios convertida en versículos aleccionadores del bien y del mal que teníamos que aprender de memoria, también existía la poesía. Me iluminó. El cantar de los cantares llegó a mí durante la adolescencia como un regalo sobre la existencia de las posibilidades del amor. Ahí, escondido entre Eclesiastés e Isaias, estaban esos versos que me reconfiguraron la forma de ver las imposiciones aburridas de cada domingo que repetíamos infinitamente. El gusto me duró poco. A pesar de ser “poesía pura”, el cantar de los cantares era un poema que no merecía estar dentro de la biblia, se nos dijo. Cómo algo en el que no se cuestiona la existencia humana, algo en lo que ni siquiera se menciona a Dios, estaba en el libro sagrado. Leerlo, por fin, estaba mal. Desobedecí por primera vez en el templo. Llegando a casa agarré una de las sillas de madera del comedor, la coloqué frente a la ventana que daba a la terraza del tercer piso, abrí la biblia en el cantar de los cantares y me prometí que sería el único libro que me aprendería de memoria. No me iba a levantar de aquella silla hasta saberlo de principio a fin. Fundaría una rebelión en contra de Dios.

Por algunos años, mi refugio del abuso y la violencia machista fueron mis relaciones sexoafectivas con mujeres. O algo así como la ilusión de un refugio. Una casa abandonada en medio del bosque en donde las únicas voces que se escuchaban eran las nuestras. Un refugio cálido. Apenas el viento y el murmullo de la lluvia sobre el techo. Un lugar seguro. Esto es algo que me da vergüenza admitir. Es verdad que la sexualidad no es un ente estático que se fija en el cuerpo una vez que asumes una posición frente al mundo. Pero yo sentía que había encontrado mi lugar. Amar como era amada se sentía bien. Ser como yo era había dejado de ser un pecado. Ya no importaba lo que pensara Dios de mí y de mi forma de querer y anhelar ser querida. Estaba en el lugar correcto. Esa tenía que ser la casa que iba a habitar por el resto de los años. Anidé en una identidad que adopté como un posicionamiento de cuidado propio frente al temor de que mi cuerpo fuera lastimado otra vez. Insisto: me da vergüenza. Pero no me arrepiento. Sigo buscando en el significado de las palabras la potencia de las posiciones políticas de amar a otres a pesar de este mundo que insiste en odiarnos. A pesar de las imposiciones de las historias sobre las vidas que deberíamos vivir. No quiero que se me malentienda. Mi refugio-identidad lo formé a partir de mi historia de violencia. Era una casa en la que cabíamos mis afectos y yo. Una historia que, tengo la certeza, se ha repetido miles de veces en los cuerpos de otras mujeres. Nos reconocemos entre nosotras. Pero, al final, esto era un refugio para una sola persona. Mi historia de violencia es quizá la historia de violencia de otras mujeres. No quiero que este refugio sea entendido como una idea esencialista de la violencia.

 

Salí con vergüenza de esa casa abandonada en el bosque.

 

La vergüenza es un afecto universal. Es quizá el afecto más relacionado con el estigma. La vergüenza le pertenece subjetivamente a quienes no entran dentro del cánon de la perfección. Se impregna solamente en quienes no son dioses. Solamente hay un ser humano completo en el mundo que es incapaz de sonrojarse: un padre joven, casado, blanco, urbano, norteño, heterosexual y protestante, que posee educación universitaria, pleno empleo, buena complexión, peso y estatura, y un record deportivo reciente, escribió Irving Goffman. La vergüenza le es conferida socialmente a los otros, a los mortales. La vergüenza nos es heredada como vestigio de nuestra falta de completud. La perfección responde a la no-vergüenza. Sentimos y somos habitados por la vergüenza porque nos vemos no-perfectos. Ese afecto llega como un vestigio. La vergüenza implica una exposición, un estar afuera, la forma en que se exhibe no estar listo para ser visible. La vergüenza, incluso en soledad, se desdobla frente a los otros como amalgama inamovible del yo. No hay un otro que no sea un yo en las afectaciones de la vergüenza. Tengo claro que esta vergüenza de estar afuera de mi refugio me fue heredada por el miedo a ser vista como una desertora. Deserté de la clase mujer cristiana. Deserté del templo. Abandoné completamente la idea de casarme, tener hijos y criarlos, como mandaba Dios, bajo la fe cristiana. Deserté de ser mujer heterosexual. Deserté, incluso, de ser mujer lesbiana. Dejé de creer en que la religión podía determinar mis caminos y la forma en que me habito dentro de mi cuerpo y en mis afectos. Y aquí me coloco, frente al mundo. Quiero pensar en que la violencia tampoco puede determinar esos caminos. Me dejo aquí, expuesta.

 

Anhelo apropiarme de mi historia.

 

Aprendí desde muy pequeña que sentarme con las piernas cerradas, incluso con la falda hasta el tobillo, me hacía una mujer que los hombres iban a respetar. Colocar las manos bajo la mesa y no sobre ella todo el tiempo significaba que la gente en el restaurante podía creer que me estaba tocando para sentir placer, me dijo mi tía, también cristiana, cuando tenía nueve años. Descubrí que mi vulva tenía olor a los once cuando mi madre me golpeó en las manos porque olía a que me había estado tocando ahí. Descubrí también que la atracción era algo irrenunciable y que no podía alejar para siempre a los niños que no me gustaban dándoles patadas en la espinilla cada que me entregaban una rosa que terminaba en la basura los catorce de febrero. Guardé un mechón de pelo rubio de Franciso en mi libro de español. Él nunca me dio una rosa. Besarme con mis amigas de la primaria para practicar en caso de que algún muchacho se nos acercara en el convivio del día del niño fue lo peor que pude haber hecho para deshonrar a mi familia. No se enteraron nunca de que Sandra y yo nos seguíamos besando a escondidas. Sandra también era cristiana.

Empecé a leer a Adrienne Rich y a Monique Wittig. Leí en voz alta poemas de Elizabeth Bishop. Vi todas las películas del canon sobre relaciones entre mujeres. Sigo buscando esa forma otra de contar nuestras historias, fuera de la mirada heterosexual y sexualizada para el consumo del patriarcado. Busqué en todas las librerías Amora de Rosamaría Roffiel. Lo encontré. Estaba ávida de encontrarme en alguna de esas historias. Quería asegurarme de que ese refugio que había creado tenía otros refugios hermanos que se hubieran replicado sobre la tierra. Un espejo. Una aldea de refugios. Sigo buscando, todavía. Leí sobre la configuración de la sexualidad en la sociedad. Sobre la importancia de nombrar lo que somos. De no tenerle miedo a nombrarnos. Sobre la relevancia de no invisibilizar lo que nos fue históricamente arrebatado. Insistí. E incluso después, me doy cuenta de que la configuración de mis afectos no cabe en la palabra lesbiana. Cuán poderoso es el miedo. ¿Cuántas mujeres caben en un cuerpo?

Un suceso. Dormí junto a un hombre. No lo había reflexionado como algo que fuera extraordinario. Me imagino esa escena como aquella pintura de Jean François Millet: dos cuerpos durmiendo sobre las gavillas de trigo regadas en el campo, junto a ellos sus herramientas de trabajo, las hoces, y al fondo lo que parecen ser unas vacas o unas ovejas. En la pintura, descansan acompañados. Nada más. Un trato de confianza. Pensé en que podía quererlo como he querido a las mujeres de mi vida. Pensé también en que no importa. No aspiro a ser elegida. Mis afectos ya no son un universo clandestino. No existe un tiempo verbal que traduzca un episodio suspendido en el aire para siempre, escribió Margarita García Robayo, pero me sostengo sobre la idea de que ese para siempre permanece de cierta forma en los sentidos y en las formas en que recorremos con los dedos los fantasmas propios.

Me preguntó con el vos y con su acento que arrastra las ye si yo era alguien que se aferraba a lo material. Contesté que sí, mientras recordaba la sensación de sus dientes como rebaño de ovejas trasquiladas sobre mi oreja en una noche que no se va a volver a repetir.


Autores

Ilustrador
Rosario Lucas
Nací, crecí y vivo en el Estado de México desde el invierno de 1994. Dibujante, ilustradora y fabricante de cómics. Persona neurodivergente que encuentra en el cómic el medio perfecto para sacar lo que duele y pagar las cuentas del psiquiatra. He trabajado en distintos medios editoriales, como Planeta, Malpaís, Pengüin Random House y proyectos periodísticos independientes con Daniela Rea, Agencia Ocote, Global Initiative y Pie de Página. Trabajo de forma autogestiva desde 2019, desde una casa azul en los cerritos de Atizapán de Zaragoza. Creo en la ternura, la digna rabia y amo a los perritos.