Tierra Adentro

Su biografía, llena de huecos y contradicciones, sumada a su escritura periférica, explican por qué la obra de la autora duranguense quedó al margen durante tanto tiempo.

Nace dos veces (1900 o 1909, según las fuentes); pasa por varios nombres: primero se llama María Francisca Moya Luna, pero en algún momento Nellie Ernestina Francisca se convierte, al tomar de su tío el apellido (el Campbell al castellano), en Nellie Campobello; firma con el seudónimo de Francisca (su nombre verdadero) en la publicación de su primer libro, un poemario titulado irónicamente Yo.

Una vida bifurcada en otras: junto con su hermana, se dedicó a dar funciones de danza en colonias populares, fue coreógrafa y directora de la Escuela Nacional de Danza, también aquella que se cruzó con Federico García Lorca una tarde en La Habana, y esa otra que eligiendo la voz de una niña que al contar el episodio villista en Chihuahua entre 1916 y 1920, entregó de ese periodo un testimonio inusual. En su biografía figura un dato que obliga a abrir una pausa para reconocer la descabellada coincidencia: Campobello registró los pormenores de un conflicto violento, a la vez que vivió un acto de extrema agresión al sufrir un secuestro que la hizo desaparecer física y simbólicamente del mapa. Se llama ser testigo y víctima: porque un final así se encuentra de algún modo atado a la historia colectiva destruida del país que ella misma narró. La muerte de una mujer entreverándose en un país patriarcal no puede ser más que personal e histórica: toda existencia silenciada, se sabe, es una muerte política.

Esa circunstancia, o su biografía llena de huecos y contradicciones, o su escritura periférica, vienen quizá a explicar que su obra se hubiese quedado al margen durante tanto tiempo. Sobre todo eso: una escritura periférica. Una obra compuesta de pocos libros, de entre los cuales se destacan Cartucho. Relatos de la lucha en el Norte de México (1931) y Las manos de Mamá (1937), y que debió causar bastante desconcierto en aquella época: mientras avanzaba la épica revolucionaria, una autora optó por desmarcarse de los temas y los escenarios manidos para entregar un libro en el que se recuperaron las historias minúsculas, a través de una capacidad poética que restituía un mundo roto: ésa es la gran aportación de Cartucho, el libro por el que una autora de quien importa su presencia como su ausencia, exige una lectura más justa.

Dice la misma Campobello que todo empezó así: su libreta verde se manchó de estampas que «parecían cuentos», pero que no eran cuentos sino espacios como sepulturas donde fueron apilándose los caídos, fusilados que la narradora recuerda como si se trataran de «juguetes de infancia». Esa voz poco común en la narrativa sembró la diferencia: no sólo era mujer quien recuperaba los relatos orales o los recuerdos propios o ajenos, sino una niña, y entonces por enunciación ambos sujetos poco referidos en la lucha armada entraron a la escena para expresar, a su modo, aquel espanto. Así Cartucho contó lo visto no desde el flanco de los héroes o los villanos sino desde el punto de vista de quien todavía pudo contarlo: una niña que desde su posición, un tanto invisible frente a los otros, se salvó y al escribirlo salvó del anonimato a los otros, inmersos en una tragedia no épica sino cotidiana que ocurría fuera de casa y se metía en ella.

No menos extraño debió ser que la autora se alejara de la novela como forma literaria, y que ese puñado de vidas singulares se pareciera a los cartuchos: breves y veloces, los relatos no terminan de ser cuentos o versiones de los relatos de otros, y guardan semejanza con la urgencia con la que están narrados. Lejos de la linealidad e incluso del realismo, en estos pasajes hay una voz moviéndose entre fronteras más difusas: la de esta niña advierte, al menos, que la observación y la verdad no son sinónimos y que en medio de ellas se filtran esas historias pequeñas cuyo propósito no es el anhelo de probar algo, sino entretejer la intensidad del testimonio íntimo con la inestable fiabilidad de la memoria y la imaginación.

Los treinta y tres relatos de Cartucho fueron publicados en 1931 para después aparecer en una versión ampliada y corregida de cincuenta y seis textos agrupados en tres secciones: en una figuran los Hombres del Norte (hombres viajando hacia su aniquilación), en otra yacen los Fusilados, el resto En el fuego. Las muertes perturban por la fuerza con la que están expresadas como por lo que late debajo de ellas. Treinta y tres relatos de difícil definición son una forma de disipar y mantener, las dos cosas a la vez, ese gesto autoral que se fija en la página cuando la escritura se abre como un espacio en el cual el sujeto que enuncia nunca termina de desaparecer. La voz de Cartucho es la de la narradora adulta y la de la narradora niña, ambas fundando un lugar. Quien escribe es Campobello, una autora que desapareció física y simbólicamente, y pienso en las descabelladas coincidencias. Treinta y tres relatos en la primera versión y cincuenta y seis en la segunda: en conjunto, un cuerpo. Atravesadas las páginas por la grafía breve y veloz, ausentes y presentes tanto la autora, la niña, como esos muertos que las dos abrazan igual a sus juguetes, todo eso me pasa por la cabeza al leer Cartucho. Y me detengo en esta acotación porque me impresiona su materialidad, su carácter de archivo erosionado que, no obstante, se convierte en un inesperado vestigio de resistencia. Un texto es siempre un cuerpo, en él importan las manchas tipográficas, sus tajaduras, sus cicatrices. De ahí que Cartucho puede leerse como un cuerpo en su conjunto pero un cuerpo hecho de fragmentos que se cosen y se descosen. Destaco además que la obra se resista a ser considerada una novela, pues en los relatos tampoco puede leerse trama alguna ni explicaciones unívocas que entreguen certidumbres tranquilizadoras de lo que en aquellos años pasó. Es en la naturaleza desmembrada del libro donde yace la imposibilidad de aprehender un mundo que fue mucho más que un lugar específico atado a un periodo histórico, y del cual sólo puede recobrarse, a través de la lectura, esa trepidación en los nervios que sufre el ojo al observar cadáveres en la intemperie; esa sacudida que viene cuando descubrimos que bajo el entramado de hechos categóricos que viraron el destino de una nación, hubo sobre todo experiencias cotidianas, vidas anónimas, el filo hiriente de la mera supervivencia, gente entregándose no tanto a ideales abstractos sino a un escenario demasiado real: lo único que tenían esos hombres y mujeres era la certeza de su muerte.

El cuerpo es político cuando el lenguaje lo emancipa, es decir, «es político porque es poético». Éste es el atributo que más me conmueve de Campobello en Cartucho. Al aproximarse la narradora a un hecho histórico desde la arista de sus propios recuerdos, ahí donde nada es estable, logra algo más complejo: se «descoloca» la noción que se tiene de lo ocurrido en ese periodo de la lucha revolucionaria, se desajusta su componente canónico al estar atravesado por una mirada periférica que, al narrar, se incorpora por derecho propio a la Historia. Vuelvo a la elección de la narradora insólita en Cartucho, para destacar que ese recurso debió ser otro gesto corporal incómodo. El triunfo revolucionario tendría que admitir, en el momento de su consolidación, un relato contaminado por la brutalidad, el olvido y las omisiones. El testimonio de Campobello viste de escritura a un puñado de cuerpos desnudos. Lo hace eligiendo a una primera persona de la cual se desprenden, a la manera de un coro, esos sujetos con nombres propios o sin ellos, pero siempre singulares: se desprende eso y lo que la escritura puede retener de quienes atrapados entre la vida y la muerte son incapaces de contar su propia versión. De ahí que en Cartucho, esa gente sea de Santiago Papasquiaro, del pueblo de Guerrero, de San Pablo de Balleza, de San Antonio del Tule, de la calle Segunda del Rayo, o de Nieves, Durango. Esto es significativo porque en la enunciación se rescata a esos espacios de su naturaleza liminal y de su consecuente erosión en la memoria macrohistórica: se observa lo que pasa en los extrarradios, desde la ventana de la casa que habita una niña en la calle Segunda del Rayo en Parral, Chihuahua, y no en los espacios hegemónicos desde donde se contó la lucha armada. De ahí que basten un par de adjetivos para que esos sujetos, desprovistos de todo, posean un nuevo estatuto y se salven del anonimato al que los confina la historia oficial, cuando ésta convierte a sus soldados en números o en mera carne de cañón, cuando la batalla pervierte el estado original de los vivos y los muertos. En el libro, a esos anónimos se les otorga nombre, identidad, un atributo a los rostros «borrados de gestos». Y entonces tienen «dos colmillos de oro», o saben «llorar el recuerdo de su mamá», o parecen «un pavorreal, con la cara muy bonita y los dedos llenos de piedras brillantes», o tienen «una pierna más corta y usan un tacón para emparejarse el paso». De ellos importa su manera de caminar, el color de su piel y su pelo, la vestimenta, el lugar de procedencia.

Quienes caen son gente con atributos y de una dignidad que no les deberá arrebatar ni siquiera el llano final (más allá de los bandos a los que pertenezcan), porque todos asumen la gravedad del mismo destino en su precaria existencia («pasaba todos los días, flaco, mal vestido, era un soldado», «había hambre en su risa»). La carnicería humana es materia física y sobre todo una impresión en el ojo para esa niña: «La sangre se había helado, la junté y se la metí en la bolsa de su saco azul de borlón. Eran como cristalitos rojos que ya no se volverían hilos calientes». Cuando la niña observa un par de fusilamientos, a ella no le «salta el corazón, ni se asusta ni siente curiosidad». En vez de eso «se acerca a ellos, les cuenta los balazos, se conmueve un poquito y les dice: pobrecitos, pobrecitos». Luego ve aquella sangre: «Eran como cristalitos rojos». Esa imagen es una manera seca de decirnos que lo que hay son simples hechos, debajo de los cuales algo se desgarra silenciosamente. Lo que la niña retiene es esa demencia abiertamente inútil y sin sentido de lo real afectando su propia percepción.

Escritora y coreógrafa: dos formas de tensar las imágenes en un espacio y de fijarlas. Cartucho es como una coreografía con cadáveres en una tierra «dibujada y sola». Todo lo demás es el mismo relato oral sobre cómo la muerte, desde aquel momento hasta hoy, inundó las calles con su aroma fétido y alcalino. Todo lo demás es esa niña de Cartucho que desvía o interrumpe porque al evitar la retórica de la tragedia, entrega las sensaciones de esas muertes individuales e históricas sin la literalidad de su traspaso. La narradora de este libro derrota la narrativa donde quiera que ésta intente aparecer. Y eso que sucede allá afuera, en las calles, fuera de casa o dentro de ella cuando la muerte entra, lo registra un lenguaje esencialmente visual: sus imágenes son tan duras y plásticas que es imposible a veces entrar en ellas para interrogarlas. La de la sangre convertida en cristalitos rojos, condensa, al menos para mí, la dedicatoria del libro: «A Mamá, que me regaló cuentos verdaderos en un país donde se fabrican leyendas y donde la gente vive adormecida  de dolor oyéndolas». En ese pueblo, en esa calle, en esa casa donde vive una niña (debajo de la cual se esconde Nellie, la que nació dos veces y firmó su primer libro titulado irónicamente Yo, bajo seudónimo), hubo una forma de vida donde la muerte constante debió desquiciarla a ella, a la madre y a sus habitantes. Es «la Mamá», por cierto, la figura mítica, el eje en medio de la guerra cotidiana, pero también la transmisora, quien preserva las historias a través de la oralidad. Lo demás ha seguido más o menos como Campobello lo describió (de ahí que sea significativo leerla): un pasado bárbaro que alcanzó al presente, o que es más cercano de lo que parecería a primera vista, porque ese país del que habla Campobello cuando dedica el libro es vergonzosamente idéntico al de hoy: uno en el que se siguen fabricando leyendas y donde la gente vive adormecida de dolor oyéndolas.