Una bestia nunca estudiada
También el amor por las historias de asesinatos, como otras tendencias morales y religiosas, nos lleva de vuelta al hogar y a la vida sencilla.
G.K. Chesterton
Para Charles Jencks la arquitectura moderna firma su acta de defunción en un momento, lugar, fecha y hora muy precisos: la demolición del complejo urbano Pruitt-Igoe —obra del arquitecto Minoru Yamazaki, quien además tendría en sus manos el proyecto de las Torres Gemelas del World Trade Center neoyorquino—, el 16 de marzo de 1972 a las 3:00 pm en St. Louis Missouri. Bastión del movimiento moderno, desde su construcción entre 1954 y 1955, Pruitt-Igoe representaba las promesas de unificación que los países más desarrollados y los grandes corporativos pregonaban al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a mediados de la década de 1970 el complejo mostró la naturaleza del capitalismo vigente: los estrechos y fríos pasillos como galeras, el diseño perpendicular de los edificios libres de ornamentos y la facilidad que permitía el conglomerado para perderse entre un edificio y otro, hizo de Pruitt-Igoe una de las mayores zonas delictivas de Missouri. La única opción viable fue dinamitarlo.
Como miembro honorario del tercer mundo, México trató de implementar el mismo sistema de modernización en sus ciudades más importantes. José Luis Cuevas y Mario Pani proyectaron la, hoy deficiente, Ciudad Satélite en Naucalpan, Estado de México. Víctima de estos planes de urbanización y como una de las ciudades industrializadas más importantes del centro del país, se erige Toluca de Lerdo, lugar donde habita el dios Tölloh, tierra en otros tiempos de matlazincas, otomíes, mazahuas y malinalcas, zona de los Diablos Rojos cuyo centro de convenciones lleva por nombre La bombonera. Toluca, capital del estado y la ciudad con mayor índice de feminicidios de México, un valle que el dios Coltzin ha dejado desamparado, territorio del gordo Henry —asesino de niñas que se regocija en tomarles fotos y conservar sus huesos como pequeños trofeos que le permiten escapar del aburrimiento—, un espacio donde un jefe de policía decide sacrificar vírgenes para apaciguar la furia del dios de la montaña; un espacio para que el odio de DeerHunter (asesino serial) perpetre sus crímenes con la excusa del hartazgo y el rencor que le produce la gente:
Llegaron cajas de pollo frito a la comisaría. Un regalo de la regidora. Todos aplaudieron. En el fondo sabían que se lo merecían. El viejo matlatzinca, jefe de la policía dudó un poco y abrió un paquete familiar. Sí, fue verdad: manos, dedos, pies, ojos, testículos de policía eran el almuerzo. «Los odio», decía. Deerhunter, firmaba.
Este es el escenario que rodea el nuevo libro de Alonso Guzmán, Los geranios y la nieve. La ciudad ideal para Cervantes (acaso protagonista de la novela), un pasante de la maestría en periodismo que estudia la nota roja y la sangre que corre en las arterias de la ciudad, es incapaz de mantener una erección a menos que esté acompañada de un plato de carne y una escena grotesca:
Cervantes tuvo una erección mientras comía un par de albóndigas en chile de árbol; la sintió dura y constante al darse cuenta que la mesera de la fonda tenía, en lugar de un brazo, un muñón rosado y carnoso como las albóndigas. Mientras Cervantes masticaba la carne de res no podía quitar la vista del muñón.
Un espacio habitado por la violencia, pequeñas estampas sin forma aparente que transitan una ciudad fragmentada como los capítulos del libro; un no lugar donde, a fuerza del pastiche, la cultura pop (Holocausto caníbal, Eminem, Ivory Wave, entre otros, se dan cita en estas páginas) y la literatura, tanto los personajes como el lector, terminan por hacerse un lugar propio. No es una historia de narcos o la exaltación de una sociedad violentada por el sistema sociopolítico; nos encontramos, intuyo, ante una de las formas más terribles de la violencia: el aburrimiento.
Una lectura azarosa de los capítulos no afecta en ningún momento el tiempo, el discurso narrativo, ni mucho menos el juicio que el lector pueda hacerse de la novela. Nos encontramos ante un puzzle sin solución; un texto que por momentos parece desarticulado como los cuerpos desmembrados que hallamos a lo largo de sus páginas. Quizá esa es su mayor virtud: diseccionar la ruta de la narración y no volverla a zurcir. Como los cortes de tela dispersos que sólo presienten una prenda.
No existe misterio por resolver en este thriller. Sólo somos testigos pasivos: «Con los años la gente se cansa del recuerdo. Algunas madres buscan por su cuenta hasta morir de pena. Otras se callan, se rinden, esperan con el crispar de los nervios la llamada que les diga: “la hemos encontrado”».
«El momento actual —nos dice Guy Debord— es ya el de la autodestrucción del medio urbano». El chiste, como reflejo del filo de la navaja que de a poco se hunde en nuestra carne, se cuenta solo; la ciudad se consume a sí misma y nosotros, como el mismísimo Fingal O’Flahertie Willis Wilde (otro referente en el libro), nos comemos unos a otros. El escenario futurista punk de Blade Runner parece alcanzarnos de prisa, y de a poco y sin más remedio —porque tampoco debe o debería existir, como demuestra Guzmán en Los geranios y la nieve—, tras este espejo descarnado de la realidad, sólo podemos volver al hogar y nuestra vida sencilla.