Un libro para controlarlos a todos
A Raúl Aníbal Sánchez y Ana Laura Magis
por el amor compartido por las buenas historias
Nuestras aventuras tienden a ser humildes y de dimensiones domésticas. Por eso, a la tradición de subir una sierra todos los años yo superponía la aventura de los hobbits, a quienes se les impone una tarea que, muchas veces, temen más grande que sus capacidades. Cuando comenzaba mi adolescencia, empezó también una tradición en mi familia: cada Semana Santa subir el Cerro de San Ignacio, la cumbre de la sierra del mismo nombre, que con sus 2 900 metros se eleva más de seiscientos metros sobre la meseta en la que crecí. Una tradición que lleva más de veinte años. Es una aventura extenuante, siete kilómetros de subida desde el ejido hasta la cima, una hora allá arriba para comer y reponer fuerzas y de tres a cinco horas para regresar.
Por la misma época en que mis padres —entonces tenían la misma edad que yo tengo ahora—, mi abuelo de casi setenta años y mi hermana un año menor, empezamos a subir esa sierra, apareció también en cines La Comunidad del Anillo, dirigida por Peter Jackson. Tiempo después me hice, gracias al dinero de mis primeros trabajos, con el primer tomo de El Señor de los Anillos, el mismo que Jackson había adaptado —creo que para entonces ya estaba en cine Las dos torres—. Cierto es que la mayoría de los personajes los imaginaba con los rostros de los actores que los representaban, no así los espacios, mi experiencia de cada año de subir la sierra entre los bosques de encinos, táscates, pinos blancos y pinos reales, se superponía a las imágenes de los espacios narrados por Tolkien. Rivendel tenía esa misma luz crepuscular con la que lo dotó Jackson en su adaptación, pero era el lecho de un arroyo cerca de unos ojos de agua en la sierra —la luz crepuscular también estaba ahí puesto que a ese sitio arribábamos ya en la bajada, cuando el sol se estaba poniendo sobre las crestas que habíamos recorrido—, los alamillos, los encinos blancos y colorados, los fresnos, el agua cristalina y fresca de la que bebíamos —en la que el sol poniente resplandecía— me hacían pensar en la residencia de Elrond. Puesto que hacemos ese viaje cada año he podido ver cómo en dos décadas la sierra, un ramal de la Sierra Tarahumara, se ha ido desertificando, los ojos que conocimos no son las fuentes de entonces, apenas si existen, cada año observamos más pinos y encinos secos.
¿Por qué resonó tanto en mí aquella historia? Por supuesto está la aventura que Tolkien narra y el hecho de que las películas dirigidas por Jackson eran un fenómeno de masas en los primeros años de la década del 2000. Pero también porque El Señor de los Anillos fue un refugio. Adolescente que vivía en una pequeña ciudad del norte de México, ni siquiera era la capital del estado, contaba con pocas amistades —y de entre ellas con pocas podía hablar de cómo me sentía, de quien era, no solo de mi homosexualidad, que dada la sociedad represiva en la que vivía ni siquiera me atrevía a reconocer, sino de lo que me entusiasmaba—. Encontré una obra en la que un grupo de pequeños pueblerinos —es una forma en la que podríamos llamar a los hobbits— realizan, a su pesar, una gran aventura, recorren el mundo y hasta lo salvan. Al adolescente que fui le resultaba tentador equipararse con Frodo o Sam, con la esperanza de dejar la comarca en la que vivía y conocer el mundo. De ahí que sintiera mías las palabras de Elrond cuando habla con Frodo de su misión:
Podéis deteneros o volver, o tomar algún otro camino, según las circunstancias. Cuanto más lejos lleguéis, menos fácil será retroceder, pero ningún lazo ni juramento os obliga a ir más allá de vuestros propios corazones, y no podéis prever lo que cada uno encontrará en el camino.
En mi caso elegí el camino de la escritura y es a través de él que ahora recorro la obra de Tolkien. Descubro, algo que apenas intuí en aquellas primeras lecturas adolescentes, la prodigiosa habilidad de construcción de la obra, el profundo sentido de entramado de la narración —hilado a través de la tensión episódica y emocional de los personajes, y muy relacionado con el sentido de suspenso que se manifiesta, por ejemplo, en la estructura del III tomo, El retorno del Rey, donde, durante la primera mitad [el libro V], quien lee no sabe cuál fue el destino de Frodo y Sam, y si logran destruir el anillo, hasta empezar la segunda parte [libro VI]—.
En 1954, cuando se publicó La Comunidad del Anillo, J. R. R. Tolkien era conocido por ser un profesor de Lengua y Literatura Inglesas en la Universidad de Oxford y por haber publicado un libro para niños en 1937: El Hobbit. En la primera parte de El Señor de los Anillos, Tolkien mostró lo que el conjunto era, los personajes que la protagonizaban, el tipo de aventuras a las que se enfrentarían y cómo lo haría el adversario al anillo. Aunque el autor escribió la obra como un todo, las decisiones editoriales la separaron en tres; ayudó que en su concepción el autor la dividiera no en capítulos, sino en libros, en seis, con dos de esos libros por tomo editado se construyó la trilogía que hoy conocemos.
Tolkien escribió El Señor de los Anillos como una continuación de El Hobbit —el subtítulo, Historia de una ida y una vuelta, podría ser, de acuerdo con Ursula K. Le Guin, también el subtítulo: El hecho es que vamos caminando desde la Comarca hasta la Montaña Solitaria con Frodo y Sam. Uno, dos, izquierda, derecha, a pie, durante todo el camino de ida. Y de vuelta—, lo cual resulta evidente en la elección de los personajes protagónicos (Frodo Bolsón es sobrino de Bilbo Bolsón, el protagonista de El Hobbit; junto a su jardinero, Sam Gamyi, y sus amigos: Merry Brandigamo y Pippin Tuk). Los primeros capítulos se circunscriben a la Comarca y a contar la apacible vida de los hobbits, a quienes no les interesa aventurarse más allá de su propio espacio —Michael Moorcock, en su ensayo Epic Pooh, señala que muchas de las características de los hobbits, como su negativa a conocer el mundo más allá de su comunidad, surgieron del conservadurismo de Tolkien—. Bilbo deja la Comarca y hace a Frodo heredero de sus posesiones, incluido Bolsón Cerrado y el anillo mágico con el que se divertía. La tensión, en estas primeras páginas, apenas es apuntada, el anillo todavía no adquiere la ominosa presencia que tendrá en la obra, pero ya apunta, de alguna manera, su negatividad.
—Si me enojo [Bilbo a Gandalf], es por tu culpa. Te vuelvo a repetir que es mío. Mío. Mi tesoro. Sí, mi tesoro.
La cara del mago seguía grave y atenta, y solo una luz vacilante en los ojos profundos mostraba que estaba asombrado, y aun alarmado.
El anillo pronto se vuelve el punto central de la narración. Tolkien revierte la tradición de las narraciones de fantasía en las cuales la búsqueda de un objeto prodigioso —un tesoro, el grial, un caldero mágico o, yéndonos a la antigüedad clásica, un vellocino de oro— es el motor de la aventura, así, el objeto con propiedades mágicas está desde el primer momento en manos de los protagonistas y la aventura inicia porque hay que destruirlo. El anillo no es inocuo, como desde los primeros momentos nos lo hace notar la narración, tiene poder y voluntad.
La voluntad y el poder del anillo parece afectar menos a los hobbits, razón por la cual Frodo se convierte en el portador desde que deja la Comarca y es confirmado en esa función en el Concilio de Elrond en Rivendel, al conformarse la Comunidad del Anillo, integrado por individuos de todas las razas que habitan la Tierra Media. Los hobbits, debido a las características que Tolkien les confirió, parecen verse poco afectados por el anillo, no tienen la ambición o el deseo de control y conocimientos que otros personajes de ese mundo sí poseen —fuera de los hobbits el único ser que no se ve afectado por su poder es Tom Bombadil, un hombre que habita en el Bosque Viejo con su esposa Baya dorada, hija de un río, pero él, en tanto que es la encarnación de fuerzas naturales y casi atemporales, la cuestión del anillo, de su destrucción y la amenaza que significa Sauron poco le interesa—. De hecho, no deja de llamarme la atención que el poder del anillo sea tal que termina nombrando a la obra en sí, el título no hace referencia a Frodo o a ninguno de sus compañeros, ni al mago que descubre qué es el anillo y planea su destrucción, ni siquiera a la Tierra Media que es donde transcurren todos los hechos, sino al objeto a destruir y a su creador, Sauron, el Señor de los Anillos.
La Comunidad del Anillo se divide en los libros I y II, en el primero conocemos la Comarca y a los hobbits, en el segundo se conforma la Comunidad del Anillo y comienza el viaje para ir hacia el sur, al Monte del Destino para destruir el anillo —“La orientación es sumamente importante en todo el libro. Creo que, literalmente, en ningún momento ignoramos dónde está el norte y en qué dirección marchan los protagonistas”: Ursula K. Le Guin—. La narración se construye a través de episodios en los que una aventura tensa sigue a un momento de respiro. Así, por ejemplo, a la incursión en el Bosque Viejo, donde el bosque mismo ataca a los hobbits, sigue el encuentro con Tom Bombandil, quien los rescata del viejo sauce. Del encuentro con Tom pasan a la aventura en los túmulos y el ataque del tumulario, de quien logran escapar gracias a los recuerdos felices de Frodo y a que puede convocar a Bombadil.
Ursula K. Le Guin, en su ensayo La estructura rítmica en El Señor de los Anillos, utiliza el episodio en los túmulos para ahondar en el sentido de ritmo con el que Tolkien construyó la obra.
“Niebla en las Quebradas de los Túmulos”, unas catorce páginas, elegidas casi al azar, si bien buscaba una sección en la que los personajes viajaran, porque los viajes son un elemento principal de la historia. Peiné el capítulo recabando cada imagen, suceso y emoción importantes y anotando en particular los elementos recurrentes o las fuertes similitudes de palabras, frases, escenas, acciones, sentimientos e imágenes.
Esa elección que ella plantea como casual no lo es tanto. El tono y la atmósfera opresiva y ominosa con las que Tolkien construyó ese episodio son los mismos que se pueden encontrar en Las tumbas de Atuan, la segunda novela de la serie de novelas y cuentos que Le Guin construyó sobre Terramar, saga que no se hubiese escrito de no haber existido antes la obra de Tolkien.
Le Guin además de haber sido narradora fue poeta y de ahí que, al analizar el ritmo en El Señor de los Anillos, comience a hacerlo en sus términos más básicos, en los patrones acentuales y de medida propios de la escritura de la poesía más que de la prosa, aunque también presentes en esta:
Woolf y Dickens no escribieron poesía. Tolkien escribió mucha, en su mayoría poemas narrativos y endechas, muchas veces en formas tomadas de su campo de interés académico. A menudo sus versos demuestran una extraordinaria factura en lo relativo al metro, la aliteración y la rima, aunque son fáciles y fluidos, a veces en exceso. Con frecuencia su prosa narrativa tiene poemas intercalados, y al menos una vez en la trilogía Tolkien pasa sigilosamente de la prosa al verso sin señalarlo de manera tipográfica. En La Comunidad del Anillo, Tom Bombadil habla métricamente.
Le Guin ha leído a profundidad y con atención El Señor de los Anillos, con una atención que a nosotros que leemos la obra a través de su traducción se nos dificulta conseguir.
La prosa de Tolkien sigue la proporción normal de la narrativa, con una sílaba tónica de cada dos a cuatro. En pasajes de acción y sentimientos intensos la proporción puede aumentar hasta casi el cincuenta por ciento, como en poesía, pero, aun así, salvo las palabras de Tom, es irregular, no puede escandirse.
Pero el ritmo está ahí, Le Guin observa también a un poeta que conoce su oficio y no se puede permitir dislates que para un oído no entrenado pueden ocurrir.
El relato corre en cadencias equilibradas durante los pasajes de acción épica, con un ímpetu majestuoso que recuerda la epopeya, pero sigue siendo pura prosa. Tolkien tenía un oído demasiado bueno y demasiado entrenado en la prosodia como para caer en el verso sin darse cuenta.
El ritmo se construye, por supuesto, palabra a palabra y frase a frase, cada lengua provee de una forma particular a su prosa —ya no digamos a su poesía—, de su forma particular de construir un ritmo palabra a palabra —Tolkien, filólogo y lingüista, es muy consciente de ello.
Esa formación de Tolkien le permite utilizar un sinfín de recursos que le facilitan construir su obra. Él mismo lo dice, en su ensayo Sobre los cuentos de hadas, que escribió a finales de los 1930, cuando comenzó la escritura de El Señor de los Anillos: “Un buen artesano ama sus materiales y posee el conocimiento y la intuición de la arcilla, la piedra o la madera que solo el arte de trabajarlos puede proporcionar”. No duda en convocar elementos de la poesía, al hacer hablar a Tom o con las canciones de Bilbo o de los elfos, o elementos de la oralidad o de la prosa moderna, al respecto Le Guin apunta:
En los relatos orales, que en general preservan muchos elementos formales, se puede establecer una estructura rítmica repitiendo ciertas palabras claves y agrupando los hechos en semirrepeticiones de cosas similares y acumulables: piénsese en “Los tres osos” o “Los tres cerditos”. Las fábulas europeas utilizan tríadas; las historias de los nativos norteamericanos tienden a agrupar las cosas en conjuntos de cuatro. Con cada repetición se afirman las bases del acontecimiento culminante y se hace avanzar el relato. […] En una novela de una concepción tan profunda y una escritura tan artística como El Señor de los Anillos, esos elementos operan juntos de un modo indisoluble y simultáneo.
Tolkien logra que la narración de su obra tenga la cualidad de una narración oral, envolver a sus lectores como se envuelve al escucha de un cuento de hadas. Por supuesto, cuando él habla de cuentos de hadas no se refiere a las historias que proliferaron a partir del siglo XIX, donde las hadas son seres diminutos o las historias han sido edulcoradas a tal grado que resultan empalagosas —en sus cartas señaló, por ejemplo, su desagrado con la adaptación de Blancanieves que realizó Disney en 1937, sobre todo por la forma en la que representó a los enanos—, le interesan más los cuentos de hadas de las tradiciones orales, los cuales son su fuente —como las compilaciones que hizo Andrew Lang, y las cuales llegó a leer en su propia infancia—, a eso es a lo que aspira, a que El Señor de los Anillos tenga esa dimensión narrativa que tienen las historias orales contadas al calor del fuego y que hablan de los otros seres que habitan los bosques. En el citado ensayo Sobre los cuentos de hadas lo expresa en los siguientes términos:
Sospecho, sin embargo, que esta delicadeza de porcelana fue también un producto de la “racionalización”, que convirtió la fascinación del país de los elfos en mera delicadeza, y su invisibilidad en fragilidad que podía ocultarse en una prímula o quedar encogida tras una brizna de hierba. Tal noción comenzó a ponerse de moda poco después de que los grandes viajes empezaran a reducir demasiado el mundo como para albergar juntos a los hombres y los elfos: esa época en que la mágica región occidental de Hy Breasail se transformó en el simple Brasil, la tierra del palo brasil.
Aquí es evidente el pensamiento conservador que se le ha criticado, como lo hace Michael Moorcock en Epic Pooh, quien señala que no solo en los seres mágicos, sino en los valores de grupos específicos que retrata en su obra se manifiesta ese conservadurismo:
[Tolkien] Como Chesterton y otros escritores ortodoxos cristianos que sustituyeron fe por el rigor artístico él ve a la pequeña burguesía, los artesanos honestos y los campesinos como el baluarte contra el caos. Esta gente es siempre es retratada en con tal sentimentalismo en esas ficciones porque tradicionalmente son siempre los últimos en lamentar cualquier deficiencia del status quo [la versión al español es propia]
Así, por ejemplo, se puede hacer una lectura de los hobbits como esos campesinos, artesanos honestos y de la pequeña burguesía. A lo largo de El Señor de los Anillos una de las formas en las que se caracteriza la maldad es a través de la implementación de la técnica o del desarrollo que puede interpretarse como encaminado a la industrialización y la destrucción del medio ambiente —las acciones, por ejemplo, de Saruman en Isengar—. Este último punto jugó a favor de la difusión de la obra porque tuvo una resonancia positiva en los incipientes movimientos ambientalistas de los años 1960 y 1970.
Se puede objetar, por supuesto, que Tolkien se opuso a ese tipo de lecturas de su obra, que nunca tuvo la intención de hacer alegoría alguna en El Señor de los Anillos, como cuando apuntó que no pretendía que su obra fuera leída en la clave de las dos guerras mundiales —aunque haya luchado en la primera y el enemigo en su obra amenace en el oriente, como lo hizo Alemania, el principal enemigo de los británicos en ambos conflictos—. Pero la intención del autor es una cosa y su obra otra, y este poco o nada puede hacer para que surjan diversas lecturas, algunas contradictorias con sus propias intenciones. Por ello no es de extrañar que Moorcock vea en la obra de Tolkien una manifestación de la ideología inglesa que permitió, por ejemplo, el ascenso de Margaret Tathcer —Epic Pooh fue redactado mientras ella era primera ministra—.
Él [Tolkien] ha clamado que su trabajo era primeramente lingüístico en su concepción original, que no hay símbolos o alegorías que se puedan encontrar en ella, pero sus creencias permean el libro tan completamente como lo hacen en los libros de Charles Williams y C. S. Lewis, quienes, consciente o inconscientemente, promueven su torysmo ortodoxo en todo lo que escribieron. Mientras que hay un argumento por la naturaleza reaccionaria de los libros, ciertamente ellos son profundamente conservadores y con una fuerte posición anti-urbana […]. Yo no creo que estos libros sean ‘fascistas’, pero ciertamente no se oponen a la ilustración Tory con la que los ingleses se reconfortan a sí mismos tan frecuentemente en estos perturbados tiempos. No tienen ningún cuestionamiento para los hombres blancos que pretenden saber qué es mejor para todos.
Para Moorcock la obra de Tolkien es solo un síntoma de un problema mayor, es, por supuesto, la principal obra contra la que dirige sus ataques, pero no es la única. El énfasis que hace contra El Señor de los Anillos surge precisamente de la difusión y repercusión que esta obra tuvo desde su aparición.
después de la Primera Guerra Mundial, adoptaron los mitos sentimentales (particularmente el mito del sacrificio) que hicieron la guerra soportable (y ayudaron asegurar que fuéramos capaces de soportar más guerras) proveyéndonos con una miserable ética de pasiva “decencia” y autosacrificio, por medios de los cuales los británicos fuéramos capaces de consolarnos a nosotros mismos en nuestra apatía moral (incluso Buchan detuvo sus diatribas antisemitas para proveer algunas de estas obras). […] El Señor de los Anillos es una perniciosa confirmación de los valores de una nación en declive, con una clase moralmente en bancarrota cuya cobarde autoprotección es responsable de los problemas de Inglaterra.
Moorcock va todavía más allá en su crítica a Tolkien:
El género comercial que se desarrolló a partir de Tolkien es probablemente el efecto que más consterna. Crecí en un mundo en el que Joyce era considerado el mejor escritor anglófono del siglo XX. Sucede que yo creía que Faulkner es mejor, mientras que otros eligen a Conrad, decir Thomas Mann es un gigante ejemplar de moral y ficción mítica. Pero introducir la fantasía de Tolkien a un debate así es una triste observación de nuestros estándares y ambiciones. ¿Es una señal de nuestros tiempos más lerdos que El Señor de los Anillos reemplace al Ulises como libro ejemplar de su siglo?
No me corresponde a mí colocar en una escala las novelas del siglo XX, la reacción de Moorcock surge, como ya señalé, de la enorme difusión y repercusión que la obra de Tolkien tuvo —en Estados Unidos, por ejemplo, se generalizó sobre todo a partir de 1964 cuando se hizo la edición de pasta blanda que fue muy accesible para diversos públicos y coincidió con la llegada a ese país de otros productos culturales como, por ejemplo, The Beatles—. Desde entonces numerosos autores, tanto del mundo anglófono como fuera de él, reconocen su deuda con Tolkien, el fenómeno de masas que significó a partir de la adaptación cinematográfica de Peter Jackson. Estos son solo algunos de los ejemplos del fenómeno que produjo El Señor de los Anillos.
Incluso entre quienes se saben deudores de Tolkien no deja de haber críticas, como las señaladas por George R. R. Martin, el autor de Canción de hielo y fuego, la saga en la que se basó la exitosa serie de televisión de HBO Juego de Tronos. Martin, en una entrevista para Mikal Gilmore que se publicó en The Rolling Stones, dijo:
Gobernar es difícil. Esto [Canción de hielo y fuego] fue mi respuesta a Tolkien, a quien, por mucho que yo admiro lo critico. El Señor de los Anillos tiene una filosofía muy medieval: si el rey es un buen hombre el reino prosperará. Vemos la historia real y no es así de simple. Tolkien puede decir que Aragorn se volvió rey y reinó por cien años, y que fue sabio y bueno. Pero Tolkien no se pregunta ¿cuál fue la política tributaria de Aragorn? ¿Mantuvo un ejército permanente? ¿Cuál fue su respuesta en tiempos de inundaciones o hambrunas? ¿Y qué hay de todos esos orcos? Al final de la guerra Sauron se ha ido, pero no todos esos orcos —estaban en las montañas. ¿Aragorn promovió una política de genocidio sistemático y los mató? ¿Incluso a los pequeños bebés orcos?, ¿en sus pequeñas cunas orcas? [versión propia].
Así, Martin comenzó a construir su propio universo literario a través de la laguna que él consideró había en El Señor de los Anillos. Canción de hielo y fuego terminó siendo una obra más amplia, mucho más amplia, que la obra de la que abrevó, lo cual es solo una muestra de la influencia y fecundidad que la obra de Tolkien ha tenido desde su aparición. El mismo Martin, en una entrevista del 2014, realizada por Jim Windolf para Vanity Fair, lo planteó de la siguiente manera:
Es algo que tomé de Tolkien, en los términos de la estructura inicial del libro. Si ves El Señor de los Anillos, todo comienza en la Comarca con el cumpleaños de Bilbo. Tienes un foco demasiado pequeño. Tienes el mapa de la Comarca justo en el inicio del libro —piensas que es el mundo entero. Y luego ellos salen. Cruzan la Comarca, lo cual parece épico por sí mismo. Y luego el mundo sigue agrandándose y agrandándose. Y luego se añaden más y más personajes, y luego esos personajes se separan. Esencialmente vi al maestro ahí y adopté la misma estructura. Todo en Juego de tronos comienza en Invernalia [versión propia].
Esta obra de fantasía seduce a muchos de sus lectores —no a todos, por supuesto, y algunos, como Moorcock, han apuntado la problemática de los valores maniqueos que presenta—.
Tolkien imbuye su obra en el aura de las obras imperecederas, mientras se lee El Señor de los Anillos se tiene la sensación de adentrarse en una historia que ha sido contada una y otra vez por siglos. Quizá sea producto de su deseo de construir una mitología y un mundo a las lenguas que inventó —como señaló en sus cartas—, de la necesidad de seres que hablaran el quenya, el sindarin, la lengua oscura y el resto de las lenguas que llegó a inventar. De ahí surgió también la necesidad del woldbuilding de El Señor de los Anillos, esas lenguas inventadas no solo necesitaban quién las hablara, sino un espacio y mitos que fueran narrados y cantados en ellas, además de un espacio en el que sus hablantes se movieran y así surgió la Tierra Media y sus montañas, sus ríos, sus bosques y reinos de los hombres y los elfos.
El creador de ese mundo, conocedor de múltiples idiomas y de múltiples mitos, reviste con sus estructuras tanto a sus lenguas como a su gran mito, la epopeya de seres humildes que viven en cuevas y toman dos desayunos. Construye una narración que trata de emular los ritmos naturales y que adentra en su mundo a quien lo lee, como bien apunta Ursula K. Le Guin:
Partí de la impresión de que, en la narración, es probable que a un suceso oscuro le siga uno más luminoso (o viceversa); que cuando los personajes han realizado un esfuerzo tremendo, luego pueden tomarse un respiro; que cada acción suscita una reacción, de naturaleza nunca predecible, pues la imaginación de Tolkien es inagotable, pero de tipo más o menos predecible, como el día que sigue a la noche y el invierno al otoño.
Pero, no hay que olvidar que es una emulación, es parte del artificio del creador, hacer creer que se lee una historia que ha permanecido en la memoria por un tiempo inmemorial, una historia que él solo rescató de los anales de la Comarca, como apunta en el prólogo. Sin embargo, se lee una obra del siglo XX, una obra en la que su autor era consciente de sus lectores y de los alcances que puede tener la prosa. Otra vez Le Guin lo plantea en estos términos:
Por supuesto, esta alternancia “trocaica” entre tensión y alivio es un recurso elemental en cualquier narración, desde los cuentos populares hasta Guerra y paz; pero Tolkien la emplea de un modo llamativo. Y eso, entre otras cosas, confiere a su técnica un aire destacado a mediados del siglo XX.
El excombatiente de la Primera Guerra Mundial, el maestro de Lengua y Literatura inglesas de Oxford, logra que su obra adquiera la atemporalidad, poco importa, mientras se siguen los pasos de Frodo y Sam hacia el Monte del Destino o del resto de los miembros de la Comunidad del Anillo, que el libro haya sido publicado en los años 1950. Lo que se quiere saber es cómo logran enfrentar las aventuras que se les presentan, cómo es descansar en Rivendel o recuperar fuerzas en Lòrien o cómo fue cruzar Moria.
La sensación de encontrarse con una obra imperecedera es uno de los logros de Tolkien. En Sobre los cuentos de hadas, que escribió cuando comenzaba a construir El Señor de los Anillos, apuntó a esta cuestión:
La Renovación (que incluye una mejoría y el retorno de la salud) es un volver a ganar: volver a ganar la visión prístina. No digo “ver las cosas tal cual son” para no enzarzarme con los filósofos, si bien podría aventurarme a decir “ver las cosas como se supone o se suponía que debíamos hacerlo”, como objetos ajenos a nosotros.
Y en su obra lo consigue, al leer El Señor de los Anillos se tiene esa sensación de objetos ajenos a nosotros, pero que, sin embargo, están encaminados a pertenecernos, al hacernos partícipes de su aventura. Ese mundo imperecedero de las historias, que en su ensayo Tolkien llama Fantasía, es al que él en su novela sobre la destrucción del anillo nos introduce. Ese mundo maniqueo en el que las fuerzas del bien han de prevalecer y las del mal han de ser destruidas, en el que la voluntad de poder puede corromper todo y que, sin embargo, es lo que permite, en primera instancia, que haya una historia que contar, de ahí que sea Sauron y uno de sus epítetos los que dan nombre al libro —recuérdese que la intención original de Tolkien fue publicarlo como un solo libro, pero fue su editor quien optó por volverlo una trilogía—.
Han pasado setenta años desde su primera publicación —cuando incluso W. H. Auden la reseñó favorablemente en el The New York Times; Auden fue alumno de Tolkien en Oxford en los años 1920—. ¿Qué ha significado desde entonces?, ¿cómo se ha leído? Apenas puedo responder a esas preguntas con meras aproximaciones, sobre todo limitado por mi experiencia lectora, aproximaciones que para otros lectores podrán ser inválidas. Sin embargo, aquí pongo mi intento de responder a esas preguntas, y a algunas otras que surgieron mientras escribía este texto, este intento de entender una obra y mi lectura de ella.
Una obra, por mucha repercusión, por muchas resonancias narrativas de las que esté imbuida y por muchos ecos que tenga, es poco si sus lectores no encuentran algo en ella. En mi caso, cuando la leí por primera vez, encontré un refugio, un escape del mundo en el que vivía —una pequeña ciudad del norte de México donde ni siquiera me atrevía a declararme abiertamente a mí mismo quién era—. Encontré una aventura y la forma en la que alguien podía construir todo un mundo con sus historias, sus mitologías, sus razas y hasta sus lenguas. Un mundo en el que muchas personas desde que se publicó han encontrado refugio e inspiración —al adolescente que fui le permitía no pensar en la ciudad en la que vivía, pero también me inspiró a tratar de escribir una aventura fantástica, intento que, por otra parte, para bien, se ha perdido en la noche de los tiempos—.