Tierra Adentro

Sólo porque la peluca está ubicada sobre la cabeza, tendemos a calificarla, injustamente, como un objeto real. Es asumida con la simpleza del esmalte para uñas o las propiedades sintéticas de la tóxina butolínica. La peluca asocia las ideas de plasticidad, ocultamiento y superficialidad. Como todo postizo es, en sus propios términos, un reemplazo, un paliativo para la carencia y también, como si la medida real del asunto fuese la dicotomía entre falso/verdadero, un constructor de realidades aparentes.

Los términos de la apariencia y la simulación no están negados a los escrutinios hechos a profundidad, no son ajenos al análisis y mucho menos escapan, aun a sabiendas de su propia falsedad, al lente del pensamiento. Este último está íntimamente ligado a la cabellera. El hombre que sistemáticamente se rasca la cabeza no necesariamente está pensando, pero la imagen de los dedos hurgando entre las hebras de pelo casi siempre evoca la duda, la contemplación y el cuestionamiento, en fin, el discurrir de las ideas.

Desconozco el número de ocasiones que Luigi Amara debió rascarse la cabeza durante la escritura del libro que ahora tengo en las manos y aunque no estoy seguro de que exista una postura correcta para pensar, considero que al escribir un ensayo uno siempre debe rascarse la cabeza. Con suerte, alguna idea quedará atrapada entre uña y carne.

El ensayo, como la cabellera, suele ser maleable y difuso. Un territorio que se recorre con los ojos del tanteo y la inquietud. De ahí que sea preferible evitar los manuales que codifican las hechuras del género ensayístico, y los instructivos diseñados para dar orden y normativa a los cuidados del cabello. Desde luego, ni el ensayo ni el cabello escapan a ciertos cuidados superficiales, necesitan su forma y brillo, y claro, es preferible que tengan cierta vitalidad y no vayan por ahí soltando caspa, manchando con suciedad los dedos de sus lectores o dando una imagen malograda resultado de frases orzuelísticas o resequedad léxica.

Amara reconoce que la labor del ensayista siempre ha sido la provocación, la mutación y el embuste; pero con ello viene también la metamorfosis del escritor en un ejercicio de ida y vuelta entre su escritura y su persona. Historia descabellada de la peluca muestra a un autor disponiendo su inteligencia, disciplina e irreverencia ante un asunto que por ser considerado baladí se permite ahondar con relativa agilidad en las prácticas de simulación y efectismo propias de la cultura occidental.

Así leemos que la peluca de Andy Warhol, más que elusiva pieza contra la calvicie, puede leerse como la perfecta maquilación de una identidad artística que es a la vez mercancía y postura;  el autor además descodifica el lugar que la peluca ocupa en las cabezas de filósofos como Kant y Leibniz, argumentando que la posición de la peluca en el canon de la filosofía occidental no se reduce únicamente a una impostura de la moda, sino que se trata de «nada menos que la cabellera sofista. La cabellera sin más fundamento que la impresión que despierta. Sin raíces pero ufana de su fronda. La cabellera máscara. [Colocada] allí, en la coronilla de los más insignes filósofos».

Pero el cabello no sólo es atisbo de la identidad, también es una provocación. Como las melenas de James Dean o los Beatles, el cabello fundamenta su estilo en un espíritu transgresor porque se encuentra insatisfecho con los discursos y modelos establecidos. Luego Amara remata con la ayuda de Dusty Springfield, esa figura transgresora y a la vez establecida que «encarnó la crítica al binarismo social, a las divisiones tajantes con las que se articula la lógica de la exclusión, comenzando por la de blanco y negro, nativo y extranjero, genuino e impostado, homo y hetero», es decir, Dusty como crítica y reconsideración de la identidad.

Más que ironía, la peluca puede ser vista como una mofa, y desde esa postura –la verdaderamente falsa– se nos revela como una mentira, por lo tanto puede desafiar todo lo que entendemos como verdadero.

Los episodios recogidos aquí fluctúan entre la disertación humorística y lo fascinante de la tragedia, posiblemente porque la cultura que ha dado origen a la peluca suele comportarse de esa manera: prisionera de sus propios chistes, brutalizada por la idea de quedarse calva y, en última instancia, simulada incluso en la peor de las sequías. Me resulta inevitable recordar otro título capilar: Historia del pelo del argentino Alan Pauls, el cual desarrolla, también a partir de una fruslería tan simplona como el corte de pelo, una historia brutal, irónica y profunda sobre la época más descollante para la sociedad argentina. El pelo, más que servir de pretexto para la escritura del relato se convierte en el hilo conductor a través del cual el relato encuentra su forma.

Mención aparte merece la prosa con la cual Amara ha decidido abordar el tema del pelo. Estiliza, acicala y ondula el texto como le viene en gana. Lo cual hace de su lectura no sólo una compilación inteligente de episodios funestos sobre la falsificación, la impostura o la mentira, sino una lección precisa del ensayo como una entidad que puede leerse según la mentalidad que lo peine. Lo que Amara hace tiene poco —o realmente poco— que ver con la idea más neutralizada del ensayo como exposición de argumentos y ese rastreo, siempre inestable, de la objetividad. Sostiene otro principio, el principio de que las ideas de verticalidad y objetividad son tan ajenas al ensayo que éste podría, si así lo desea, no ocuparse de ellas, y en cambio, continuar minando las posibilidades de la escritura hacia una actitud más vital. Porque la escritura es así, más cercana a un laboratorio de la experiencia que a una ficha bibliográfica.

Historia descabellada de la peluca puede ser leído como una reconsideración de la identidad del ensayo, y en este sentido, es más que notable, es soberbio. El ensayo quizá habría de ser siempre así, difuso y ajeno a la imposición como lo hace el pelo, que lo mismo se deja mover por el viento que por la mano que lo estiliza; más que una exhibición de juicios y tesis, a ratos inconexas, una inquietud, una provocación, una postura.