Trazos urbanos y ruderales: el descubrimiento de malezas en caminatas
Camino por las calles de siempre, cuento los pasos y cruzo la ciudad, trazando el mismo recorrido para no perderme. Doy vuelta en las esquinas por las que el horizonte se ensancha, se abre como un telón, y aparece en el fondo de la escena la montaña azul. La observo en la distancia, detrás de un montón de cables, casas y edificios, y tengo el presentimiento de que se aleja más, cada día más de nosotros. Rápidamente, bajo la mirada hasta el suelo, sigo caminando, imagino que me hago pequeña, hasta que mis ojos pueden mirar, sin esfuerzo, las flores que crecen en los huecos de los cimientos. Me interno como en una gruta, imagino que puedo hacerlo.
Conforme a lo que escribe Gilles Clement en su libro Breve historia del jardín (2019), las grutas, “las cavernas, las criptas, los lugares enterrados bajo el jardín, pero que forman parte de él, interrogan al sueño y la noche, la parte inconsciente sin la cual todo lo expuesto a la luz únicamente se presentaría con la violencia de las certezas: un decorado de vanidades”. De manera similar, los espacios urbanos abandonados pueden ser vistos como equivalentes modernos de esas grutas y criptas. Aunque a menudo pasan desapercibidos, estos lugares tienen una importancia que va más allá de su apariencia superficial, pues interrogan las nociones de luz y oscuridad dentro de una ciudad, develando así aspectos ocultos, muchas veces subestimados por quienes la habitamos.
Mientras camino, el sol es extenuante, se refleja en el pavimento como si fuera un espejo, pone mi piel reseca y agrietada, gris como el cemento. Sigo andando como si estuviera hipnotizada, busco algún cambio en el color del suelo, un verde, un rosado o lila, un azul o un amarillo. Casi siempre resulta, lo encuentro y está muy cerca de mis pies, una hebra de vida que, a veces tierna, me mira, y sé que por debajo del cemento la tierra la mantiene fresca, constante en su promesa de nutrir las raíces de todas las hierbas, también de las que son efímeras.
Hay días en que prefiero no mirar hacia arriba, no quisiera encontrarme con las ramas firmes de los árboles rozando el cableado infinito, ni mucho menos ver, de nuevo, cómo la montaña continúa alejándose hasta que se desvanece. En cambio, dirijo mi atención hacia abajo, donde encuentro los tallos más pequeños, para contemplar sus hojas y sus flores cubiertas de ceniza. Me esfuerzo en indagar cuáles son sus nombres, su historia y sus significados, hasta que poco a poco se vuelve muy difícil olvidarme de ese paisaje extendido, como un bosque de juguete, por las banquetas y las grietas de los muros, en los bordes, en las ruinas y en cada rincón por donde camino.
Lo más común es encontrarme, a ras del suelo, con el tono verde oscuro tan característico de una hierba llamada tianguispepetla, una pequeña planta que se desarrolla horizontalmente. Sus tallos son lisos, de color rosa, similares a los de la verdolaga. La reconozco, es la primera que salta a mi vista, tal vez porque tengo el recuerdo de haberla temido. En más de una ocasión, recuerdo haber seguido su rastro hasta la raíz, bajo sus hojas brillantes, arrancarla con firmeza para después lavarla y hervirla. Era una práctica común entre las mujeres mayores de mi familia, preparar con esta hierba las temidas lavativas. Persigo ahora la hierba con la esperanza de que, tan solo con verla, actúe de algún modo en mí. Me concentro en esta idea, quisiera que me purgara de nuevo, que me limpiara por completo los humores como lo hacía entonces, pero ya nadie aplica ningún lavado, y no me atrevo a cortarla.
La hierba del tianguispepetla es una planta ruderal. Esto quiere decir que crece en sitios perturbados por la actividad humana, en orillas de carreteras o en terrenos abandonados y baldíos. Ruderalis proviene del latín rudera, forma plural de rudus que se refiere a escombros, fragmentos o restos de masa. Se utiliza para describir especies de plantas silvestres que se desarrollan en espacios alterados por el clima o por la actividad humana. Muchas de estas plantas coinciden con la flora arvense, es decir, aquellas que aparecen espontáneamente en campos de cultivo —arvum significa campo cultivado—.
Así como los grafitis y otras formas de expresión emergen en muchos lugares olvidados para desafiar las reglas del buen gusto, estas plantas encuentran ahí su oportunidad para la supervivencia. A menudo, son denominadas “malas hierbas” o “malezas” debido a su capacidad para surgir de manera imprevista en lugares no deseados, propagarse rápidamente y resistir incluso en condiciones adversas. Sin embargo, muchas de estas especies son nativas y han existido en esta tierra mucho antes de que nuestra ciudad moderna se impusiera sobre el paisaje. Es posible rastrear su origen, su historia, incluso conocer cuáles eran sus nombres originales, aquellos que les fueron otorgados en el lugar donde crecían de manera natural. Sus nombres reflejan el aprecio que se tenía por estas plantas, mucho antes de que fueran identificadas y clasificadas con el sistema taxonómico de Linneo.
Mientras que las flores de la hierba del tianguispepetla aparecen tan discretas entre las hendiduras del piso, como estrellas pequeñitas colocadas encima de sus hojas, he podido encontrar en más de una ocasión, como en un avistamiento, a la flor del chicalote. Esta flor solitaria no aparece de la nada en mi camino, es preciso buscarla. Después de verla en la distancia, he tenido que abrirme paso varias veces, incluso entre mallas oxidadas y materiales desgastados que delimitan algunos terrenos baldíos, porque he sentido la urgencia de hacerlo, así que voy siguiendo una señal. Buscando una mariposa entre las espinas, camino hasta mirar de cerca sus pétalos blancos o amarillos que, encima de sus hojas desgarradas, parecen de papel. He querido cortarla, llevarla a casa, ponerla en un vaso de agua para tenerla en mi cocina, pero es tan frágil y tan linda, estoy segura de que me mira, no me atrevo ni siquiera a recoger sus semillas.
Según la Biblioteca Digital de la Medicina Tradicional Mexicana, una iniciativa que recopila información relacionada con plantas y prácticas medicinales de los pueblos originarios de México, el chicalote, también conocido como cardosanto, ha sido utilizado tradicionalmente para aliviar el dolor asociado con diversas enfermedades oculares. Se reporta que Francisco Hernández, protomédico comisionado por Felipe II para dirigir una expedición científica en el siglo XVI, mencionó sus propiedades curativas, señalando que “cura y disuelve las nubes de los ojos”, es decir, las cataratas, y calma el dolor de cabeza. El chicalote pertenece al género Argemone, dentro de la familia Papaveraceae, que comprende alrededor de 35 especies y tiene una amplia distribución en todo el continente. También se le conoce como adormidera o amapola mexicana.
Al indagar la presencia de estas plantas en los espacios urbanos, es inevitable no recuperar también su importancia histórica para la región. La historia de la documentación que conocemos sobre la botánica indígena no es escasa, se remonta a las cartas de relación enviadas por Hernán Cortés a Carlos V, donde se proporcionan las primeras descripciones de plantas y sus usos. Posteriormente, en el llamado Códice Florentino, Bernardino de Sahagún recopiló, en colaboración con informantes y asistentes indígenas, abundante información sobre plantas, hierbas y prácticas antiguas.
No tengo el valor para arrancar las raíces de la hierba del tianguis, ni para cortar la flor blanca y quebradiza del chicalote, pero de cualquier forma he querido seguirlas por el camino, imaginando que al verlas, al evocarlas, las ruderales que encuentro comparten conmigo su potencia, su dominio. Repito, como una fórmula, la tonada que aprendí de la canción de Violeta Parra, “las flores de mi jardín/ han de ser mis enfermeras”.
En esta búsqueda, es frecuente observar a la hierba conocida como hierba del golpe. Su nombre científico, de acuerdo con la clasificación binomial, es Oenothera rosea, así lo indica el sitio especializado en malezas de la CONABIO (Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad), una página que destaca en su inicio:
Este sitio trata sobre las plantas silvestres que nos rodean en los paisajes cambiados por el ser humano:
las molestas, las útiles, las bellas, las curiosas,
las que son parte de la diversidad biológica y cultural que disfrutamos en México.
Es imposible recorrer ningún trayecto a pie, ni siquiera el más breve, sin que las flores rosas de la Oenothera aparezcan y abunden en los bordes entre el arroyo y la banqueta. Las observo, inclinando todo el cuerpo para distinguir su forma cuadrada, sus cuatro pétalos orientados cada uno hacia un punto cardinal, como si me anunciara un plano terrestre. La hierba del golpe nace, efímera, de la tierra que subyace a la banqueta, entretejida con verdolagas, aceitillas, salvias y con hierba de la golondrina. En el camino bajo el sol, entre las grietas, he aprendido a reconocer sus formas, sus colores, a distinguirlas, aunque la montaña azul —en la distancia— continúe alejándose con el pasar de los días.
Clement, G. (2019). Breve historia del jardín. Editorial Gustavo Gili.
Biblioteca Digital de la Medicina Tradicional Mexicana. (s.f.). http://www.medicinatradicionalmexicana.unam.mx/
Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad. (s.f.). Malezas de México. http://www.conabio.gob.mx/malezasdemexico/2inicio/home-malezas-mexico.htm