Toda utopía contiene una distopía
Aunque parezca contraintuitivo, el 90 por ciento del futuro está aquí. Las distopías que consumirán a nuestras sociedades se pueden entrever en las problemáticas contemporáneas. En este ensayo, Diego Castañeda recorre los pormenores económicos de estas distopías que, lejos de conjugarse en tiempo futuro, empiezan a estar cada vez más presentes en nuestra cotidianidad.
El mundo de las utopías y distopías es uno entrelazado desde el comienzo. Es imposible separar las utopías de Francis Bacon en la Nueva Atlántida o de Thomas More en Utopía de su contraparte en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Si las primeras son paraísos, las segundas son paraísos perdidos. Es común que hoy imaginemos mundos distópicos del futuro lejano y no tan lejano como mundos postapocalípticos, de caos y destrucción, donde la humanidad paga las consecuencias de su hibris; sin embargo, lo que realmente tienen en común, desde los despliegues de autoritarismo y trivialidad de la sociedad liliputiense o la inmoralidad de la que escapan los marineros rescatados en Bensalem hasta los clásicos del siglo XX o las nuevas distopías del siglo XXI, es algo mucho más sutil. Una distopía es, en su corazón, una historia sobre la desintegración social.
Ya sea el conflicto de los humanos con los Murlocks en The Time Machine de H.G. Wells, la sociedad perfectamente segregada en clases y ocupaciones de A Brave New World de Aldous Huxley; la sociedad profundamente superficial, vanidosa y manipulable de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury; o los humanos amenazados por la máquina, como en The City and the Stars de Arthur C. Clarke, Caves of Steel de Isaac Asimov o Do Androids Dream of Electric Sheep? de Phillip K. Dick, las distopías siempre han representado los temores e inseguridades de la sociedad en un momento específico del tiempo. Son historias que obedecen a las rápidas transformaciones de las sociedades, sus promesas y sus peligros, incluidas las tramas donde el cambio climático y la globalización ¿amenazan? a la humanidad, como en de The Windup Girl de Paolo Bacigalupi.
Wells se inspiró en los debates sobre el socialismo en el siglo XIX, Huxley en la Gran Guerra y en la desintegración de la primera globalización y del patrón oro de inicios del siglo XX. Para muchos otros, la posguerra de las dos guerras mundiales, la subsecuente Guerra Fría y los avances tecnológicos consecuentes (avances derivados del proyecto Manhattan, de los Laboratorios Bell y de la carrera espacial) guiaron sus historias.
El nacimiento de la era digital encauzó preocupaciones sobre la mente humana y la conectividad, novelas como Neuromancer de William Gibson o películas como The Matrix, por ejemplo, exploran esta relación.

Ilustración de Coral Medrano (Ciudad de México, 1985)
Si las distopías son un reflejo de su tiempo y si en su esencia tratan sobre la decadencia o la desintegración social, ¿cuáles pueden ser las distopías de nuestro tiempo?
Para intentar contestar esa pregunta, necesitamos pensar en cuáles son los grandes problemas de nuestro tiempo. ¿Cuáles son sus grandes transformaciones? Charles Stross, uno de los escritores de ciencia ficción más reconocidos de nuestra era, dice seguir una regla simple para imaginar el futuro: el 90 por ciento de lo que vemos hoy seguirá ahí en 10, 20 o 30 años. Los edificios seguirán ahí, las máquinas mejorarán pero conservarán sus funciones. El 10 por ciento restante es incertidumbre, todo puede pasar. Por lo tanto, las distopías del futuro en alguna forma ya deben estar aquí.
En el mundo interconectado del siglo XXI, dos de los grandes problemas globales son la creciente desigualdad económica y la degradación del medio ambiente. Las grandes transformaciones que vivimos son el cambio tecnológico exponencial, el fin de la hiperglobalización, la ruptura del orden global establecido desde la segunda mitad del siglo XX y el surgimiento, nuevamente, de un mundo multipolar, donde no existe una única superpotencia y la cooperación y el entendimiento entre países es más importante para resolver los problemas mundiales.
La desigualdad y el cambio climático son, en gran medida, producto de nuestra forma de vida, de la forma en que decidimos estructurar la actividad económica en el mundo. Son una consecuencia del desarrollo que elegimos, lo que los marxistas llamarían el modo de producción capitalista. Sus efectos son, en el mejor de los casos, alarmantes. La desigualdad hace a las sociedades vulnerables más propensas a la violencia, acaba con la cohesión social. La brecha entre los que tienen todo y los que no es causa de detrimento en la calidad de vida de las sociedades de todo el mundo al grado de distorsionar la vida democrática o incluso terminarla; la desigualdad creciente es una señal del advenimiento de la plutocracia global. Por su lado, la degradación ambiental, el cambio climático, la pérdida de biodiversidad son igualmente dañinas, limitan nuestra capacidad de sobrevivir en el largo plazo y ponen en riesgo a todos o casi todos los subsistemas de nuestras sociedades. Las regiones más pobres del mundo ven estos problemas en sus manifestaciones más agudas y exhiben una fragilidad enorme.
No es de extrañarnos que muchas distopías de nuestra época incorporan en alguna medida la creciente desigualdad o los peligros del clima extremo. El arte, después de todo, es una representación de la sociedad en un instante en el tiempo: la respuesta a la zozobra que produce una utopía que nos contamos todo el tiempo los unos a los otros en la vida real, la del tecno-optimismo y la disonancia cognitiva que nos produce ver que la realidad y nuestras expectativas no coinciden. No todas las utopías o distopías necesitan una manifestación literaria o cinematográfica, algunas, quizá las mejores, nos las contamos en la calle; las leemos en los periódicos, las escuchamos de comentaristas en programas de opinión o debate. Escuchamos cómo nuestros avances tecnológicos nos protegerán de nuestra desmesura o sobre cómo el modelo económico imperante es nuestra mejor opción y nos llevará al primer mundo, a ser «una potencia». La historia que nos contamos todo el tiempo es la de un futuro esplendoroso aunque al presente se le preste poca atención.
Lo que en nuestra hibris nos decimos tiene otra cara, la de las distopías de la vida real. Huxley auguraba que el precio del orden en la sociedad era la segregación en clases. Hoy la clase sigue siendo una forma de dividirnos; de hecho, la desigualdad en el mundo actual se mueve en una trayectoria que nos encamina a niveles parecidos a los del siglo XIX, donde la diferencia de clase dominaba. Bradbury temía que un gobierno totalitario controlara a tal grado la información, la cultura, que ordenaría la quema de libros y la censura de opiniones divergentes y que esto conduciría a la sociedad hacia la vanidad y vacuidad. Hoy no necesitamos que ningún gobierno queme libros o censure —aunque algunos gobiernos en el mundo lo hacen— nuestra superficialidad es producto de una dictadura más inescapable, la del tiempo, el trabajo y la productividad.
En el año 1930, John Maynard Keynes (el economista más importante del siglo XX) escribía «Economic Possibilities for Our Grandchildren», un ensayo imaginando el futuro 100 años adelante. Keynes esperaba que en el año 2030 trabajaríamos apenas 15 horas a la semana, menos del 30 por ciento de lo que hoy se trabaja en México de acuerdo a la OCDE; por lo tanto, en el ideal keynesiano, tendríamos, por gracia del crecimiento de la productividad y de los avances tecnológicos, tiempo para dedicarnos a la buena vida: a leer, al arte, a filosofar con amigos, a escribir grandes trabajos literarios, incluso al ocio. Sin duda Keynes imaginaba una especie de utopía para el trabajador. En aquel momento de los años treinta la sobreexplotación era norma en casi todo el mundo, con escasos si no es que inexistentes derechos laborales. Imaginaba una sociedad donde el progreso técnico vería sus frutos compartidos y disfrutados por todos.
Ochenta y ocho años después del pronóstico de Keynes estamos en un mundo muy distante. Los estándares de vida y la productividad sí cambiaron como Keynes esperaba, pero no las horas de trabajo. Hoy trabajamos mucho más, incluso si somos más productivos. México es un gran ejemplo de ello, es el país que más horas trabaja de la OCDE y también un país donde los trabajadores siguen sin disfrutar de derechos laborales plenos.
Vivir en un mundo que demanda cada vez más horas de trabajo, en ciudades que son como agujeros negros que capturan y devoran el tiempo de las personas en largos trayectos, siguiendo vidas cada vez más concentradas en el trabajo —la iteración de una larga rutina de la cama a la oficina y de la oficina a la cama— y menos en los placeres de la vida, es una distopía real y tangible de nuestro tiempo. Como resultado no hace falta quemar libros, la gente simplemente no tiene tiempo para leer, su información proviene más y más de fuentes que curan e interpretan información para ser consumida rápidamente con todos los sesgos que esto implica. Cada vez existe menos espacio para ejercitar el pensamiento crítico. El antídoto es tener tiempo, ¿de qué manera nuestra estructura económica podría permitirnos que ese tiempo exista para la mayoría?
Las distopías nos obligan a preguntarnos cómo es posible que una sociedad con nuestro nivel de sofisticación no sea capaz de prevenir o resolver problemas sistémicos como la degradación del planeta, la desigualdad y el cambio climático. Nuestra distopía del mundo real es estar atrapados en un mal equilibrio en el cual es difícil generar la coordinación necesaria para proveer un bien público global (nuestro medio ambiente).

Ilustración de Coral Medrano (Ciudad de México, 1985)
Frente a la dictadura de la organización social que nos hemos construido, las soluciones que suelen aparecer no son perfectas y contienen dentro de sí mismas el potencial para nuevas distopías. Una de ellas es el llamado ingreso básico universal, una transferencia mínima de recursos para todo ciudadano, que busca que nadie viva por debajo de cierto estándar. En principio, se piensa que nos haría libres, nos regresaría la capacidad de elegir sobre el tipo de vida que deseamos vivir, encontrar trabajos que nos agradan sin vernos obligados a elegir uno que nos desagrada para subsistir. Nos regresaría el dominio del tiempo para hacer lo que queramos; la solución responde al perenne temor de ser sustituidos por una máquina y vivir en el desempleo. Es una reacción al cambio tecnológico en el que vivimos, aunque en ocasiones sea exagerado. ¿Acaso esto no podría fácilmente conducir a otra distopía? Desde los clásicos del siglo XIX como Weber o como Marx sabemos que el trabajo es parte esencial de las personas. Las investigaciones modernas nos dicen que el sentirnos productivos, tener ocupación, es parte básica de nuestra salud mental y emocional; soluciones que parten de la premisa de no tener que trabajar o que faciliten la posibilidad de no trabajar, en lugar de generar las condiciones para que esos empleos existan contienen, por lo tanto, dentro de sí mismas las semillas de otra potencial causa de desintegración social. Un futuro donde no necesitemos trabajar bien podría ser una distopía del futuro.
En palabras de Ursula K. Le Guin: «Toda utopía desde Utopía también ha sido, claramente u obscuramente, realmente o posiblemente, en el juicio del autor o del lector, tanto un lugar bueno como uno malo. Toda utopía contiene una distopía, toda distopía contiene una utopía»
Un mundo profundamente desigual, donde el tiempo para todo aquello diferente del trabajo es casi un lujo y donde el daño que le hacemos a nuestro planeta nos pone en peligro existencial es un caldo de cultivo para las distopías literarias del mañana porque están inspiradas en las distopías del mundo real en el presente. Pero no tiene que ser así. Vivimos en un mundo de subóptimos, no en el paraíso; por tanto, no tenemos un paraíso que perder.
Podemos adaptarnos a los cambios actuales, al cambio tecnológico. La automatización no necesariamente implica la obsolescencia humana, la tecnología puede hacernos más productivos sin reemplazarnos, siempre y cuando nos demos a la tarea de movernos a nuevos sectores, tal como hicimos durante la primera Revolución Industrial. El cambio climático no tiene por qué destruir nuestras sociedades, no lo hará si podemos tomar medidas de adaptación y mitigación, si podemos encontrar la forma de cooperar y proveer bienes públicos globales. La desigualdad no tiene por qué seguir desintegrándonos si recordamos las lecciones de la historia, sobre cómo la desigualdad contribuyó al final de la primera globalización del siglo XIX, si recordamos que las relaciones económicas en el mundo tienen efectos distributivos y actuamos para que las ganancias y costos se distribuyan de una forma mucho más equitativa.
No existen problemas sociales que no tengan soluciones dentro de las sociedades. Esas soluciones requieren menos sueños tecnológicos, menos escapismo hacia el futuro y más política en el presente. En una época de transformaciones profundas es sencillo ver al mundo como el mejor de los mundos posibles… o el peor de ellos. La realidad es mucho menos extrema, vivimos al mismo tiempo en el peor y mejor mundo posible en algunos aspectos. Ver al mundo a través de los lentes de la utopía o la distopía es simplificar demasiado nuestra realidad. Aun así, lo utópico y lo distópico tienen una función importante, no en el futuro sino en el presente: hacernos pensar sobre mundos de desilusión y, con ello, pensar en los problemas de nuestros tiempos, concentrarnos en ese 90 por ciento que podemos prever y no en el 10 por ciento que quizá nunca exista.