Testamentos de una bestia orféica: El último deseo de Jean Cocteau
Con la boca se me leerá del pueblo y a través de todos los siglos en la fama,
si algo tienen de verdadero los presagios de los poetas, viviré.
Ovidio
I
En el río Evros flotaba una cabeza que iba cantando hacia el mar. Era la cabeza de Orfeo, aventada a las aguas después de que las Ménades lo desmembraran y decapitaran. La cabeza se dirige a una morada final, en la isla de Lesbos, y durante el trayecto sigue cantando himnos para su amada Eurídice.
La imagen del desmembramiento de Orfeo y el canto de su cabeza cercenada parece ser más importante, para Jean Cocteau, que todo el mito órfico. Un mito que, sin embargo, tiene una presencia abrumadora en toda su obra.
Orfeo cantaba deliciosamente. Los pájaros se acercaban para escucharlo y los árboles se inclinaban para recibir cerca los acordes de su lira.
Orfeo se enamoró de Eurídice que, defendiéndose de una agresión sexual, pisó una serpiente que la envenenó. Eurídice murió poco después sin que Orfeo, con todo su arte, pudiera hacer nada.
Loco de duelo, el bardo utilizó el poder de su canto para seducir a Caronte, el barquero, al cancerbero que guardaba la puerta de los infiernos, y a los mismos dioses del inframundo, para que le regresaran a Eurídice. Hades accede a su plegaria, conmovido, pero le exige una condición: no voltear a ver a Eurídice hasta llegar al reino de los vivos.
Eurídice sigue a Orfeo hasta el fin de los infiernos guiada por el sonido de su lira. Pero antes de llegar, Orfeo peca con la mirada: no resiste sentir a su amada tan cerca de él y, fatídicamente, se voltea para verla.
Eurídice se esfuma y Orfeo se queda solo.
Luego, como una venganza conjurada, las Ménades le dan muerte y esparcen los miembros arrancados de su cuerpo por diferentes rumbos. La cabeza del bardo termina, así, flotando en el Evros.
Para Maurice Blanchot, la mirada de Orfeo da nacimiento a la poesía; es un gesto de construcción y de destrucción. Eurídice representa la suma del arte de Orfeo, todo lo que desea, todo lo que puede representar. Al voltear a verla, directamente, el bardo la crea y la pierde, la captura y se le escapa.
“Para Orfeo, Eurídice es el extremo que puede alcanzar el arte; es, bajo un nombre que la disimula y un velo que la cubre, el punto profundamente oscuro hacia el cual el arte, el deseo, la muerte y la noche parecen dirigirse.”
El gesto poético requiere así un sacrificio. El poeta crea y destruye constantemente su arte, se interna en la noche, encuentra y pierde. Todo esto vive y permea en el imaginario de Jean Cocteau.
Desde una precoz juventud, Cocteau sabía que quería dedicar su vida a la poesía. Uno de los últimos movimientos literarios nostálgicos del pasado, el simbolismo, lo acogió en sus brazos. Todo alrededor de él hablaba de glorias antiguas, de encantos románticos opuestos a la horrenda revolución industrial, de la exploración sin fronteras de la naturaleza y del rico espacio interno del alma.
Cocteau, rápidamente, encontró una expresión propia. A los 19 años, el famosísimo actor Édouard de Max le organizó un recital de poesía en el Teatro Femina de los Campos Elíseos de París. El teatro está atiborrado por la popularidad de De Max y todos quedaron cautivados por el precoz talento de un joven elegante, grácil y sumamente hermoso que leía versos con ojos llenos de lágrimas.
Los más importantes actores de la Comédie Francaise e intérpretes de ópera leyeron sus poemas. La escena cultural francesa estaba impresionada: frente a ellos, con un pesimismo encantador y un talento inaudito para los versos, se elevaba un nuevo Rimbaud.
Cocteau se instaló en el Hôtel Biron, justo encima del taller de Rodin y recibía a la crema y nata de la intelectualidad francesa. Este joven de veinte años ya era el poeta más famoso de su generación y su departamento se convirtió en un núcleo de pensadores, músicos y escritores en la efervescente vida literaria de Francia antes de la Gran Guerra.
Cocteau fue una figura esencial de la intelectualidad francesa que atravesó sesenta años de creatividad definiendo las vanguardias. Su historia se entrecruza con la de Max Ernst, Pablo Picasso, Igor Stravinski, Guillaume Apollinaire, Erik Satie, Eugène Ionesco, Jean Giraudoux, Jean Marais, Jean Anouilh, Colette, Jean-Luc Godard, Jean-Pierre Melville, François Truffaut, Charlie Chaplin, Maurice Barrés, Modigliani, Maria Casarès, Max Jacob, Jacques Audiberti, W.H. Auden, Ezra Pound, Pierre Bergé, Georges Simenon, Thomas Mann, Diego Rivera, Andy Warhol, Alejo Carpentier y una lista interminable del polvoso panteón intelectual del siglo XX.
En una carta, Marcel Proust le escribió, con admiración:
“Es conmovedor pensar que de esa flor tan bella y dulce, tan inocente e inclinada, que eres, haya podido crear, sin que se rompa el tallo y deje de ser gustosa y flexible, una inmensa y sólida columna de pensamientos y perfumes.”
Para Cocteau la figura del poeta se convirtió en un destino. Antes de que supiera quién era, el mundo ya le había dicho que era un gran poeta. La figura del poeta lo atravesó, lo definió y lo volvió inalcanzable.
Cocteau se creó y se destruyó a través de esta identidad fugaz representada en la mirada de Orfeo. Y en su vida poética se plasmó la imagen obsesiva de ese bardo ecléctico, nato versificador, prodigio de un don otorgado por los dioses que fue cortado en pedazos y cuya cabeza terminó flotando en un río mientras cantaba versos de amor.
II
Estrella de juventud, figura esencial para la cultura literaria francesa de principios de siglo, ahora Jean Cocteau parece un recuerdo diluido. Su nombre resuena con una importancia algo caduca. Nadie recuerda su historia y cuáles fueron sus laureles.
¿Era un escritor de teatro? ¿Un pintor? ¿Un cineasta? ¿Un poeta?
Cocteau, como algunos de sus contemporáneos, vive ahora en un limbo impreciso. Su nombre sigue significando mucho y, al mismo tiempo, ya no quiere decir nada. Aún existe su fama, pero no se leen, no se comentan, y no se ven sus obras.
Las palabras dulces, las alabanzas que recibió en los años veinte, las épocas de gloria de un escritor que floreció muy joven y se convirtió en el centro de las letras francesas, no duraron mucho. Cocteau no tuvo la suerte del poeta que brilla intensamente y se extingue rápido: su vida y su producción rebasaron por mucho los arrebatos de la juventud. Pronto, se convirtió en una figura incómoda.
La envidia de algunos, el franco desprecio de otros y la homofobia de todos, hicieron que su nombre se manchara. Con el paso del tiempo, hablar de Cocteau en los grandes círculos intelectuales de París, era hablar de un lugar común, de un farsante acabado, grandilocuente, que quiso hacer demasiadas cosas y que no logró hacer ninguna.
La imagen de Cocteau pasó de la admiración por un creador joven y multifacético, que hizo ensayo y crítica, poesía, narrativa, teatro y cine desde muy temprana edad; a la de una figura arcaica que, en tiempos de vanguardias, nuevas formas de la novela y el paso del surrealismo onírico, seguía hablando de nereides y escribiendo en alejandrinos.
Mucho de esto tuvo que ver, por supuesto, su eterna pelea con los surrealistas. Cocteau, se podría decir, era un surrealista antes de su tiempo. Pero no era un escritor político, era bisexual y había nacido en una familia burguesa acomodada: tres cosas que los surrealistas y, en particular, André Bréton, nunca le perdonaron.
Breton, como líder tiránico del movimiento surrealista, dedicó su vida a confrontar todo lo que hacía Cocteau. Y los surrealistas siguieron su mandato: desde el festival Dada destruían globos con su nombre; Robert Desnos declaró abiertamente que le gustaría que regresara el terror revolucionario para poder torturarlo públicamente; Paul Éluard pidió que lo fusilaran como a una bestia apestosa y, en 1930, interrumpió su obra, La Voix Humaine con gritos homofóbicos; también, en 1932, con Louis Aragon y Luis Buñuel se pararon frente a su departamento para esperarlo y golpearlo por haber robado, supuestamente, la idea de la película L’Âge D’Or; René Char, finalmente, estuvo a punto de atacarlo afuera de un cine en Montparnasse…
Era tal el odio que le tenía André Breton que, en los años sesenta, casi cinco décadas después de que empezara su disputa, escribió una carta virulenta para que no le dieran el reconocimiento de “Príncipe de los Poetas”. Para entonces, Cocteau ya era miembro de la Academia Francesa, estaba más que consagrado, y era el presidente de honor del jurado del Festival de Cannes.
“El contenido de su versificación, sin necesidad de recurrir al psicoanálisis, escribía Breton, es igual al de las frases que se leen en urinarios. Debe ser visto como antipoeta por esa complexión típica de impostor nato. Su astucia (cosida y aderezada de un hilo nauseabundo) siempre ha sido la de hacer pasar el anticonformismo por conformismo y visceversa. Hace cuarenta años fue lo que pasó con Radiguet. Y no hizo más que retomarlo con mayor imprudencia al ser elegido por la Academia.”
En esta carta, por demás violenta y llena de una prosa que, lejos de ser brillante, mostraba ya la decadencia furibunda del jefe del surrealismo, Breton menciona un episodio por demás doloroso para atacar a Cocteau. Cuando habla de Radiguet, Breton se refiere a un joven poeta que murió por una fiebre tísica a la edad de veinte años. Raymond Radiguet era el amante de Cocteau y su muerte se derivó de los malos cuidados del médico de cabecera del laureado poeta.
Como protector de Radiguet, Cocteau falló. Como con muchos otros, Cocteau convirtió a un joven y talentoso efebo en su amante. Pero Radiguet murió bajo su protección y Cocteau fue visto como el culpable de una decadencia prematura y una muerte negligente.
Este episodio traumático, junto al del suicidio de su padre, alimentaron la obsesión de Cocteau con la muerte. Alimentaron también la terrible culpa que cargó hasta el final de sus días. Todo esto alimentando una aguda adicción al opio de la que nunca se pudo librar. El golpe de Breton, en efecto, fue bajo.
Al final de su vida, la obsesión con la muerte, la culpa y los delirios de persecución asediaban a Cocteau. A pesar de estar rodeado por artistas imprescindibles que lo consideraban todavía un gran poeta, Cocteau sentía que su legado se desvanecía. Llegó a autodenominarse “el hombre más odiado de Francia”.
Cocteau vivía nostálgico de otros aplausos, de sentirse relevante, de ser el más querido y más necesitado en la escena cultural. El hecho de vivir esta nostalgia mientras surcaba el Mediterráneo en Orfeo I y II, sus yates, no lo convertía en una figura más empática. Para los años sesenta, su tiempo ya había pasado. La escritura cargada de símbolos e intensidad romántica que lo caracterizaba no era la moda de un tiempo entregado al genio pronominal, formalista y seco de Natalie Sarraute y Alain Robbe-Grillet.
Ni siquiera lo consolaban las alabanzas de los jóvenes críticos y cineastas de Les Cahiers du Cinéma. Cocteau, visiblemente emocionado por la pasión que mostraban por sus obras cinematográficas Godard y Truffaut, Éric Rohmer y Jacques Rivette, también sentía que era el fruto de una nostalgia irreverente. Ellos lo querían porque, para ser diferentes a todos, debían alabar al más odiado.
El gran poeta de principios de siglo estaba roto. Todo lo que había conseguido le parecía un castillo de naipes, lo asediaban los fantasmas de amantes, el escarnio público, el odio de otros escritores.
Cocteau era profundamente infeliz y pensaba en el vacío de su legado. Aun así, en su lápida, Cocteau escribió el deseo de toda su vida:
“Me quedo con ustedes.”
III
Tres años antes de morir, Cocteau filmó su última película. A diferencia de experiencias previas, durante este rodaje, el crew entero estaba enamorado de él. Nadie sufrió por sus peticiones excesivas, todos le acordaron todo. El equipo completo dormía en el mismo lugar, comían juntos, bebían juntos.
Sus viejos amigos, Picasso, Charles Aznavour, Jean-Pierre Leaud, y un muy hermoso y joven Yul Brynner, participaron gustosos en su capricho. Truffaut, endeudándose por todas partes, pagó la producción.
En el último día de rodaje, Cocteau estaba ansioso. Lo vieron de mal humor, algo se le estaba yendo de las manos.
Cocteau pintó, en la secuencia final de la cinta, un trazo de la cara de Orfeo y, con ese gesto, se despidió del mundo. Estaba terminando su legado, la vida se le escapaba.
Lo que ponía tan triste a Cocteau, sin embargo, no era el miedo a la muerte, sino que al realizar su testamento, durante ese rodaje idílico, había encontrado el calor familiar, las alabanzas y el amor comunal que tanto había buscado en vida. Era un poco tarde, pero era conmovedor.
Le Testament d’Orphée concluye un viaje cinematográfico que inició, tres décadas antes, con Le Sang d’un Poète. Desde esa maravillosa cinta filmada en 1930 (aunque estrenada hasta 1932 por culpa de André Breton, lo adivinaron bien), Cocteau ya empezaba a enarbolar sus ideas en torno al cine.
Le Sang d’un Poète fue una obra profundamente personal que exploraba las inquietudes de un poeta y de una época. Aquí estaba ya la violencia de la muerte, el espectáculo de la crueldad, la cercanía con la adicción al opio. También había una estética homoerótica única que, a pesar de las recriminaciones de plagio de los surrealistas, era absolutamente ajena al cine de Buñuel.
A partir de este primer ensayo cinematográfico, Cocteau se aventuró en proyectos cada vez más osados. Conoció nuevos éxitos que lo hicieron recordar sus mejores años de alabanza. Escribió el guión de L’Éternel Retour (1942) que consagró como actor y símbolo sexual a su amante, Jean Marais. También realizó, en 1946, una de las más importantes películas fantásticas de todos los tiempos, La Belle et la Bête. Finalmente, se afirmó su romance con la Nouvelle Vague a través de la genial adaptación de su novela Les Enfants Terribles, que realizó con Jean-Pierre Melville en 1950.
A través de tres décadas de producción cinematográfica, sin embargo, la obra más íntima, más importante, para el pensamiento de Cocteau fue, por supuesto, su trilogía de Orfeo. Una trilogía centrada en el motivo del bardo que, después de Le Sang d’un Poète (1930), continuó con Orphée en 1950 y terminó con su última película, rodada sólo algunos años antes de morir, Le Testament D’Orphée de 1960.
A través de estas obras, Cocteau definió una estética propia. A diferencia de los surrealistas, él no pensaba en el cine como un medio más para expresar el inconsciente. Lo suyo no era una construcción onírica, sino el uso específico de otro lenguaje para escribir poesía. Muy literalmente, él hablaba de “escribir con luz” y de utilizar a los actores como “la tinta de un estilógrafo”.
“El cinematógrafo es una escritura; una escritura que requiere un estilo. […] El estilo con el que se reconoce a cada poeta es el ángulo desde el que mira las cosas y las expresa. Es lo mismo en el cine. El ángulo debe ser una preocupación constante para el poeta-cineasta- Lo que filma no tiene ninguna importancia. O casi. Es la manera en que filma lo que importa.”
Cocteau ya admitía un formalismo sensible desde sus primeros acercamientos al cine y esta preocupación formal se quedó siempre con él. Por algo nunca hablo de cine, sino de cinematografía. La grafía, la escritura, en el cine, eran para él aspectos esenciales.
Lo importante de la filmación era atrapar lo que sucedía frente a la cámara. El hecho mismo de emplazar la cámara era un acto religioso. Porque la materialidad de la película, de la cámara y de lo que sucede frente a ella es algo que transforma, para Cocteau, la realidad misma.
“El cine, al ejercer un poder sobre el tiempo, permite que haya un intermediario entre lo real y el hombre.” Explica Caroline Surmann. “No solamente permite desacelerar o acelerar el desarrollo del tiempo, sino que permite cortarlo y reconstruirlo, suspenderlo y revertirlo, revirtiendo, así, el orden de la causalidad. En sus películas, para hacer que lo irreal aparezca en pantalla, Cocteau invoca todo tipo de manipulaciones en el desarrollo mismo del negativo.”
Como bien señala Surmann, para Cocteau, como para Barthes y para Bazin antes que él, el cine demuestra, en una primera inmediatez, que aquello que sucedió frente a la cámara existió. Algo ocurrió y quedó impreso en la película.
Por eso a Cocteau le interesa la manipulación de la película, pero nunca los efectos visuales de postproducción hechos en laboratorio. En la manipulación posterior del negativo se perdería el vínculo físico con la realidad plasmada. Separado de lo real, el cine no tendría sentido.
Sobreimpresiones, stop-motion, cámaras lentas, secuencias revertidas, trucos de luz, trucos de foto práctica, trucos de montaje, todo lo que Cocteau ponía en juego en sus películas empezaba con algo que ocurrió frente a la cámara. Lo que manipulaba era la realidad misma.
Para Cocteau, el cine muestra la verdad de lo irreal. A través de un lenguaje de imágenes, de una escritura de luz, la realidad desnuda lo que normalmente escondería. Ese, finalmente, es el propósito mismo de la poesía según los formalistas rusos (diría Jakobson, para la función poética del lenguaje, proyectar el eje de la selección sobre el eje de la combinación).
“Cocteau considera”, continúa Surmann, “que estas manipulaciones son siempre la verdad porque concibe al tiempo y al espacio como entidades subjetivas y, por lo tanto, relativas. Estas unidades sólo valen para nosotros y no en sí. `El tiempo es un fenómeno de perspectiva’, decía Cocteau. El tiempo está fundado en la percepción y no en las cosas en sí. Al manipularlo no se desfigura, sino que se revela lo real proponiendo otra realidad posible.”
Desde Le Sang d’un Poète, entonces, Cocteau experimenta con la materia fílmica para decir algo más sobre lo real. Sacar, como él diría, la noche a pleno día. Y esa noche no es otra que su propia noche.
Desde la primera cinta que filmó, a través del lenguaje cinematográfico, Cocteau está tratando de decirse. “Una especie de striptease”, dice la voz en off de Le Testament d’Orphée, “para desnudar mi alma.”
Al recrear el mito órfico, Cocteau se está recreando. Con la manipulación de la realidad, está tratando de dar a luz el inverso de lo que es, el otro que regresa esa mirada impasible en el espejo. Por eso, entre muchas otras cosas, podemos notar un interés obsesivo por la figura del poeta en la trilogía de Orfeo.
Por eso, también, en Le Testament d’Orphée, Cocteau mismo aparece en la pantalla encarnando al poeta. Ya no se trata de Enrique Rivero en la primera cinta o el símbolo sexual Jean Marais en la segunda. Aquí, Coteau deja de darle vueltas al tema órfico y se representa a sí mismo como la encarnación del bardo.
Inmediatamente, esto crea un sentido unitario que atraviesa la trilogía; un sentido que nada más confirma lo que siempre se supo: Cocteau usó al cine y, en particular, a la figura de Orfeo en el cine, para encontrarse. Lo que se dice en sus películas, pues, es la irrealidad de su realidad, la verdad de su noche, la exploración de sus obsesiones.
IV
“Toda película es una película de ficción.”
Esta declaración del teórico y semiótico francés Christian Metz puede sonar un poco tajante… pero no deja de ser cierta.
Metz explica que toda película es una ficción por la ausencia de lo que representa. En el teatro, por ejemplo, las cosas son distintas. No importa, en verdad, si se representa la obra más delirante del sueño de Artaud, un ejercicio de desautomatización brechtiana o una comedia musical, los actores están ahí y la representación comparte el mismo espacio que el espectador.
En el cine, sin embargo, estamos frente a una pantalla en donde aparecen personas y objetos que ya no están; se pronuncian palabras que no fueron enunciadas en ese momento; se escucha música que no fue interpretada en la sala.
“Lo que sucede en la pantalla puede ser más o menos ficticio, pero la manera en que se desenvuelve es ficticia en sí: el actor, el decorado, las palabras que uno escucha están todas ausentes, todo fue grabado […]. Es el significante en sí, como un todo, que se graba, que es ausencia: una pequeña tira perforada y enrollada que “contiene” vastos paisajes, batallas arregladas, la forma en que se derrite el hielo en el río Neva, vidas enteras, y que pueden caber en una familiar lata de metal cuyas dimensiones modestas son una clara prueba de que ahí, `en realidad’, no está contenido todo eso.”
Para Metz, entonces, el cine es más perceptivo y menos perceptivo que otras artes. Por una parte, todo lo que percibimos en el cine es falso y, sin embargo, en pocos medios lo percibimos de una manera tan intensa, inmediata, completa y vivencial. Es decir que la percepción es real, pero lo que percibimos no es el objeto: “sólo es sombra, fantasma, un doble, una réplica, un nuevo tipo de espejo.”
Lo que es interesante de la analogía de Metz del cine como espejo es que, justamente, se trata de un espejo en el que los únicos ausentes son los espectadores que miran. En el espejo de la pantalla de cine puede caber todo, las batallas arregladas, el hielo que se derrite y los paisajes descomunales. Pero el espectador jamás podrá encontrarse como reflejo en ese mundo.
Por eso, para Metz, el espectador no se identifica -porque tiene que haber una identificación para que todo esto funcione- ni con los personajes, ni con los objetos, ni con la trama, sino consigo mismo, percibiéndose así, percibiendo, en una sala oscura. Por su ausencia en la pantalla -ese lugar en dónde sólo hay objetos ausentes-, el espectador se encuentra con su propia presencia. Es un momento de regreso a sí mismo, a la percepción presente que Metz compara incluso, en términos psicoanalíticos, con la presencia hiper-perceptiva del niño que descubre su ser físico en el mundo frente a un espejo.
El cementerio, decía Bajtín, está lleno de otros. En el cine, responde Metz, sólo el otro puede habitar la pantalla.
V
Al leer estas reflexiones de Metz no puedo dejar de pensar en Cocteau.
En la trilogía de Orfeo, el motivo más recurrente es siempre el del espejo. El poeta de Le Sang d’un Poète pide permiso a la estatua animada para cruzar el espejo y encontrar a sus fantasmas. En Orphée, el poeta atraviesa el espejo para perseguir a La Muerte de Casarès hasta los infiernos. En Le Testament d’Orphée, es Cocteau mismo el que atraviesa, por última vez, un espejo para encontrar a sus amantes muertos y enfrentar el juicio de sus pares.
El espejo, en el cine de Cocteau, es el umbral que divide a los mundos, que separa el adentro y el afuera, la exterioridad del poeta y su noche íntima. Es también el motivo con el que Cocteau experimentó más la plasticidad del montaje, la manera de truquear el tiempo y duplicar a los actores.
“Cocteau parece haber traducido sus ideas poéticas sobre lo real en la práctica cinematográfica” Explica Surmann. “El doble, el reflejo, el espejo que no es un espejo, son elementos que juegan con las apariencias, con lo que está representado y lo que vemos realmente. Ilustran la relatividad de lo real y evocan el `yo’ alternativo y equívoco que nos habita a todos.”
El vanidoso y frágil poeta siempre supo, instintivamente, que su ausencia podría reafirmarse en otros espejos. El constante motivo del espejo atravesado, en su producción fílmica, para pasar a la noche, al lado oculto de sí mismo, se desdobló, en su legado cinematográfico, en otro espejo; el espejo que también es la pantalla de cine; el espejo en el que, con cada proyección, sigue reflejándose.
Por eso, tal vez, escribió su último testamento con una cámara. El lenguaje cinematográfico sirvió para que Cocteau explorara una intimidad en compañía. Este espíritu romántico tan desplazado, tan solitario a pesar de su nutrido entourage, buscó, al final de su vida, trasladar la desautomatización del lenguaje en la poesía, hacia la desautomatización de la realidad en el cine. Y así, creó un vínculo con la posteridad, con el espectador que se encuentra frente a una pantalla como frente a un espejo.
Al ver una película de Cocteau, el espectador se enfrenta al reflejo de un mundo ausente, habitado por un poeta de otras épocas. En ese reflejo, el espectador ausente se llena de la presencia del otro, del alma desnuda de quien todavía habita detrás del espejo.
Este último contacto con el espectador, este último acto de amor generalizado es el verdadero testamento del poeta que soñaba con una eternidad acompañada. A través del cine, Cocteau conquistó el amor masivo que siempre deseó.
En Le Testament D’Orphée, con la cara tiesa por cirugías faciales, sin poder hacer ese coqueto gesto de parar los labios que tanto le gustaba, Cocteau regó su sangre simbólica para estar siempre con nosotros. Lo que nos dejó, pues, no es esa imagen de una vejez tramposa, sino la presencia de su ausencia.
Cocteau atravesó, por así decirlo, un último espejo.
Con un testamento cinematográfico, el poeta, finalmente, logró irse flotando, como la cabeza decapitada de Orfeo, cantando para siempre un amor no correspondido al mundo, sobre el lejano río de nuestras miradas.
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Bibliografía:
Todas las citas de Jean Cocteau y de Caroline Surmann fueron tomadas de la copiosa monografía publicada en Les Cahiers de L’Herne en torno al poeta francés. Son más de mil páginas imperdibles con escritos inéditos, ensayos teóricos y correspondencias: una lectura muy recomendable para todos los interesados en el tema.
– Linarès, Serge, dir., 2016. Cahier Jean Cocteau. Les Cahiers de L’Herne. Marseille.
Los detalles biográficos sobre la vida de Cocteau son tomados de la magnífica, lúcida y divertida biografía-monumento de Claude Arnaud publicada originalmente en francés.
– Arnaud, Claude, 2016. Jean Cocteau, A Life. Yale University Press. New Haven and London.
Los textos teóricos de Christian Metz son tomados de su seminal libro sobre cine y psicoanálisis publicado originalmente en francés en los años setenta:
– Metz, Christian, 1982. The Imaginary Signifier: Psychoanalysis and the Cinema. Indiana University Press. Bloomington and Indianapolis.
También, tomé la cita de Maurice Blanchot y diferentes perspectivas de lectura de la muy interesante tesis de Sarah Bewick:
Bewick, Sarah Catherine, 2010. Le Regard Tactile chez Jean Cocteau: Une analyse esthétique de la trilogie orphique. Durham theses, Durham University. Available at Durham E-Theses Online: http://etheses.dur.ac.uk/336/
Todas las traducciones son mías y les pido una sincera disculpa por las molestias que eso les ocasione.