Tierra Adentro
Sabino Guisu. Smoking mirror (Detalle). Colección Behuman Gallery, EU

Sin lugar a dudas, los aficionados al cine de Pedro Almodóvar habrán identificado en Los amantes pasajeros (2013) un tópico bastante común en el imaginario del director manchego. Me refiero a la bella durmiente, que toma forma en esta película no en uno, sino en dos personajes (una mujer y un hombre) y, a decir verdad, en toda la clase turista de un avión esperpéntico y zozobrante. Rossy de Palma, Leonor Watling y Blanca Suárez ─en Mujeres al borde de un ataque de nervios, Hable con ella y La piel que habito, respectivamente─ dan cuerpo a la joven que, por una u otra razón, entra en una especie de sueño profundísimo, erótico y violento, colindante con el coma o la muerte.

Almodóvar construye a sus bellas y bellos durmientes con elementos del cine negro y el cuento de hadas: con algo de Howard Hawks y algo más de Walt Disney. Pero el tópico no es exclusivo del cine: la narrativa tradicional (de Basile a los hermanos Grimm, pasando por Perrault) y la novela moderna (en el genial Kawabata y en el ya declinante García Márquez), pero también la pintura (de la Venus dormida de Giorgione a muchos lienzos de Paul Delvaux) y la danza (de La bella durmiente de Petipa y Chaikovski al relato autobiográfico del coreógrafo Pedro Pauwels), lo recrean con mayor o menor apego a mitos y antiguas leyendas, como las de Hipnos, Morfeo y Endimión. En la poesía, como puede mostrarse con ejemplos de autores jóvenes como Carlos Pérez Vázquez (nacido en 1971) y Ana Velarde (nacida en 1991), el tópico de la bella o bello durmiente suele fundirse con otro, propio del alba o albada de los trovadores medievales y muchos poetas renacentistas: el de la enamorada que ve llegar el amanecer y lamenta que su amado, con quien ha pasado la noche, tenga que irse.

Los dos primeros poemas de La caja X (2012) de Pérez Vázquez, poeta de la sorpresa cotidiana, dan el tono del resto del poemario situando el comienzo de todas las cosas en un amanecer o, en su defecto, en las postrimerías de una siesta. No se trata, desde luego, de cualquier despertar, sino del despertar gradual de una pareja (en el primer poema, “Clorofílico”) y su exacto reverso: el afán del enamorado insomne por integrarse al sueño de su amada (en el segundo poema, “Hermético”). Entrar en ese sueño es entrar, también, en un cuerpo: “buceo buscando / el mensaje difuso, / alejarme de la tierra tan firme / del insomnio, / para encontrarte plácida, / en la fuente profunda / de un sueño húmedo”.

En esos poemas de Pérez Vázquez podrían oírse algunos ecos del Homero Aridjis de Mirándola dormir (1964) o el Jorge Esquinca de La noche en blanco (1982). En el extenso poema en prosa de Aridjis, el sueño de la mujer amada intensifica la tensión entre mundo exterior y mundo interior, entre naturaleza y conciencia, entre intemperie y refugio, entre día y noche: “Afuera llueve; pasadas pulsaciones llegan a nosotros; el aire húmedo entra a la alcoba con paso sigiloso; tú duermes al fondo de todo lo que duerme”. Llueve también, “de madrugada”, en el poema inicial de La noche en blanco. Tiempo después, cuando ya “clarea”, las nubes y la oscuridad misma “se dispersan”. El enamorado se dirige a su amada, que duerme, haciéndole un ruego muy elocuente: “No despiertes aún”. Alargar un poco más el sueño es, en Esquinca como en Aridjis, mantener viva una energía misteriosa contra la cual se conjuran la frialdad racionalista y la conveniencia pragmática.

El poemario de Ana Velarde, La luz cuando amanece (2012), termina con un soneto sin rima que parece ajustarse, verso por verso, al patrón del alba trovadoresca. Lo cierto, sin embargo, es que un importante rasgo psicológico caracteriza el poema de Lara: la enamorada, en él, no lamenta el amanecer. Antes bien, será en la dicha de la carne (la mezcla de connotaciones eróticas y religiosas debe percibirse como una expresión de fervor devocional sólo después de haberse percibido como una estrategia poética) donde se redima, ya vuelta cuerpo, el alma.