Su nombre era muerte. La novela contra la sociedad secreta
Rafael Bernal fue miembro de la Unión Nacional Sinarquista; sin embargo, su filiación política nunca fue un impedimento para ver con objetividad las acciones y movimientos dentro de aquel grupo. En la novela Su nombre era Muerte, nos explica Xalbador García, Bernal plasmó su visión sobre los vicios del sinarquismo en un ejercicio de crítica social y denuncia.
La Décima Junta Anual de líderes de la Unión Nacional Sinarquista (UNS), llevada a cabo en diciembre de 1948 en la Ciudad de México, terminó frente a la estatua de Benito Juárez en la Alameda Central. Luego de los discursos en contra del Benemérito de las Américas, Rafael Bernal, uno de los dirigentes, azuzó a los asistentes a encapuchar la estatua de Juárez, «el representante por excelencia del laicismo mexicano y, por ende, el canalla más grande de la historia de México para los sinarquistas».[1]
A consecuencia de estos actos, varios jefes, entre ellos el mismo Bernal, fueron encarcelados. Además, el Congreso proclamó el natalicio de Juárez como fiesta nacional y, el 28 de enero de 1949, la Secretaría de Gobierno, a cargo de Adolfo Ruiz Cortines, canceló el registro del Partido Fuerza Popular (PFP), brazo político del sinarquismo desde 1946, quedando fuera de las elecciones de julio de 1949.
Rafael Bernal se afilió a Fuerza Popular siguiendo los ideales de justicia social que había reflejado en Memorias de Santiago Oxtotilpan (1945) y El fin de la esperanza (1948). En la primera, la geografía es la protagonista. Se trata de un pueblo que se niega al cambio, pues lo percibe como un aspecto más del rosario de injusticias que ha sufrido a lo largo de la historia nacional. En la segunda, ofrece una perspectiva más amplia de los sinarquistas. Alejados del fascismo e incluso del nazismo a los que se les ligaba durante la época, la novela los presenta como integrantes de una agrupación que apoya a los campesinos que no fueron cobijados por las reformas de Lázaro Cárdenas. Rafael Bernal creía en este movimiento, tanto que su vena crítica no lo dejó cegarse por la ideología. Conoció las sombras de la UNS y plasmó su denuncia de los órganos que consideraba dañinos para el sinarquismo en Su nombre era Muerte (1947), novela que, hasta la fecha, es concebida solamente como un ejercicio de ciencia ficción, dejando de lado su crítica social.
Agrupación sociopolítica de carácter católico, la UNS nació el 23 de mayo de 1937, en la emblemática calle de Libertad de León, Guanajuato. La Unión era, en realidad, la sección once de «La Base» u Organización, Cooperación, Acción (oca), a su vez órganos desprendidos de la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa, disuelta entre 1930 y 1938. En ese tiempo no cesó su actividad en diversas partes del país. Con la sombra de Plutarco Elías Calles tras la silla presidencial hasta 1934 y con las reminiscencias de la Guerra Cristera, la organización se protegió imitando el andamiaje de las sociedades secretas e incubó modelos de lucha en contra de los regímenes de izquierda y comunistas.[2]
La Unión mantenía tres corrientes de pensamiento. La primera se catalogaba como «mística-social», la de perfil más radical del movimiento, liderada por Salvador Abascal, milenarista y ultraintegrista; la segunda era de corte «cívico-social», la dirigía Antonio Santa Cruz y se encontraba íntimamente relacionada con la jerarquía eclesiástica, al grado que asumió las indicaciones del Vaticano en la tarea de reorganizar a la Acción Católica y, como parte de su enfoque más oficialista, aceptó los arreglos entre la Iglesia y el Estado en 1929, con los que se trató de concluir la Guerra Cristera, y de manera paradójica se unió al gobierno y coqueteó con Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial; la tercera, en la que se reconocía Bernal, era la «cívico-política», encabezada por Manuel Torres Bueno y Juan Ignacio Padilla, cuya perspectiva era la injerencia en la toma de decisiones oficiales desde el poder, y subrayaban la necesidad de formar un partido político.
Desde su organización jerárquica, el Sinarquismo se planteó una paradoja que terminó por vulnerar el movimiento en sus más íntimas relaciones. Existían dos mandos, uno secreto (La Base) y el oficial de la UNS. Su estructura de liderazgo era vertical. Se basaba en el principio de ordenar y obedecer. El verdadero dirigente del movimiento no era el jefe de la Unión, sino el líder de La Base u OCA: Antonio Santa Cruz. Posteriormente había un consejo compuesto por los jefes de divisiones (organismos de mando establecidos en cada estado del país) y un consejo supremo, compuesto por nueve consejeros elegidos, entre los militantes más antiguos de la organización secreta, por el propio líder de La Base. El consejo supremo establecía anualmente al jefe de la organización y al de la Unión. Cuando la pugna entre sinarquistas y La Base fue insostenible se dio el rompimiento, dejando malherido, desorganizado y a punto del colapso al movimiento que llegó a tener trescientos sesenta mil miembros en 1940.
En Su nombre era Muerte, Bernal enfilará su crítica en contra de este organismo secreto por tratar de vulnerar la UNS desde sus entrañas. Denunció así la mezquindad de sus líderes. La novela nos cuenta los sentimientos de orfandad y odio que el protagonista, profesionista alcohólico, siente ante el género humano. Cansado de padecer humillaciones ante sus semejantes, busca refugio en la tierra inhóspita de la selva lacandona, donde lleva a cabo un proceso de purificación. En sus observaciones desde el estoicismo devela, basándose en sus conocimientos musicales, que el zumbido de los moscos goza de diversos matices que, en conjunto, forman un lenguaje. Seducido por la idea, manda a elaborar una flauta para hablar con los animales. El experimento funciona. Logra entablar una relación con los moscos y enterarse de que mantienen una organización jerarquizada, cuyo menor rango son las recolectoras, los moscos que extraen la sangre de los humanos, y sus líderes conforman un órgano llamado el Gran Consejo.
La mención de un «Gran Consejo» no puede leerse como casualidad, menos cuando sus características son ostentar un gran poder, ser autoritarios y acallar violentamente cualquier intento de crítica hacia su actuar. Cuando el protagonista logra entrevistarse con el Gran Consejo cuestiona la organización subordinada:
—El régimen es perfecto para las células que son parte del cerebro, para ustedes los del Consejo, pero para los otros no es tan perfecto; y tal vez ellos quieran cambiar algún día, si algún día sienten en sí, como lo han sentido los hombres, la necesidad de ser libres.[3]
La respuesta no puede ser más dictatorial:
—Ésas son tonterías. ¿Para qué quisieran ser libres las proveedoras? No tienen cerebro ni pensamiento. Tienen tan sólo lo necesario para ejecutar nuestras órdenes.[4]
La trama se complica ante el poderío que demuestran los moscos alrededor del mundo. El Gran Consejo advierte al protagonista que pueden eliminar a la humanidad si le aplican las enfermedades que han cultivado durante años. Llegado el momento, los moscos deciden demostrar su fuerza y dominar a la raza humna. El plan es mantener a los hombres como una especie de ganado para satisfacer sus necesidades de sangre. Una vez establecido un nuevo orden mundial, le ofrecen al protagonista ser su mediador con los súbditos humanos, con lo que le darán el reinado ante los hombres.
El ofrecimiento es demasiado seductor como para rechazarlo e, incluso, el protagonista se ve como una verdadera deidad y los indios también lo empiezan a percibir como la reencarnación de un dios. Sin embargo, su ideología cristiana lo hace dudar de sus intenciones de reinar el mundo junto a los moscos que, a final de cuentas, simbolizan el Mal. De la misma manera, cuestiona si los moscos poseen una deidad. Le sorprende saber que para ellos existe esa misma fuerza única, dadora de vida de todas las especies habidas y por haber. No obstante, en esa sociedad jerarquizada, la idea de Dios está prohibida. Sólo los líderes tienen el conocimiento sobre la divinidad. Uno de los dirigentes explica:
Sabemos de Él […]. Pero tan sólo lo sabe el Consejo Superior y nunca habla de ello. […] Si las proveedoras, por ejemplo, se enteraran de la existencia de Dios, se creerían iguales a nosotros y se acabaría nuestra organización tan perfecta.[5]
La idea de un dios es, por supuesto, agitadora. El Gran Consejo que niega a la divinidad, y en consecuencia a los paradigmas que ésta representa, es el gran cáncer de esa sociedad, tal y como lo percibía Bernal dentro de la uns. La sociedad secreta del movimiento terminaría por contaminarlo. El final de la novela, con la revolución interrumpida de los moscos, puede leerse también como una parábola de la debacle del Sinarquismo.
La narración está en clave para denunciar los abusos de poder que se daban dentro de la UNS, una organización con los mejores valores humanos y religiosos que, a la vista del autor, cedió a intereses de banqueros y terratenientes (otro Gran Consejo), razón por la que la abandonó años después. El desencanto caló hondo en Bernal. Ese desencanto por la UNS, las luchas sociales e incluso, se puede suponer, por la religión, traza una línea ideológica en su literatura que llega hasta El complot mongol, donde el protagonista y el ambiente están huérfanos de esperanza y de dioses: un matón y un abogado alcohólico terminan rezando la muerte del amor perdido.
[1]Héctor Hernández García de León, Historia política del Sinarquismo, GrupoEditorial Miguel Ángel Porrúa/Universidad Iberoamericana, México, 2004, p. 302.
[2]Las secciones no están muy definidas históricamente. Sigo la que ofrece Jean Meyer: El Sinarquismo. ¿Un fascismo mexicano? México, Joaquín Mortiz, 1979.
[3] Rafael Bernal, Su nombre era Muerte, México, Jus, 2005, pp. 91-92.
[4]Idem.
[5]Ibidem, p. 130.