Sonoplastia: arte sonoro
Reconozco en mí la misma condición de los ciegos. La diferencia está quizás en que esta ceguera viene de un acuerdo que firmé sabiendo de antemano que incluirme en un determinado espacio implicaba renunciar, dejar extraviada alguna parte elemental al interior de una casa inhabitada. Con el tiempo he ido aceptando esa condición que por momentos me obliga a pasar por alto la luminosidad de todas las cosas, a retraerme como las tenazas de un cangrejo sobre la piedra helada. El silencio es el lenguaje de los ciegos, pero de aquellos que se rehúsan a ver que nos envuelve una ligereza acuífera, un manto cálido que podemos llamar lenguaje.
Clarice Lispector, una escritora brasileña sumamente perturbadora, hizo un libro de cuentos que indagan en la fragilidad de los vínculos entre quien mira y lo otro, le llamó Lazos de familia, una historia de reconocimientos fallidos, de puentes extendidos hacia la nada. En “Amor”, una mujer descubre su propia ceguera al observar a un ciego que mastica chicle sobre la acera. Aquel hombre despreocupado refleja el instante en que uno sabe que ha construido su vida sobre falsas apreciaciones, que se ha contado una misma historia hasta creerla. Lo que acompaña a estos momentos de desesperación y angustia es el sonido, como si los objetos sonaran de forma distinta de acuerdo con las emociones de quien mira.
Sonoplastia es una exposición de arte sonoro que se inauguró hace poco en el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca. Su nombre hace referencia a la sinestesia, esa figura retórica donde se mezclan distintas vías para percibir el entorno. Desde esta perspectiva, el sonido puede ser manipulado y esculpido, de tal manera que pueda traducirse en un objeto de naturaleza distinta a la original. En México, el arte sonoro ha explorado nuevos territorios metafóricos desde hace 40 años; como en otras latitudes, tiene vínculos con la poesía surrealista, dadaísta, futurista y concreta, donde el significado de las palabras se retrae frente a su sonoridad y las posibilidades de su composición visual. Ese juego semántico constituye la raíz de su propuesta estética, me parece.
Sonoplastia alude directamente a esta experiencia lúdica al presentar obras de 24 artistas que trabajan desde plataformas y enfoques distintos: Marcela Armas, Tania Candiani, Gustavo Atigas, Guillermo Santamarina, Iván Abreu, entre otros. Los curadores fueron Roberto Arcaute Rodríguez y Manuel Rocha Iturbide. El objetivo de esta primera exposición era trabajar el terreno para futuras muestras, más monocromáticas quizás. Al final de esta serie de exposiciones el museo incluso planea publicar un libro.
Manuel Rocha Iturbide se ha dedicado a indagar en los orígenes y manifestaciones del arte sonoro en México. Si bien resulta arriesgada cualquier definición, como sucede finalmente con el arte en general, la particularidad de este tipo de arte radica en la experimentación entre el sonido y otros soportes. Se trata de un nuevo lenguaje que codifica el entorno y abre al mismo tiempo nuevas significaciones en torno a la realidad y nuestro papel en ella. Para Rocha estas nuevas formas de trabajar con sonidos se traducen en poesía sonora, radioarte, música electroacústica y electrónica, música experimental, paisaje sonoro, escultura sonora, instalación sonora, acciones sonoras, intermedia, etc.
Algo cae en los instantes de revelación o éxtasis. Cuando en “Amor” la protagonista se sienta consternada en la banca de un jardín botánico, una sonoridad distinta se apodera de los árboles, de los escarabajos que habitan bajo sus cortezas, de la tierra a sus pies y las abejas que vuelan alrededor de su cabeza. Los sentimientos son bestias dulces y maravillosas, caballos alados por el tiempo, instantes que nos halan hacia los objetos para recordarnos nuestra propia corporeidad, para crear tal vez otra clase de cuerpo, uno menos pesado y concluso. La ciencia ha probado que todas las cosas tienen una vibración particular, emiten ciertas frecuencias, ¿a qué sonará nuestro cuerpo en momentos de tristeza, de felicidad o placer más allá de lo que la voz nos permite comunicar?, ¿suenan los retratos de nuestros antepasados, las paredes de una casa sin techo y a punto de caer?
A eso también alude Sonoplastia. Hay un trasfondo intelectual, por supuesto, pero más allá de aquellos puentes a veces intraducibles para el espectador común están las impresiones igualmente valiosas que nos hacen percibir estas obras como un juego. Creo que los autores también lo ven así, como una vuelta de tuerca, una serie de ejercicios infantiles para quienes suelen aburrirse en el trabajo. En la inauguración la gente parecía divertida, no trataban de pensar demasiado por qué alguien había colocado decenas de cajas de discos sobre el piso justo en la entrada de una sala, justo para ser pisadas y sentir ese crack bajo los pies. En cambio, paseaban una y otra vez por el mismo lugar sin poder ocultar su evidente consternación, igual que niños haciendo algo prohibido.
El juego puede también consternar, violentar la realidad inmediata. A través del juego desaprendemos, nos ganamos un lugar propio en este mundo. Jugar con los significados de los objetos es también violentarlos, deconstruir una realidad percibida erróneamente como plana y totalizadora. ¿De qué sirve colocar de otra forma las piezas de un rompecabezas armado y colocado en la pared de cualquier sala? Cuando uno se molesta por las cosas comienza a preguntarse por ellas, a apreciarlas por separado. Lo descolocado, eso es lo político, lo que se vuelve a pensar una y otra vez porque sabemos que algo salió mal en esa superficie aparentemente uniforme.
La finalidad política del arte se hace evidente también en Sonoplastia. Detrás de una bonita composición de megáfonos sobre una pared blanca se escuchan reportes sobre balaceras en el norte del país, con cada bala que surca el aire hay una posible muerte, una historia que contar: migración, pobreza, injusticias sobre el cuerpo y la mente. En otra sala hay un telar tradicional hecho de pequeñas tarjetas cuyo movimiento genera sonidos que han sido traducidos para contar lo que se vive en las maquiladores: esclavitud disfrazada, violencia de género, amordazamientos. Decenas de pequeñas jaulas cuelgan del techo, cada una emite voces de idiomas lejanos: un solo espacio, diferentes lenguas enjauladas, separadas entre sí por el peso que lo otro imprime en este sistema atroz.
¿Puede ser el cuerpo un territorio político? Cuando ya no estemos, ¿qué podrá decir esa periferia, qué podrá rescatar de aquella vida que ya no es? Un megáfono de plástico cuelga de una esquina, adentro un par de cuerdas vocales vibran ante el aire, respiran sumergidas en esa suerte de probeta: un experimento perturbador, un donador que sigue cantando desde lejos para recriminarnos tal vez ese desprecio por la vida que a veces se funde en las almas solitarias y sensibles.
Somos ciegos hasta de las cosas más elementales. El arte como territorio político nos da la oportunidad de volver a ver, pero esta vez desde un lugar menos subjetivo, más descentralizado. Por lo menos se trata de una apuesta, pues vivir sin apostar es relegarse al plano hipotético del sueño, silenciar los objetos, inmolarnos en ficciones.
Esta exposición se exhibirá todo el mes de junio en el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca.
Horarios: miércoles a lunes de 10:30 a 20:00 hrs, domingos entrada libre.
Entrada general $20.
Estudiantes con credencial y personas de la tercera edad $10.
Fotografías de Sonoplastia.